La vida real
Tarantino usa una fábula para atrapar la oscuridad de Hollywood
Más allá del ritmo vertiginoso de algunas de sus secuencias, del gusto por las situaciones disparatadas y a veces absurdas, del humor que lo empapa todo, de una imponente banda sonora que se te mete en el cuerpo, de esos diálogos que contienen tanta verdad por muy artificiales que parezcan, la última película de Quentin Tarantino lleva dentro la suficiente dinamita como para hacer explotar algunos de los mitos más arraigados de los sesenta. La hermosa generación de haz el amor y no la guerra, la de la marihuana y el Flower Power, la que devoraba ácidos para volar cada vez más lejos, la que se enfrentó a los horrores del Vietnam, la que llenó el festival de Woodstock para celebrar a sus héroes que se desgañitaban sobre un escenario, la que protagonizó la revolución sexual, en fin, todos estos, los hippies, no quedan demasiado bien parados. Érase una vez en… Hollywood es una fábula que procura buscarle un final feliz (a lo Tarantino) a un desvarío. Es el año 1969, la década prodigiosa llega a su fin y los mensajes de los que hizo bandera la juventud de entonces están empezando a gastarse. Unos jóvenes visionarios, con la inmaculada irresponsabilidad de los bendecidos por una misión, llegan a una urbanización de lujo armados de cuchillos y revólveres para cumplir un mandato. Tarantino construye una fábula pero atrapa la realidad de la vida: las cosas se tuercen con frecuencia, lo que hay es mucho más duro que los sueños que lo envuelven, la dichosa juventud de aquella época tenía un lado oscuro.
Hay muchas maneras de acercarse a la película, claro, pero lo que hacen una cuantas muchachas hippies al principio apunta en una dirección. Mejor dejarla ahí, vayan a verla, y dar un salto atrás, a los cincuenta. Otra época, otras maneras. En marzo de 1959, 10 años y unos meses antes del momento del que se ocupa Tarantino, el sexteto de Miles Davis grabó Kind of Blue, un disco que revolucionó el jazz y que llegó para cambiarlo todo. Davis y John Coltrane y Bill Evans, los principales artífices de aquel prodigio, tenían poco más de 30 años. Ya no eran jóvenes, pero es que los jóvenes de aquellos días no llevaban escrita en la frente la causa de la juventud. Simplemente hacían sus cosas, se divertían como podían, trabajaban, incluso algunos coqueteaban con el precipicio, una actitud que parte de los rebeldes de los sesenta convirtió en su marca de fábrica. En los cincuenta ya hubo un montón de músicos de jazz que se chutaban heroína: Thelonious Monk, Bud Powell, Jackie McLean, Chet Baker, Billie Holiday, Sonny Rollins, Gerry Mulligan, Stan Getz, John Coltrane, Miles Davis y tantos otros. Aquello podía convertirse en un problema grave a la hora de quedar a ensayar, pero no era un signo de rechazo al sistema, ni tampoco la exhibición de unas credenciales impolutas de rebeldía. No les sucedía lo que recogía el historiador Tony Judt: “Una parte importante de la década de 1960 se pasó, en palabras de The Who, hablando de mi generación”.
En los cincuenta no existía la juventud como juventud. Y la música no servía como pasaporte de autenticidad ni para fabricar dioses. En 1956, por ejemplo, el quinteto de Miles Davis se encerró en un estudio y durante dos únicas sesiones grabó cuatro álbumes para Prestige: Cookin’, Relaxin’, Workin’ y Steamin’. Lo tenían que llevar todo ensayado, no había segundas tomas (o muy pocas). Aquellos discos no llegaron a la altura de Kind of Blue, pero son magníficos. Tenían “el equilibrio entre la potente excitación y la emoción controlada”, como dijo un crítico de uno de ellos. Eran todavía artesanos de la música, como lo son de alguna forma los dos protagonistas de la película de Tarantino.
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