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Columna
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El ideólogo y la tecnócrata

Este es el tiempo de los capacitados para resolver los problemas, no el de los que enredan

Fernando Vallespín
Nadia Calviño durante el debate este miércoles en el Congreso de la quinta prórroga del estado de alarma.
Nadia Calviño durante el debate este miércoles en el Congreso de la quinta prórroga del estado de alarma.Kiko Huesca (EFE)

La gestión y las consecuencias del pacto entre PSOE y EH Bildu podrían dar lugar a una buena película de tensión política a lo Costa Gavras. Sin mensaje explícito de denuncia social, claro, sino como mera representación del poder en sus inercias y laberintos. Un presidente del Gobierno atrapado por sus juegos de funambulismo parlamentario, donde la obtención de apoyos netos importa mucho más al final que su misma razonabilidad; donde la búsqueda del fin banaliza las consecuencias de aplicar unos u otros medios para conseguirlo. Y luego esa carrera por tratar de dotar de sentido a los desaciertos mediante rectificaciones y racionalizaciones improvisadas, los “relatos”; o la llamada a “cerrar filas” a quienes ignoraban lo que se estaba cociendo. Porque el poder está lleno de arcanos, pero en cuanto se destapan sus jugadas, por muy desafortunadas que sean, exigen que todos los que se cubren bajo su manto se solidaricen y aparezcan como una piña.

Por eso mismo, si tuviera que escribirle el guion a un Costa Gavras ficticio, no me fijaría tanto en la figura del presidente, desbordado por sus maquinaciones, cuanto en la de quienes, por distintas razones, se atrevieron a desafiarle o enmendarle; a saber, Pablo Iglesias, el ideólogo, y Nadia Calviño, la tecnócrata. Estos epítetos son descriptivos, no tienen el más mínimo sentido despectivo. Tampoco se corresponden del todo con los atributos más generales de ambos personajes. Iglesias va de Varoufakis, se apunta a una vaga concepción de la ética de la convicción, a los supuestos principios que dotan de sentido a su labor política. Por eso se ve impulsado a exigirlos pereat mundus, aunque conduzcan al caos económico. Si bien todos sabemos que detrás de esto hay mucho de pura estrategia de partido, de esos juegos del poder a los que me refería arriba.

Calviño es el perfil contrario, el de quien está guiado por la ética de la responsabilidad, quien sabe que los problemas no se resuelven aplicando las conclusiones de un seminario de teoría política, sino enfrentando los problemas dentro de la espesa jungla de las directrices europeas y con los limitados medios de gestión de un complejo sistema donde el más mínimo error decisorio puede tener consecuencias fatales. Y eso no está reñido con sus convicciones ideológicas —Tsipras no era más de derechas que Varoufakis—, solo que estas han de reconciliarse con una realidad dada. No es el momento de la confrontación ideológica, sino el de remangarse para sacar adelante la economía del país. Por eso fue tan importante su brava reacción. Oiga, esto ya no va de politiqueo ni de vagas consignas ideológicas; esto va de salvar a un país al borde del precipicio.

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Precisamente por eso es imaginable la soledad en la que debió de sentirse nuestro osado personaje, emparedada entre un Gobierno que no se sabe muy bien a qué juega y una oposición que o bien va de patriota y se envuelve en la bandera, pero es incapaz de hacer el más mínimo guiño al interés general; o bien vende caros sus apoyos a cambio de intereses particularistas. No deja de ser curioso que el representante de la política heroica, la que importa, sea al final la tecnócrata. Cada tiempo requiere un tipo de protagonista, este es el de los capacitados para resolver los problemas, no el de los que enredan.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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