El imperio de la mentira
Que la Verdad con mayúscula sea tartamuda o telegráfica no la hace sinónimo de debilidad o demencia
Uno debe procurar el sano ejercicio y búsqueda constante de lo Bello, lo Bueno y lo Verdadero, sobre todo y cuantimás en esta era en la que se ha sedimentado y multiplicado el culto a todo lo Feo, lo Malo y lo Falso. Vivimos el Imperio de la Mentira, que pasó de la simple simulación o despiste a la descarada Falsedad. El terminajo de Posverdad se ha embalsamado en la saliva y en distintos idiomas con una ligereza que parece perdonada o digerida y se ha exonerado de la conciencia el aplastante peso negro de la Fealdad (como estética tolerada y sujeta al simple silogismo de los gustos), el apestoso y luciferino daño de la Maldad y sí, la sigilosa y siniestra Mentira.
Donald J. Trump ha vuelto a marcar la pauta de su destreza como mentiroso. Capaz de negar que su pelo es amarillo, aún flameando en el aire que intenta cubrir su cráneo calvo, Donald Trump ha sido capaz de acusar al Otro como criminal o ilegal siendo él mismo ya un criminal convicto; se mofa sin respeto alguno del Otro y los demás por esa cínica comodidad en la que el Mentiroso se apoltrona impune: la endeble y vacilante Verdad o verdades que lo callarían de bruces. Lamentablemente, la Verdad o verdades que deberían imponerse como mazo inobjetable se vuelven taquicardia, pausa de silencio incómodo y ligazón de lapsus. Al presidente Joe Biden se le lengua la traba y quizá sin darse cuenta dice una costra por osa y anda levitando en una nebulosa inasible donde él y sólo él ve que le extiende la mano su amigo invisible.
Que la Verdad con mayúscula sea tartamuda o telegráfica no la hace sinónimo de debilidad o demencia; al contrario, hablemos de la Verdad que llega a los labios con una adrenalina de justicia y un fervor de honestidad ante la banalidad rubia y la malicia disfrazada de corbata roja y aceptemos que la ira automática con la que se antoja sellarle el hocico al Mentiroso se enreda en saliva y se atora en la punta de la lengua cuando se asume un mínimo de serenidad y decencia para enfrentar al azufre. Dado que optamos por el silencio o el mínimo parlamento ante la bravata o espumoso soliloquio, parecemos de pronto Biden balbuciente, gafas oscuras sobre las pupilas desconcertadas y en la pantalla dividida como espejo milennial: la boca fruncida, los párpados anaranjados y el cráneo amarillo ondeando cómodamente con la mirada lánguidamente fija en el Imperio de la Mentira.
En una novela de próxima aparición el protagonista vive convencido de que Todo, Absolutamente Todo es Falso. Nuestro héroe se llama Adalberto y así como descubre erratas en su Acta de Nacimiento y la inexistencia de la Academia de donde se creía Graduado, así también se resigna al descubrir que las papas fritas traen sabores artificiales y que los chicles no se hacen con fruta; se fija en las etiquetas de las prendas que se venden como gamuza que no son más que cortes de un polímero fabricado en China con mano de obra esclava y allí pasa a las mentiras geograficas de ciertos mapas que confunden el kilometraje de las carreteras y las sutiles mañas del Código Penal y las mentiras como fábulas infantiles que aparecen en la Biblia y en no pocas Constituciones Politicas… y de allí pasa a los discursos presidenciales y las mentiras cotidianas y aprende entonces a acostumbrarse a edificios que son adefesios y maldades descaradas que no son detectadas por el VAR en el fútbol o por los vecinos que se roban el internet o las empresas que hinchan cifras y los cajeros que rasuran el cambio de las monedas… y un posible derrotero que cobra entonces la novela se encamina a la contundente aceptación de que hay Verdad con mayúscula o verdades dispersas que simplemente no conviene conocer ni revelar.
Quizá entonces, el Imperio de la Mentira que nos rodea como neblina y costumbre no sea más que la inevitable circunstancia de esta época: abonar y luego simular que todo es positivo e inobjetable, que la inmensa mayoría es feliz a pesar de todo lo contrario y que los números mienten. Quizá la Mentira mayúscula que se ha impuesto sea no más que el espejo distorsionado donde todo lo que creíamos contemplar es precisamente todo lo que no vemos.
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