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Tribuna
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La conspiración de los conspiranoicos

La instrumentalización laboral de la educación, el dinero como criterio de éxito, y el desprestigio del pensamiento y de la creación ha llevado a la construcción de un tipo de ciudadano que entiende la experiencia como algo pegado al cuerpo individual, más concretamente al suyo

Nuria Labari
Busto del filósofo griego Platón.
Busto del filósofo griego Platón.

Es verdad que se ven poco por los medios de comunicación, pero están por todas partes este verano. Es imposible superar una sobremesa familiar o abrir Twitter sin encontrarse con uno de ellos. Desde los tuits de Miguel Bosé explicando que la vacuna de la covid-19 incrustará a la humanidad microchips para controlarla, hasta los colegas que denuncian en redes sociales que en España sea obligatorio usar mascarilla cuando en otros países de Europa aún no lo es. Están también los que aseguran junto a Trump que toda la pandemia es una estrategia farmacológica organizada por China y los que piensan que estamos en el último peldaño de la biopolítica y el control del cuerpo por parte del Estado. Son la resistencia, los que dicen saber que la verdad sobre el virus no es la que nos cuentan los periódicos o quienes hemos elegido para que nos gobiernen. Y todos ellos tienen tres cosas en común: creen que una fuerza interesada —y superior— intenta dominar el mundo. Están seguros de que ellos serán los últimos ciudadanos libres de la tierra. Y son peligrosos.

Pero ¿qué les pasa a todas estas personas en (o por) la cabeza? Es evidente que tienen un problema (grave) de reflexividad. Es decir, tienen problemas para elaborar la realidad que no experimentan directamente. Esto quiere decir que si no se sienten enfermos, creen que no hay enfermedad. Y si no están cerca de la muerte, no creen que la muerte los aceche. Esto último tiene mucho que ver con el hecho de que la mayoría de conspiranoicos desprecie el uso de mascarillas. Si tiene alguno cerca, ya habrá notado que se sienten invulnerables además de más listos que la mayoría. A estos sujetos se les hace absolutamente inverosímil que pueda existir una pandemia que ellos mismos no han experimentado. Esto se debe al problema de origen, su falta absoluta de capacidad reflexiva y de objetivación del mundo. Que es en realidad un problema de todos.

Porque la base de la educación y de la cultura es siempre la reflexividad, la toma de conciencia de las cosas, de un mundo de existencias objetivas. Y para tener un trato reflexivo con la realidad hay que meditar, leer libros, debatir, amar el conocimiento. Y hay que asumir que el dinero no es la espuma de la inteligencia sino de la injusticia social. Hay que comprender que no se puede llevar a un país —o un universo— a la bancarrota cultural sin que haya graves consecuencias políticas. ¿Y qué ha pasado culturalmente en nuestro país? Pues, entre otras cosas, que la filosofía ya no es una materia obligatoria, que el inglés es un objetivo prioritario de la educación primaria —que a menudo es bilingüe antes que primaria— y que hay un desprecio manifiesto por el pensamiento en beneficio de la acción espontánea, de la impulsividad. La instrumentalización laboral de la educación, el dinero como criterio de éxito, y el desprestigio del pensamiento y de la creación en la forma de abordar la comunicación y las relaciones sociales, ha llevado a la construcción de un tipo de ciudadano que entiende la experiencia como algo pegado al cuerpo individual, más concretamente al suyo. Y cuanto más se pega la experiencia al cuerpo individual, con mucha mayor facilidad aparecen los totalitarismos, que se nutren del desprecio del conocimiento objetivo.

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Pero ¿por qué la pandemia ha desatado a los conspiranoicos? ¿Dónde estaban antes? Me refiero a cuando parecían personas normales, a menudo con estudios superiores, personas que se ganan bien la vida, personas supuestamente bien informadas —tipo Miguel Bosé— a quienes extrañamente se les ha ido la olla con la covid. El hecho es que estaban ahí antes de la pandemia, solo que ahora podemos verlos porque su estupidez flota como la espuma en la Coca-Cola. el motivo es que la lógica de la pandemia es la antítesis de su visión del mundo. Requiere empatía, reflexividad, la experiencia de un mundo interconectado, implica asumir que la fuerza de cada individuo descansa en otros antes que en uno mismo. Y quiere decir que la libertad —y hasta la dignidad— está limitada por las experiencias y el dolor de otras personas. Quiere decir que cada uno es responsable de los demás y no solo de uno mismo y que el pensamiento es más importante que el dinero o la tecnología a la hora de tratar con escenarios nuevos y complejos. La pandemia así entendida significa el fin de su mundo. De modo que reaccionan furiosamente.

Porque los conspiranoicos son en realidad los conspiradores. Ellos son más cada día. Ellos son los que desprecian los libros y el pensamiento. Son quienes manejan una sola ética: “si es bueno para mí, entonces es bueno”. Son quienes se sienten a gusto con sus privilegios, quienes sienten cuando piensan que el mundo está pensando por primera vez. Porque ellos nunca han leído a quienes pensaron primero. Son más de WhatsApp que de filosofía. Ignorantes en el sentido íntimo de la expresión. Detestan cualquier pensamiento elaborado y por eso prefieren informarse en las redes sociales que en los periódicos. Valoran más su dinero que su información y no pagarían ni un céntimo por leer este texto —ni cualquier otro—. Y nunca invierten en educación aunque a menudo manden a sus hijos a colegios privados. Pero no se confundan. No creen estas personas que invierten en educación sino en el empleo de sus vástagos. Toda esa gente que cree que la educación no sirve para nada es la misma que no es capaz de entender ni afrontar esta situación. Todos ellos son los conspiradores. Si se encuentran con uno, no lo duden, actúen. Léale un libro. Lean en alto El banquete una y otra vez. No se detengan, hagan gritar a Diotima. Denles su medicina hasta que aflore en ellos, por primera vez, un pensamiento para el todo.

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Sobre la firma

Nuria Labari
Es periodista y escritora. Ha trabajado en 'El Mundo', 'Marie Clarie' y el grupo Mediaset. Ha publicado 'Cosas que brillan cuando están rotas' (Círculo de Tiza), 'La mejor madre del mundo' y 'El último hombre blanco' (Literatura Random House). Con 'Los borrachos de mi vida' ganó el Premio de Narrativa de Caja Madrid en 2007.

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