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Tribuna
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Los desafíos del coronavirus

Las democracias funcionan mejor allí donde se refuerzan con códigos de conducta que la comunidad asume. Por eso es letal atizar la polarización e instrumentalizar la pandemia para destruir adversarios

Adela Cortina
SR. GARCÍA
SR. GARCÍASR. GARCÍA

La pandemia del coronavirus ha lanzado un reto mundial y local que afecta en principio a la salud de las personas concretas y está llevándose consigo una gran cantidad de vidas. Cómo no recordar en estos días a Max von Sydow, el actor sueco recientemente fallecido, que representó en El séptimo sello la figura del caballero que juega al ajedrez con la muerte una partida, perdida de antemano, en ese tétrico marco medieval de procesiones de flagelantes aterrados ante la peste. O la magistral descripción de la peste de 1630 en Milán que ofrece Manzoni en Los novios. O el brillante relato de García Márquez en El amor en los tiempos del cólera. Terribles epidemias que se extinguieron con gran sufrimiento, como también pasará la de este virus que surgió en China, se cebó después en Europa, ha pasado el Atlántico y llegado a África.

A diferencia de otras epidemias, en la actual las sociedades avanzadas cuentan con más y mejores recursos sanitarios, con personal bien formado y entregado a su profesión hasta el sacrificio. Merecen todo nuestro más profundo agradecimiento. Y aunque han surgido oportunistas sin escrúpulos, que roban mascarillas o suben abusivamente los precios, abundan las conductas solidarias de quienes se prestan a acompañar ancianos, hacer la compra a personas mayores, cuidar niños cuyos padres están trabajando, donar sangre, trasladar personal sanitario gratis en taxis, se amplían las plazas para acoger a gentes sin hogar. Un problema que, por cierto, tiene que resolverse con programas como el housing first, que han propuesto entre nosotros fundaciones como RAIS. Pero en otros países la asistencia sanitaria pública no existe y en un continente como África arrasó la malaria por no contar con algo tan simple como mosquiteras y se cebaron el sida o el ébola. La solidaridad universal es indispensable en un mundo interdependiente.

Por lo que respecta a España, hacer frente al desafío sanitario será posible por los desvelos de los profesionales de la salud y porque el miedo al contagio, a la enfermedad, a la muerte y a las multas por incumplir órdenes es un buen consejero. Siempre el miedo guardó de algún modo la viña, sobre todo en las sociedades de masas, compuestas por un conjunto de individuos atomizados, a los que unen intereses puntuales, en este caso el interés por sobrevivir. Por eso estos días se repite el eslogan: “Navegamos todos en el mismo barco, debemos estar unidos”. Y ciertamente, es así. Pero el fugaz vínculo del interés temporal es demasiado débil para hacer frente con altura humana al desafío social y económico, que ya se está incubando, y exigirá para enfrentarlo mucho más capital ético que la convicción de que no nos conviene egoístamente que se hunda el barco. La agregación de individuos atomizados no basta, hace falta un “nosotros”.

Por muchas medidas paliativas que se tomen, ya están cerrando empresas, se pierde gran cantidad de puestos de trabajo en un país con un alto nivel de desempleo, el descenso de la Bolsa acaba afectando a todos, también a los más vulnerables. Habrá un antes y un después de la crisis, y para ese “después” necesitaremos mucho más que una ciudadanía temerosa, mucho más que unos políticos preocupados sólo por sus juegos de poder y por los votos, unos medios de comunicación al servicio del bien común. Hacer frente al reto social y económico exige acrecentar el peso de lo intangible en la vida social.

En algunos de sus textos recuerda Philip Pettit que los mecanismos de control de una sociedad moderna son fundamentalmente tres. Dos de ellos son bien conocidos: la mano invisible de la economía de mercado y la mano visible del Estado. Desgraciadamente, está muy extendida la convicción de que con esas dos manos basta para llevar a buen puerto una sociedad, cuando lo cierto es que resulta también indispensable la mano intangible de los valores, las normas y las virtudes cívicas, que es valiosa por sí misma y para lograr que la democracia funcione. Es el aceite que engrasa las ruedas de las maquinarias visible e invisible desde el peso de lo intangible. Lo que la tradición clásica ha llamado el êthos, el carácter de una sociedad, desde el que hace frente a las situaciones.

No es extraño que Levitsky y Ziblatt, politólogos de la Universidad de Harvard, preocupados por el declive de la democracia, y muy especialmente por el golpe que han supuesto el triunfo de Trump y su Gobierno, se pregunten cómo mueren las democracias y apunten, como una de las causas, a la erosión de creencias y prácticas asumidas por el conjunto de la población. Las democracias necesitan normas legales, como las Constituciones, pero funcionan mejor y son más duraderas en los países en los que se refuerzan con códigos de conducta que la comunidad respeta y asume. Igual que el oxígeno y el agua clara, su importancia se revela en cuanto faltan. Es lo que ocurre con valores como la tolerancia y con la convicción de que no se deben llevar a cabo acciones que, aunque sean legales, ponen en peligro el sistema. Y añaden: el genio de la primera generación de líderes políticos de América consistió en que, además de diseñar muy buenas instituciones, establecieron un conjunto de creencias y prácticas compartidas que ayudaron a hacer que esas instituciones funcionaran.

En estos días de preocupación más que justificada por una pandemia letal se oyen a menudo dos preguntas: ¿saldremos de ésta? y ¿qué habremos aprendido para el futuro? Y sí, saldremos de ésta, aunque muchos quedarán —o quedaremos— por el camino, porque todas las epidemias se han superado mal que bien. Pero lo que sucederá en el futuro dependerá en muy buena medida de cómo ejerzamos nuestra libertad, si desde un “nosotros” incluyente, o desde una fragmentación de individuos en la que los ideólogos juegan para hacerse con el poder. Es en este punto donde demostraremos que hemos aprendido algo.

Por eso es letal atizar la polarización y el conflicto para ganar votos, instrumentalizar incluso la dolorosa pandemia para destruir adversarios, dar informaciones sesgadas que falsean la realidad. Es momento, como siempre, pero todavía más, de apostar por la verdad que une y librarse de la ideología que separa, entendido el término en su sentido más clásico, como esa visión deformante de la realidad con la que juegan los poderosos.

A pesar de las declaraciones de algunos gurús de que no somos libres, lo cierto es que sí que lo somos y nos vemos obligados a elegir. Estamos condicionados, claro está, la enfermedad, la tristeza y la muerte nos acompañan sin buscarlas; la actual pandemia nos ha hecho conscientes una vez más de nuestra fragilidad, y vendrán nuevas epidemias para las que no tendremos una respuesta inmediata. Pero lo que sí podemos anticipar es que estaremos mucho mejor preparados para enfrentarlas si lo hacemos desde la amistad cívica, que es preciso cultivar día a día. Desde la convicción de que estamos unidos por un vínculo que nos convierte en un “nosotros” incluyente, no en uno excluyente frente a “vosotros y ellos”. Desde la indispensable solidaridad, que no se improvisa y de la que algunos están dando tan buenas muestras en esta dolorosa situación.

Adela Cortina es catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y Directora de la Fundación Étnor.

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