Berroqueño
El Escorial simboliza lo mejor y lo peor que hemos venido haciendo los españoles
El viernes me fui a El Escorial para visitar a un amigo. La ciudad dista 50 kilómetros escasos de la capital, pero la Renfe tarda una hora en hacer el trayecto porque se detiene en una decena de estaciones. Es muy entretenido. Suben, sobre todo, chicas jóvenes apretadas en prendas nimias. Ellos deben de ir en moto.
El monasterio, una mole colosal, sigue como hace 500 años. Ni una grieta ni un roce. Ni siquiera un triste graffiti. Lo tengo por invisible desde su perspectiva común, frente al portal, de modo que voy siempre al Jardín de los Frailes donde se ofrece una vista algo más humana, aunque el monasterio es implacablemente inhumano.
Todos los imperios han construido sus monumentos triunfales. Roma no lo tuvo hasta el Panteón que en realidad no simboliza al imperio sino a los cientos de dioses que lo protegían. Los imperios modernos construyeron soberbios conjuntos como Versalles, Schönbrunn o Buckingham, pero con alma simple y vanidosa. Suelen ocupar parques con surtidores, usan colores apastelados, se adornan con diosas y ninfas exentas o en hornacina, en fin, son lugares que lucen la satisfacción del poder absoluto.
No así El Escorial, ante el cual sobra todo regocijo o deleite burgués. El enorme monasterio y panteón de reyes no puede “gustar”. Es una grosería inaceptable decir “a mí me gusta mucho El Escorial”. La mole hiela la sangre, sobrecoge, pasma, puede causar espanto y escalofríos, pero lo que se dice gustar, mejor el Chantilly francés. El nuestro es un monumento mesopotámico y guarda el misterio cósmico de una pirámide o una mastaba. Su único ornamento, la parrilla de asar mártires, figura incluso en las papeleras. Simboliza lo mejor y lo peor que hemos venido haciendo los españoles.
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