Académica
Soy una meritoria de la RAE que hace sus pinitos. Pero no podré ocupar un sillón
Los títulos de estas columnas son una travesura para pensar, humorística y reivindicativamente, el lenguaje inclusivo: Electrodoméstica, Jesusita, Socialcomunista… Soy una meritoria de la RAE que hace sus pinitos. Pero no podré ocupar un sillón: a veces escribo onda sin hache cuando debe llevarla y, cuando utilizo el lenguaje inclusivo, atento contra la belleza del idioma. Lo dice Santiago Muñoz Machado, director: “Tenemos una lengua hermosa y precisa. ¿Por qué estropearla con el lenguaje inclusivo?”. Ante tal pregunta retórica, hago acto de contrición, recojo mis tirachinas, me envaino neologismos gamberros y añoro aquella época en que leía el Curso de Lingüística General sin despeinarme. Como voluntariosa filóloga, recuerdo que género gramatical y sexual no son lo mismo. También aprendí que la sacrosanta arbitrariedad del signo lingüístico se empaña con la ideología. Entiendo la propensión de la lengua a la economía de medios: en el uso común preferimos decir “vale” a “estoy de acuerdo con su propuesta”; tematizamos los elementos repetidos en los enunciados: “¿Quieres carne?”, “no, no la quiero”. En este intercambio el pronombre “la” tematiza/economiza para no repetir “carne” y, a la vez, “no, no” es una reduplicación enfática y nada económica que subraya la repulsa carnívora. Entiendo que las lenguas hipertrofiadas resultan poco eficaces en la cotidianidad y se me ocurre que, atendiendo a la arbitrariedad del signo lingüístico y a la permeabilidad de la palabra respecto a una ideología plegada a un discurso hegemónico machista, racista y clasista, quizá podamos juguetear para visibilizar a la mitad del cielo usando como marca genérica universal la a en lugar de la o: decir las lectoras cuando nos referimos a lectoras y lectores. Cositas así producen una indignación mayúscula en la comunidad de hablantes —nunca de hablantas: seguimos el modelo de amans, amantis, participio presente activo, y, a la mínima, se nos tilda de ignorantes, nunca de ignorantas—. Se nos permite jugar con las cosas de comer como si no existiese el hambre, pero con lo que soltamos por la boca hemos de activar un principio de moderación gramatical.
Podríamos discutir desde esa labilidad que caracteriza el método científico aplicado a humanidades y ciencias sociales, pero cuando en el argumentario empiezan a hablar de la hermosura, ahí me enervo: ética, ideología y modos de representación exhiben su doble filo en la razón estética. ¿Con qué rellenamos la “belleza”: armonía, economía, corrección, filigrana, naturalidad, sofisticación, virilidad?, ¿Luzán o Góngora?, ¿crudo o cocido?, ¿precisión o contractura?, ¿conviene interpretar la “belleza” del lenguaje a la luz de un canon estético que repensamos ideológicamente porque no surge por aséptica generación espontánea? Quizá de hipertrofias y extensiones brote la belleza: nos cuesta mucho más definir los límites de lo bello que constatar desigualdades obvias e injusticias cuantificables. Me pregunto por qué se saca la hermosura a pasear cuando podemos debatir con argumentos menos escurridizos. La lengua no la tutelan arcángeles. No nos digan que estropeamos ni morfosintaxis ni euritmia. Sobre todo, no se metan en el berenjenal de la euritmia.
La Academia ha aceptado la palabra “brunch”. La gente de Vallecas la usa mucho.
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