El diablo y nosotros
A la pregunta envenenada de si prefieres morir o comerte una rosquilla, se puede responder con el cuento corto de ‘El diablo y Homer Simpson’
A la pregunta envenenada de si prefieres morir o comerte una rosquilla, se puede responder con el cuento corto de El diablo y Homer Simpson. En él, Homer vende su alma al diablo por una rosquilla y, al no cumplir su parte, el diablo convierte la cabeza de Homer en una rosquilla gigante. Se trata de un problema universal, quizá el único problema filosófico verdaderamente serio, con permiso del suicidio. La vida está llena de cosas que te ofrecen un placer instantáneo a cambio de cobrártelo luego en años de vida; sabiéndolo, consentimos. Lo que hace el diablo con Homer es presentarle un atajo que Homer, huelga decirlo, coge con euforia: durante el desayuno ya se ha comido una cuarta parte de su cabeza. Si fuésemos uno de nosotros llevaríamos, sin darnos cuenta, algo menos. Lo más perverso de la culpa es que uno pretende esquivársela incluso a sí mismo.
En Érase una vez en América, la película de Sergio Leone que transcurre a principios del siglo XX, a Patsy, un chico virgen, le dice su vecina que se acostará con él a cambio de un pastel de nata. Sentado en las escaleras, delante de la puerta de la chica, Patsy mira el pastel y mete el dedo para probar la nata. Luego otro poco. Patsy quita la guinda, vuelve a ponerla, la coge de nuevo y se la come. Incapaz de controlarse, agarra el pastel y se lo ventila a bocados. Cuando sale, la chica le pregunta: “Tú ¿qué querías?”. “La desescalada”, pudo responderle Patsy. Pero la desescalada es imposible, en el caso de Patsy, si prefieres los vicios del niño que aún eres a los vicios del hombre que quieres ser.
La pandemia ha sumado a nuestras tentaciones familiares, esas con las que hemos aprendido a convivir mal que bien, otras que nunca hubiéramos considerado no solo ya como tentación, sino como delito, desde salir de casa hasta ver a tu familia o abrazarte con un amigo. Que esto se haya hecho para no enfermar y no enfermar a los demás, con riesgo de muerte para las personas más vulnerables, es la rosquilla diabólica que tenemos ahora por cabeza. Nos prepararon, con mayor o menor suerte, contra una serie de amenazas, y nos educaron para ser y hacer todo aquello que ahora está prohibido; como seres inteligentes, lo habíamos conseguido reunir todo de tal manera que no había tentación en la que no se pudiese caer si uno estaba bien acompañado.
Súmenle que somos un país que cree que, cuando se hace una ley, es para empezar a estudiar cómo saltarla y no para cumplirla, como si en lugar de una ley fuese un reto. Y algo aún mejor: su incumplimiento no conlleva un castigo, porque un Estado desbordado no puede saber cuántas y a qué horas sales, ni dónde te metes, ni con quién paseas, ni a dónde vas en ese tren. Y todo eso que haces no es para trasladar cadáveres ni organizar atracos, sino para ver a un amigo o visitar a tu madre. No, no será fácil; como país, esto es más complicado que repeler a un invasor: es repelernos a nosotros mismos. Ya se ha dicho que si lo hacemos rápido y bien, con las recaídas justas, volveremos a la normalidad cuanto antes; no se ha dicho tanto que, si nos creemos legitimados a saltárnoslo todo, acabaremos sin cabeza. El diablo del capítulo de Los Simpson, por cierto, era Ned Flanders. Es muy difícil todo.
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