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Columna
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El muladar de Facebook

La actividad de la red social suscita crecientes sospechas. Su influencia global, incluido su indudable papel en el debate político, demanda a gritos mejor gestión y más transparencia

María Antonia Sánchez-Vallejo
El fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, en el Congreso de Estados Unidos en octubre de 2019.
El fundador de Facebook, Mark Zuckerberg, en el Congreso de Estados Unidos en octubre de 2019.Erin Scott (REUTERS)

Escaldado por los clamorosos fallos de 2016 ante la injerencia rusa, Facebook ha decidido curarse en salud ante las elecciones de noviembre y aplicar nuevas vendas a una herida que aún supura. La red social ha denunciado una nueva interferencia rusa y ha anunciado que en la semana previa a los comicios planea dejar de publicar anuncios políticos, para limitar la desinformación; tras la votación, también podría suprimir los post de candidatos que se atribuyan falsamente la victoria, redirigiendo a los usuarios a páginas de información seguras. Un despliegue de buenas intenciones que chirría frente a los anuncios de campaña de Donald Trump en dicha red contra el voto por correo, preparando el terreno para noviembre.

Facebook se ha convertido en un muladar. La red social por antonomasia es el abrevadero donde bebe lo peor de cada casa: supremacistas, conspiradores, cazadores de inmigrantes y genocidas, como los que alientan la persecución de los rohinyás, o dictadores como el camboyano Hun Sen, entusiasta usuario de la red y responsable último de la desaparición de activistas que desafiaron su poder de dinosaurio. Pero Facebook también es una impagable herramienta que permite documentar el rosario de muertes en la travesía de África a Europa, y dar noticia final a sus deudos. Cuando en 2015 se produjo la mal llamada crisis de los refugiados, la red fue el cabo al que se aferraban, gracias a la transmisión de experiencias de quienes les habían precedido en la ruta. El viejo relato oral es hoy virtual.

Su hegemonía social y económica debería ir acompañada de un cuidado no menor, sobre todo cuando se roza el delito. La compañía de Mark Zuckerberg tardó un mes en eliminar contenido falso que condenó al exilio a un monje budista y activista prodemocracia de Camboya, asaeteado por decenas de cuentas ligadas al Gobierno. Tampoco se dio prisa en eliminar el llamamiento a las armas de un grupo ultra de Kenosha, en el enésimo episodio de protestas antirracistas en EE UU. Aunque la publicación fue denunciada por cientos de personas, los moderadores dijeron que no violaba ninguna norma —dos personas fueron asesinadas por un joven impunemente armado— y el cíborg Zuckerberg zanjó la polémica hablando de “error operativo”. Este eufemismo va camino de convertirse en el daño colateral de nuestros días —la tecnología es la nueva ideología—, pero con el agravante de la hipocresía, que deja una pringosa huella de mala praxis.

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¿Son los casos de Camboya y EE UU equiparables? Probablemente no, pero si el primero es la vara de medir, la imagen del segundo sale aún más perjudicada. Que la actividad de Facebook colida con Gobiernos siniestros es un daño casi previsto, descontado. Pero cuando coadyuva a instrumentar desmanes en democracias con luz y taquígrafos como la estadounidense es para preocuparse. Las zonas de sombra son cada vez más amplias y empañan las ventajas globales que proclama.

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