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Columna
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Rodilla al suelo

Es la contraimagen del policía desaforado que usa su rótula para asfixiar durante 8 largos minutos y 46 segundos a George Floyd. Es la parábola invertida que evoca lo contrario de la muerte

Xavier Vidal-Folch
Un hombre grita de emoción al ver a un policía arrodillado mientras cientos de personas protestan por la muerte de George Floyd en Washington (EE UU).
Un hombre grita de emoción al ver a un policía arrodillado mientras cientos de personas protestan por la muerte de George Floyd en Washington (EE UU).ROBERTO SCHMIDT (AFP)

Los manifestantes, los policías, los bomberos, rodilla al suelo. La imagen sorprende, emociona, turba. Sorprende porque es nueva, usada en modo tan masivo. Emociona por su dignidad y firmeza. Turba porque trastoca el significado de un símbolo clásico, la genuflexión en señal de sumisión.

Ya cuando el campeón del fútbol americano Colin Kaepernick la inauguró en 2016 para contraprogramar el himno nacional en protesta por el racismo, dotaba al gesto de un contenido, de un mensaje rupturista. En ese deporte, take a knee —doblar la rodilla al recibir la bola y parar el juego— es un signo de respeto al jugador, compañero o rival, que acaba de herirse.

La rodilla al suelo reclama tiempo y aire. Es la contraimagen del policía desaforado que usa su rótula para asfixiar durante 8 largos minutos y 46 segundos a George Floyd. Es la parábola invertida que evoca lo contrario de la muerte.

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La genuflexión era gesto de inclinación ante la autoridad de Dios, su templo, o su delegado, el monarca de origen divino: reconocía su poder absoluto sobre todo, y sobre quien lo esbozaba. Era la autohumillación total, aun durando un instante.

Conquistadores y generales victoriosos la emplearon al ocupar la nueva tierra o la vida de los vencidos: combinaba el agradecimiento al dios que al parecer les concedía el triunfo con la contundencia de su espada tocando el suelo —derecho de conquista de la terra nullius, de nadie considerado humano, ahora reapropiada— y/o la bandera del propio bando izada al cielo.

Si la genuflexión era de ambas rodillas, añadía al reconocimiento rendido ante la autoridad divina, la impetración de favores celestiales; ante un poder humano, la petición de gracia o indulto; ante la propia pareja, la solicitud de perdón u olvido por la infidelidad cometida.

El gesto de Kaepernick volteó la ceremonia: era largo, no implicaba doblar la espalda, mantenía la cabeza enhiesta, colocaba firmes los brazos sobre las piernas o levantaba una mano hasta la boca. Era un cántico a la minoría negra, una protesta que rompía el ritual de incorporarse al vencer. Rebeldía respetuosa y digna: no contrariaba la ley, sino una costumbre.

Ahora son miles, millones, los Kaepernicks. Nos turban si llevan uniforme o se encaran con él; si son blancos o negros; jóvenes o viejos; si levantan el puño o abren la mano; si portan mascarilla, si se cubren la cabeza, si se la descubren, si se dejan el casco en la mano... Y sentimos una emoción cómplice.


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