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Política exterior mexicana
Tribuna
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La cabeza en Estados Unidos y el corazón en Latinoamérica

Las sintonías de López Obrador con el bloque bolivariano, mucho más que con el nuevo progresismo latinoamericano, lo ayudan contrarrestar la intimidad con Estados Unidos

Gustavo Petro, presidente de Colombia, con López Obrador en Palacio Nacional, en noviembre de 2022.
Gustavo Petro, presidente de Colombia, con López Obrador en Palacio Nacional, en noviembre de 2022.HENRY ROMERO (Reuters)
Rafael Rojas

En un momento de la entrevista con la periodista rusa Irina Afinogenova, el presidente, Andrés Manuel López Obrador, dijo que la transformación de México que él encabeza equivale a una revolución pacífica. Dijo también que precisamente por ese carácter pacífico, su revolución tendrá éxito, no como otras revoluciones latinoamericanas que habían fracasado.

Hábilmente, la periodista interrumpió a López Obrador para preguntarle qué revoluciones latinoamericanas habían fracasado. La respuesta del presidente es un breve compendio de su política exterior: “No lo podía decir”, pero se refería a procesos históricos que “sí habían traicionado al pueblo” ¿En qué revoluciones ―así, en plural― pensaba el mandatario mexicano?

Las redes sociales especularon con los nombres de algunos países: Cuba, Venezuela y, sobre todo, Nicaragua. Fuera cual fuera el que tenía en mente, el fraseo del presidente resumía su manera casuística de interpretar y aplicar la Doctrina Estrada y el principio constitucional de no intervención en asuntos internos y autodeterminación de los pueblos durante este sexenio.

Probablemente, esta sea la Administración mexicana que registra más conflictos diplomáticos con Gobiernos latinoamericanos en las últimas décadas. Diversos grados de tensión, que pasan por el intercambio de declaraciones ríspidas entre mandatarios, el retiro de embajadores y la ruptura de relaciones, han tenido lugar con Panamá, Bolivia, Perú, Ecuador y Argentina.

La fricción ha sido especialmente intensa en los tres países andinos, donde se ha repetido un mismo libreto. En tres contextos políticos disputados, López Obrador ha exhibido públicamente su respaldo a Evo Morales, Pedro Castillo y la candidata del correísmo en Ecuador, Luisa González. En los tres, ese respaldo se tradujo en operaciones de rescate consular, vía el derecho de asilo: de Morales en 2019, de Castillo en 2022 y de Jorge Glas, exvicepresidente de Rafael Correa, en 2024.

El único de los asilos que logró consumarse fue el de Morales, ya que tanto el de Castillo como el de Glas fueron evitados por sus respectivos arrestos, que en el segundo caso incluyó un asalto militar a la embajada de México en Quito, ampliamente impugnado en foros globales, regionales e interamericanos.

El posicionamiento de México a favor de corrientes específicas de la izquierda andina ha producido tiranteces y rupturas con gobiernos de la región, como los de Jeanine Áñez en Bolivia, Dina Boluarte en Perú y Daniel Noboa en Ecuador. A la vez, ese posicionamiento ha propiciado el asilo en México de ex integrantes del gabinete de Rafael Correa y familiares y allegados de Pedro Castillo.

En las redes del partido oficial Morena, y en algunas de sus dependencias, como el Instituto Nacional de Formación Política, el respaldo al MAS boliviano, la tendencia de Castillo en Perú y el correísmo en Ecuador ha sido enfático en los últimos años. Esas redes, que incluyen al Grupo de Puebla, un foro regional con posiciones cercanas a la Alianza Bolivariana, promueven una diplomacia ideológica que entra en contradicción con la Doctrina Estrada y el principio de no intervención.

En este sexenio, los vínculos del Gobierno mexicano con Cuba, Nicaragua y Venezuela han ido más allá del tradicional rechazo a las sanciones de Estados Unidos y la defensa de las soberanías regionales. López Obrador invitó al presidente cubano Miguel Díaz-Canel y a parte de su gabinete a un desfile militar en el Zócalo, dos meses después de la represión del estallido social en Cuba, en julio de 2021, que dejó como saldo más de 1400 personas encarceladas, muchas de ellas todavía en prisión.

En estos días, al cumplirse un aniversario más de las protestas de abril de 2018, en Nicaragua, México anunció que financiará ocho megaproyectos del Gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo, algunos relacionados con agricultura, ganadería y medio ambiente, esferas en las que el régimen nicaragüense ha mostrado un fuerte compromiso con agendas extractivistas y anticomunitarias.

En relación con Venezuela, los nexos han estado más controlados, pero el Gobierno mexicano, que ha facilitado diálogos entre oficialistas y opositores venezolanos, no ha querido acompañar la iniciativa de Lula da Silva, Gabriel Boric y Gustavo Petro de presionar a Nicolás Maduro para que respete las reglas del juego y asegure elecciones competidas a fines de este año.

La ideologización de la diplomacia mexicana se produce bajo un Gobierno que ha llevado la integración a América del Norte y el entendimiento con la Casa Blanca a un grado de intimidad desconocido hasta ahora. El presidente López Obrador ha sido amigo personal de Donald Trump y Joe Biden, y estos le corresponden públicamente en su afecto, mientras la colaboración bilateral, más allá del TMEC, en temas de seguridad, por ejemplo, se conduce por medio de reuniones mensuales al más alto nivel.

No se trata de una paradoja sino de una compensación deliberada. López Obrador tiene la cabeza en América del Norte y el corazón en Latinoamérica y esa dualidad se manifiesta racionalmente en su política exterior. Sus sintonías con el bloque bolivariano, mucho más que con el nuevo progresismo latinoamericano, lo ayudan contrarrestar la intimidad con Estados Unidos.

Los contrapesos no son nuevos en la política exterior mexicana: fue lo que hicieron Lázaro Cárdenas con la España republicana, Adolfo López Mateos con la Cuba revolucionaria, Luis Echeverría con el Chile de Salvador Allende y José López Portillo con la Nicaragua sandinista. Solo que ninguno de los Gobiernos con los que México ahora se “solidariza” representa algo equivalente a aquellas revoluciones, como reconoce el propio López Obrador.

Hay un efecto mimético o de mala copia de aquella tradición diplomática en la actual política exterior mexicana. Ese efecto se confirma en el desaseo y la conflictividad que el presidente imprime a una de las gestiones internacionales más rigurosas del siglo XX latinoamericano. La vuelta a la mala práctica de reemplazar diplomáticos de carrera con aliados políticos es otra prueba del deterioro. A seis años de su llegada al poder, López Obrador y Morena quedan muy por debajo de las expectativas que, en materia diplomática, despertó el primer gobierno de la izquierda mexicana en este siglo.

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