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Columna
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La paradoja del escéptico. Carta a Felipe VI

Usted tiene la oportunidad de construir su propia legitimación, de romper esa paradoja y transformarse en el líder democrático que necesita su país y que, desde luego, no está teniendo

Andrés Barba
El Rey Felipe VI y la Reina Letizia visitan la Playa de Palma con motivo de su viaje a las Islas Baleares en Palma de Mallorca, el pasado 25 de junio.
El Rey Felipe VI y la Reina Letizia visitan la Playa de Palma con motivo de su viaje a las Islas Baleares en Palma de Mallorca, el pasado 25 de junio.Chema Clares (GTRES)

Majestad: esta es una carta meditada, escrita por alguien que, si bien no ama, tampoco odia la monarquía. No es banal la advertencia en un país en el que no siempre se puede contar con la comprensión lectora y que cada día pierde un poco el sentido más elemental de la ironía. Y además no se trata de hacer leña de un árbol que ni siquiera ha caído, sino de desear que el árbol sea árbol o que sea leña. Y tal vez sea esa la cuestión. Me explico.

No sé si conoce la paradoja del escéptico. Es muy sencilla, el escéptico dice: “Nada es verdad ni es mentira”, pero esa primera frase con la que el filósofo trata de fundamentar el sistema se vuelve de inmediato en su contra. Y es que para que el escepticismo se habilite a sí mismo, necesita al menos una frase que sea verdad. Precisamente la frase: “Nada es verdad ni es mentira”. Hasta para decir que no se puede decir la verdad, es necesario decir una verdad. Lo bonito de la paradoja, sin embargo, no es tanto el laberinto lógico, como la sensación de que el filósofo escéptico nos pide en secreto que admitamos ese contrasentido inicial, que hagamos la vista gorda, para construir un castillo filosófico, un mundo de fantasía.

Ayer, mientas miraba a mi hijo de dos años tirarse por el tobogán, tuve de pronto una iluminación: la de que usted es como ese filósofo escéptico. Alguien que habla de democracia, que la defiende y se presenta como un garante de ella, y que seguramente sea capaz de serlo en muchas cosas, pero que no se ha sometido jamás al arbitrio democrático más elemental: la elección de la gente. Al igual que el filósofo escéptico que se atrinchera y nos pide en secreto que hagamos la vista gorda ante una premisa que inhabilita el sistema, nos pide usted que creamos en su liderazgo al mismo tiempo que basa su legitimidad en una paradoja que le protege tanto como, en el fondo, le desacredita, la de que nadie ha tenido la oportunidad de elegirle.

No hay muchas formas de salir de esa paradoja. Tendría usted, por ejemplo, que convertirse en un líder indiscutible, dar un gran golpe de efecto, como el que dio el rey emérito en un momento tan crítico como el 23-F. Pero a diferencia de su padre, a quien la historia tuvo la dudosa gentileza de otorgarle un golpe de Estado para que lo demostrara, a usted le ha dejado una pantanosa pandemia, un nacionalismo ubicuo y un populismo que dificulta hasta el diálogo más básico, por no mencionar otras cuestiones de responsabilidad más doméstica de las que seguramente estará enterado. Pero no confundamos las adversidades con la talla política. Abraham Lincoln comentó en cierta ocasión que casi todo el mundo puede soportar la adversidad, pero para probar de verdad el carácter de una persona, hay que darle poder. Usted tiene ahora todo el poder de la jefatura de Estado para demostrar eso mismo que está deseando decir con tanta fuerza: que es el rey de todos.

Pero si hay algo que nos ha enseñado la historia es que los tiempos revolucionarios requieren también de gestos radicales. Usted podría, en el fondo, darnos el gesto que necesitamos. Tiene la oportunidad de construir su propia legitimación, de romper la paradoja del escéptico y transformarse en el líder democrático que necesita su país y que, desde luego, no está teniendo. Solo una audacia de esa magnitud podría quebrar la paradoja de un sistema que no puede pedir más fe a crédito. Más aún si es usted mismo, no sus enemigos, quien promueve ese gesto, si es usted mismo quien crea, por decirlo así, su propio 23-F y nos permite elegirle en libertad. Sé que la decisión de un referéndum no depende directamente de usted, pero desde luego, si se inclinara en ese sentido, facilitaría mucho las cosas. Usted sabe —y sabe también que nosotros sabemos— que las cosas no se solucionan paseando por los pueblos de España.

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