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Columna
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Unos sándwiches para el camino

El racismo se sostiene en un tejido de actitudes que permean los comportamientos cotidianos y que encharcan la convivencia

José Andrés Rojo
Miles Davis.
Miles Davis.

Ha habido muchos momentos esplendorosos en la historia del jazz, pero pongamos los años cincuenta para hablar de una época donde se concentró una cantidad inmensa de talento y donde se consolidaron algunos nombres que protagonizaron infinidad de piezas que siguen produciendo una enorme dicha a los aficionados al género. En aquella música, que hunde sus raíces en la que llevaron los esclavos que llegaron de África al continente americano, están contenidos ese antiguo e inmenso dolor y la furia que viene de una historia llena de padecimientos: explotación, vejaciones, violencia, marginación. Pero está también, y a pesar de tantas tribulaciones, su alegría de vivir. El jazz ha conseguido reunir a intérpretes de las más diversas procedencias para que hagan eso, música, y consigan esa fascinante comunión que se da cuando se escucha en estado de gracia a gente como Miles Davis, John Coltrane, Art Blakey, Horace Silver, Charles Mingus, Thelonious Monk o Sonny Rollins, por citar solo a algunos. Hilvanan sonidos que derriban cualquier frontera y que muestran que, por diferente que haya sido la suerte que cada cual haya tenido en la vida, todos estamos hechos de la misma pasta.

Eso es cierto, pero el color de la piel sigue importando. No hace falta más que ver lo ocurrido en Minneapolis con George Floyd, una muestra elocuente de la violencia gratuita que se permite la policía en Estados Unidos contra personas de determinadas minorías. La brutalidad de los agentes del orden ha desatado una oleada de protestas contra el racismo y ha vuelto a mostrar hasta qué punto, con el presidente Donald Trump como maestro de orquesta, es un factor que sigue polarizando a la sociedad de aquel país y que ayuda a ganar votos. La vieja herida sigue abierta y hay quienes procuran sacarle partido.

La violencia de la rodilla de un policía sobre el cuello de un detenido es algo demasiado explícito como para no producir indignación, pero no hay que olvidar que el racismo se sostiene en un tejido de actitudes que permean los comportamientos cotidianos y que encharcan la convivencia. Una anécdota irrelevante quizá ilustre bien un estado de cosas que, por lo que se ve, no termina de cambiar desde aquellos remotos años cincuenta. A finales de agosto de 1953, Miles Davis recibió en St. Louis la visita de Charles Mingus y Max Roach, que viajaban en coche a Los Ángeles a hacer unos bolos. Decidió acompañarlos. En Oklahoma pararon para comer alguna cosa. “Encargamos a Mingus que fuera a buscar comida, porque tenía la piel muy clara y la gente podía tomarle simplemente por un forastero”, cuenta Miles Davis en su autobiografía. “Sabíamos que no podríamos comer allí, así que le dijimos que se limitara a comprar unos sándwiches y los trajera”.

Mingus regresó furioso porque, efectivamente, no los dejaban comer allí. Procuraron calmarlo; no querían terminar en la cárcel. Al final lo consiguieron porque, dice Miles, sabía que “en aquella parte del país, bastaba con que vieran a un negro para que le pegasen un tiro”. Y añade: “Y sin consecuencias, pues sería en nombre de la ley”. Así que siguieron hacia California, cargando con una humillación más que sumar a las muchas que sufrían por el color de su piel. Esa terrible trama sigue viva. Y las cosas seguirán así mientras, en nombre de la ley, no se castigue ejemplarmente a todos los que abusan de su poder.

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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