La frontera identitaria europea
Es el momento de preguntar a los países que no entienden la solidaridad si hay algo más que la regla coste-beneficios
La cumbre del Consejo Europeo ha sido, una vez más, la voz de la profunda división política y de visión del mundo entre los países miembros de la UE. Ha mostrado una raquítica concepción de la solidaridad por una parte de los socios, bajo la consigna de reducir la cuantía del fondo de recuperación, y exigir condiciones para mantener precarizado el mercado laboral y el sistema de pensiones, pretendiendo convertir en vasallos a los países más afectados por la pandemia.
Este conjunto institucional se ha habituado a caminar al borde del precipicio, por no respetar las decisiones previamente tomadas, y por no creer en un futuro compartido. El fracaso de las reuniones de los días 17 y 18 de julio era previsible, lo que no se sabe es la razón por la que ha tenido lugar este encuentro, o, de otra manera, la razón por la que no se ha preparado con posibilidades de éxito.
Ha prevalecido la regla de la unanimidad, de modo que basta la oposición de un solo país para dictar su política a la mayoría en un asunto tan trascendente como el propio futuro de la UE. Desde hace varias semanas, la sostenida intransigencia holandesa constituía un serio dique para negociar y lograr un posible acuerdo. Probablemente, la tensión anudada a una situación de emergencia económica ha sido la determinante del encuentro: cada día que pasa es un día perdido frente a los desastres sociales anunciados.
Más allá de la coyuntura, existen divergencias graves sobre casi todos los problemas esenciales: financiación de la solidaridad, política medioambiental, migratoria... Ante esta situación, no hacer nada hubiera significado elegir la parálisis del proyecto europeo. La decisión tomada hace unas semanas de dar un salto cualitativo con el plan de ayuda masiva logrado tras durísimas negociaciones, debe favorecer una respuesta basada en más integración y más compromiso común. Ahora bien, el diablo siempre se esconde tras las rendijas. El Tratado de Lisboa otorga a los países recalcitrantes la posibilidad de paralizar acuerdos: la regla de la unanimidad puede bloquear cualquier decisión, además de garantizar el regateo. Es, fundamentalmente, antidemocrática, dentro de una Europa que es una Unión política de Estados-naciones y, a la vez, una federación en el campo comercial y económico. En este contexto, la única regla justa, por lo que se refiere a las decisiones económicas, es la de la mayoría, sea simple o cualificada. Los que defienden orientaciones no-cooperativas no deberían poder, al amparo de un mecanismo institucional superado por el proceso real de integración europea, imponer sus preferencias económicas a la mayoría.
El milagro democrático no conlleva solo el respeto a la minoría, sino, sobre todo, la legitimidad del poder de la mayoría. Si adoptar la mutualización de las deudas resulta un progreso enorme hacia la integración política europea, es también necesario avanzar en la reforma de los mecanismos institucionales para que Europa pueda, en situación de emergencia, actuar rápidamente y con eficacia. A los países que no entienden la solidaridad, puede que haya llegado el momento de preguntarles si hay algo más en el proyecto europeo que la regla costes-beneficios. Es la verdadera frontera identitaria europea.
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