Ciencia e innovación, la asignatura pendiente
América Latina importa ocho veces más propiedad intelectual de la que exporta, la proporción más elevada de cualquier región en el mundo, después de África

Uno de los rasgos más delicados de la coyuntura por la que atraviesa América Latina es que, más allá de la volatilidad e incertidumbre que invade el escenario internacional, parecen haberse perdido de vista algunos puntos muy finos de los cuales dependen en buena medida la innovación, la productividad y, por ende, el crecimiento. Veamos.
Un repaso rápido muestra problemas graves y acertijos variados. Desde las consecuencias que deriven del trumpismo 2.0 hasta el enconado ambiente de polarización política pasando por una nueva revolución tecnológica centrada en el desarrollo de la inteligencia artificial; el cambio climático y la transición energética; una migración internacional descontrolada; la crisis de inseguridad y crimen organizado; la destrucción democrática y una degradación en la calidad de la conversación pública.
Todo eso ya lo sabemos y observamos cada día.
Pero a lo anterior hay que agregar el extraordinario rezago que padecen los países emergentes como México en materia de investigación de frontera, innovación y generación de conocimiento, que está directamente emparentado con la deficiente formación de talento y la modesta producción ―desde las universidades o los centros especializados― de investigación y conocimiento que tenga impacto.
En eso, sin embargo, nos detenemos poco y no se limita a una discusión superficial sobre China, microchips, aranceles o científicos en potencia, sino a una realidad más compleja que ha lastrado por décadas el desarrollo de México y de América Latina (ALC).
Pongamos las cosas en perspectiva. Con la relativa excepción de México, gracias al libre comercio y la modernización económica que emprendió en los años noventa, en el promedio de ALC las materias primas representan todavía el 56% de sus exportaciones totales de bienes, y el 80% en el caso de las que van concretamente a China, lo que revela su escasa complejidad y bajo valor añadido. La región supone menos del 2% de las solicitudes de patentes en el mundo, y, de éstas, acaso una quinta parte son presentadas por inventores o investigadores latinoamericanos. ALC importa ocho veces más propiedad intelectual de la que exporta, la proporción más elevada de cualquier región en el mundo, después de África.
Es decir, en la medida en que las tecnologías y el conocimiento de vanguardia se aceleran existe el riesgo de que la región pueda quedarse nuevamente rezagada si no actúa de manera mucho más rápida y consistente. De alguna manera esto explica, para el caso mexicano, que el porcentaje del valor agregado manufacturero de lo que fabrica y exporta haya oscilado, según cálculos de ¿México cómo vamos? con datos de INEGI, apenas entre el 38% y 42% en las últimas dos décadas, y probablemente hace más claro el déficit del país en la producción doméstica de insumos y componentes más innovadores así como la atracción de proveedores más competitivos de terceros países -China por ejemplo-, por fuera de los acuerdos de libre comercio. Junto con otras razones, esa brecha creó los incentivos para que más empresas chinas se instalaran en México para ensamblar o fabricar productos que luego se venden en Estados Unidos. En 2002, por ejemplo, las exportaciones mexicanas a su vecino del norte contenían menos del 5% de componentes chinos en valor; en 2023 se estima que esa cifra supera el 21%.
En pocas palabras, esta es el rezago que no se quiere ver en ALC y del que México, por supuesto, no está a salvo, a menos que haga a un lado ocurrencias y buenos deseos, y, en cambio, diseñe y ejecute las políticas correctas durante un largo plazo para construir una economía más compleja, ágil y diversificada, sostenida en la formación de talento especializado y de alta calidad, en innovaciones puestas en valor y en el aumento de la productividad.
Por ejemplo, en el campo de la innovación y la creación de conocimiento se calcula que la cantidad de investigadores de tiempo completo en Iberoamérica ha aumentado de casi 443 mil a unos 642 mil entre 2013 y 2022, de los cuales 46% está en las universidades, un 33% en empresas privadas y públicas, y 19% en instituciones de I+D de carácter público. A nivel global se editan entre 21 mil y 40 mil revistas (indexadas o no, de acceso libre o no) y se publican unos dos millones de artículos en revistas científicas. La cantidad de artículos firmados por autores de ALC aumentó 64%, pero esta producción no se ha traducido en innovación y productividad creciente, o es muy desigual por país y sector, o de plano no tiene impacto evidente y medible. Este es un serio cuello de botella en la región y en el país.
Según el Global Innovation Index de la OMPI, en 2021 se presentaron cerca de 20 millones de solicitudes de patentes, registro de marcas y diseños industriales: 68.4% fueron en Asia y 1.1% en América Latina, y de ese total solo unas 16 mil provinieron de México. En 2024, de 133 países considerados en ese índice, México descendió al lugar 56, pero en patentes cayó a la posición 89. Más aún: entre numerosos aspectos importantes, dicho índice identifica que la espina dorsal de un sólido ecosistema nacional de innovación son los llamados clusters científicos y tecnológicos, es decir, regiones o ciudades enteras que “albergan universidades de renombre, científicos brillantes, empresas intensivas en I+D e inventores prolíficos para una colaboración que da lugar a invenciones que impulsan la innovación”.
Lamentablemente, México no tiene un solo cluster de este tipo entre los primeros 100 a nivel global, y en América Latina solo está Sao Paulo, Brasil.
Por su parte, en el World Competitiveness Ranking 2024 del International Institute for Management Development, la competitividad general de México descendió del número 53 en 2020 al 56 en la actualidad, sobre 67 países incluidos; en el capítulo específico de infraestructura científica cayó del lugar 48 al 56 y en la tecnológica al 63.
Ahora bien, si la mayor parte de la investigación se hace en las universidades (o eso parece), ninguna mexicana califica entre las 100 más importantes del mundo en los rankings (salvo la UNAM en uno, el QS, donde se ubica en la posición 93 sobre 1497, y solo en un indicador, “reputación académica”, de los cinco que usa). Este déficit es notable si recordamos que muchas innovaciones importantes han surgido precisamente de esos centros académicos. La tecnología para la tomografía axial computarizada (TAC) fue patentada por investigadores de Georgetown University; la primera versión del cinturón de seguridad para vehículos surgió en Cornell; algunas aplicaciones tempranas de celdas solares salieron del MIT; las vacunas antigripales en la universidad de Rochester; las primeras versiones del ultrasonido en la universidad de Viena y así sucesivamente. Esto es lo que se llama hacer investigación aplicada con incidencia, pertinencia, rentabilidad e impacto, en donde México puede aportar más, como ya sucedió en el siglo pasado por ejemplo con la TV a color o algunos dispositivos nanotecnológicos para tratamientos médicos.
Puede decirse, en descargo, que hay mucha investigación y publicaciones por ejemplo en artes, humanidades y ciencias sociales de excelente calidad y ciertamente muy importante en términos culturales, educativos e incluso éticos y estéticos, pero para efectos de innovación, productividad y competitividad para el crecimiento económico, su valor es distinto.
La evidencia internacional es categórica: los países que prosperan en forma rápida, sólida y sostenida están haciendo algo que va mucho más allá de abrir universidades, ampliar la oferta, ofrecer becas o hacer declaraciones al vapor. Parece claro, sin embargo, que los gobiernos no lo entienden y debieran saber que, como pasa en política, también en el universo de la investigación y el conocimiento el engaño es, frecuentemente, autoengaño.
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