¡Señorita Escarlata, señorita Escarlata!
Lo que está ocurriendo en EE UU nos revela la vigencia de una herida profunda en un país que ha usado el lenguaje cinematográfico para convertir en sueño lo que fue pesadilla
En España hay un rechazo a que alguien te haga cambiar de opinión. La guerra de esta semana, una vez que hemos dejado el dichoso 8-M en el chasis, ha sido la supuesta prohibición de Lo que el viento se llevó. La supuesta prohibición llenó minutísimos de radio e inyectó furia en las columnas. Pareciera, por la insistencia, que estaba en nuestras manos salvar la civilización occidental. Esa furia, sin embargo, no se encontraba en la columna que escribió en LA Times John Ridley, el guionista de 12 años de esclavitud. Ridley solo pedía a la plataforma HBO que, ya que iba a emitir una película que falsea la historia americana, convirtiendo la guerra en un episodio romántico de caballeros y señoras legendarias, de señoritas blancas a las que se arrebata lo que es suyo (la posesión de seres humanos), al menos encontrara la manera de proyectar algo de luz sobre este romanticismo tramposo. La película en cuestión comienza con una cita de Walter Scott, que según Mark Twain contribuyó notablemente a la idealización de la época prebélica. Decía Twain que el Sur no se recuperaría del estúpido romanticismo que emanaban las novelas de Scott hasta que no existieran otros escritores libres de su influencia.
HBO respondió al artículo de Ridley anunciando que la película iría precedida por un cartelillo de esos que nos advierten de cosas que pueden herir nuestra sensibilidad. Pero nosotros, ya enfangados, nos lanzamos al lodo en grupo en nuestra heroica defensa de la libertad, levantando el puño como Escarlata, ignorando que la película está en El Corte Inglés y en la tele cada poco. Esa defensa encendida de la libertad contiene una singular paradoja: la de no tolerar una actitud crítica al enorme mensaje propagandístico que nos educó, porque mi generación se formó con el cine americano: los indios y los negros eran, en nuestra imaginación infantil, tal como nos los mostraban las películas blancas. De hecho, cuando éramos niños pensábamos que las esclavas hablaban de esa manera ridícula en que eran interpretadas por las actrices de doblaje: “Señorita Escarlata, señorita Escarlata”. Todas hemos recitado la insufrible cantinela. Los negros del cine fueron los primeros negros de nuestra vida: eran torpes, satisfechos con su vida humillada, incapaces de gestionar su libertad, bufones de los señoritos. Hay documentales que analizan la manera en que el apartheid hollywoodiense anuló y humilló a los negros americanos, y se ha despertado en los grandes museos un interés por la forma en que la publicidad y las artes gráficas retrataron a los afroamericanos. Unas veces es el reflejo directo de lo que era el país y otras una influencia crucial en la mentalidad colectiva. Así fue, por ejemplo, en El nacimiento de una nación (1915) de Griffith, la película fundacional del séptimo arte. Sería impensable hablar de las innovaciones de esa cinta, de su osadía visual, y no nombrar la influencia decisiva que tuvo en los linchamientos del Ku Klux Klan. Pero hay una negación inquietante a ampliar la información sobre lo que vemos, a asumir otra mirada que contradiga lo que vimos de niños. Es como una resistencia a que nos cambien el cuento.
Lo que está ocurriendo en Estados Unidos nos revela la vigencia de una herida profunda en un país que ha usado el lenguaje cinematográfico para convertir en sueño lo que fue pesadilla. El documental Enmienda XIII (Netflix), de la afroamericana Ava DuVernay, cuenta a través de testimonios de activistas, víctimas y políticos cómo dicha enmienda permitió, tras la abolición de la esclavitud, seguir explotando la mano de obra negra. Bastaba con criminalizarlos y así negarles su condición de ciudadanos de pleno derecho. Así hasta Nixon, así hasta ese demócrata, Clinton, que fue particularmente cruel con las penas de cárcel. Dicen que los negros se han apuntado a la guerra cultural, al rollo identitario. ¡Guerra cultural! Eso sí que es ofensivo, porque uno de que cada tres chicos negros pasará por la cárcel en algún momento de su vida.
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