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Columna
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Patkë’mët. Lo olmeca, lo prehispánico y las mujeres indígenas

La escultura ‘Tlali’ nos dice simbólicamente: ustedes siempre han sido indígenas y esa opresión las define, les es esencial

Yásnaya Elena A. Gil
Una mujer durante una ceremonia de la comunidad Seri el 30 de junio de 2021.
Una mujer durante una ceremonia de la comunidad Seri el 30 de junio de 2021.Norte Photo (Getty Images)

“Queda pendiente la historización de nuestras sociedades”, me dijo la antropóloga kaqchikel Aura Cumes durante una entrevista que tuve el privilegio de hacerle y en donde plantea un cuestionamiento sobre la idea del “patriarcado ancestral” propuesto por las compañeras del feminismo comunitario. Esta tarea de “historización” necesita hacerse desde nuestros pueblos, desde las mujeres y desde nuestras lenguas como su acercamiento al Popol Vuj revela. La urgencia de esta tarea enfrenta varios tipos de retos, el primero, como la misma Aura lo señala, las tareas de resistencia al colonialismo, al racismo y al patriarcado actuales nos absorben un tiempo que podría ser dedicado a este proceso necesario; por otro lado, el acercamiento a las fuentes, arqueológicas o escritas, está custodiado por el acceso a ciertas herramientas que están confinadas sobre todo en el mundo académico en donde un muy bajo porcentaje de personas pertenecientes a los pueblos indígenas puede acceder, sobre todo si se trata de mujeres.

A todo esto, hay que agregar que el tipo de fuentes escritas que tenemos, por ejemplo, para el periodo virreinal, se han privilegiado las fuentes escritas en español y desde la voz de quienes crearon estos documentos atravesados por sus objetivos e intereses con fuerte acento en la narrativa de los varones, esa es la visión que termina constando en la historia oficial, como apunta Cumes.

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Las grandes asimetrías opresivas han tenido diversos efectos sobre la población indígena en la actualidad, por un lado, nuestra historia ha sido narrada en español o inglés y el acceso que tenemos a ella termina estando filtrada por la historia nacionalista. Del otro lado tenemos la rica tradición de la memoria (conocida también como tradición oral) que ha sido el mecanismo principal que va perdiendo una parte de considerable de su fuerza con la pérdida de las lenguas que la contienen. El diálogo crítico entre diversas fuentes y diferentes lenguas puede arrojar una historización compleja que ponga en crisis la narración histórica que se ha hecho del diverso pasado de lo que hoy se nombra bajo la categoría de “pueblos indígenas” en esta región del mundo. Por fortuna, cada vez hay más exploración crítica de fuentes en una diversidad de lenguas y archivos en la que participan mujeres indígenas, como Josefa Sánchez del pueblo zoque, Beatriz Cruz y Zaira Hipólito del pueblo zapoteco y Yeimi López del pueblo mixteco, por mencionar solo algunas.

Uno de los efectos de esta suplantación en la voz narrativa del pasado histórico de los muy distintos pueblos indígenas ha sido por un lado la creación de la condición “indígena” como un rasgo esencial ahistórico para definir a nuestros pueblos y, por otro, la creación de la categoría “prehispánico” como un periodo más o menos uniforme de tiempo en donde el quiebre fundamental de la historia de nuestros pueblos se fija con la llegada de “lo hispano”.

Estas dos operaciones ha sido realizadas desde la creación de la historia oficial y al parecer siguen bastante vigentes y no han sido puestas suficientemente a debate, como lo evidencia la misma propuesta de colocar una interpretación de “cabeza de mujer olmeca” equivalente a “mujer indígena” en lugar de la estatua de Cristóbal Colón en Paseo de la Reforma. Esta propuesta aún no es definitiva porque, ante diversas quejas, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheibaum, anunció que sería un comité el encargado de decidir qué pieza sustituiría la de Colón.

No es aquí mi intención hablar de los valores estéticos de la pieza propuesta por el escultor Pedro Reyes, no tengo la suficiente capacidad ni elementos para hacer una crítica desde ese campo; lo que me interesa es hablar de cómo esa propuesta para rendir un homenaje a las mujeres indígenas se sigue inscribiendo en la tradición nacionalista de fortalecer el rasgo “indígena” como un elemento ontológico y ahistórico de nuestros pueblos y por otro de fortalecer lo “prehispánico” como un repositorio monolítico también ahistórico de donde tomar elementos que pueden ser combinados sin mayor análisis.

Como diversos historiadores y lingüistas han evidenciado, el significado actual de la palabra indígena no se corresponde con su significado etimológico. En la discusión que se desató en torno de la escultura llamada Tlali, algunas voces salieron a decir que “todas las personas somos indígenas” porque “indígena” significa “originario de algún lugar” (en realidad sería algo como “nacido allí”). Un error común es precisamente este: confundir significado etimológico con significado actual. En la actualidad, “indígena” se aplica a los pueblos que han sufrido colonialismo y que en los procesos de conformación de los estados-nación no formaron uno independiente y quedaron dentro de alguna de estas entidades sociopolíticas. Es importante mencionar también que este uso actual y no etimológico de la palabra “indígena”, está reconocido en el marco legal de México y en el marco jurídico internacional, este uso se fue consolidando durante el siglo XIX. Para la corona española, nuestros pueblos fueron categorizados como indios y para el Estado mexicano como indígenas.

El historiador Sebastian van Doesburg proponía que, si arbitrariamente colocáramos el inicio de la historia de los pueblos mesoamericanos con la domesticación del maíz, tendríamos aproximadamente nueve mil años de historia de los cuales 500 hemos sido categorizados como indios y 200 años como indígenas. Antes, en esos 8500 años de historia nuestros pueblos experimentaron procesos y sucesos históricos de muy diversa índole, nuestras lenguas fueron cambiando, los territorios se reconfiguraron una y otra vez, diversas estructuras sociopolíticas emergieron y desaparecieron; todo eso sucedió sin que fuéramos categorizados como indígenas. Fuimos mixe-zoqueanos u otomangues sin ser indígenas y ese hecho nos permite imaginar un futuro en el que podamos volver a ser mixes sin ser necesariamente indígenas.

¿Qué sucede con los pueblos yumanos o el pueblo seri con los que ahora compartimos el rasgo “indígena” pero cuya historia es distinta a los de los pueblos mesoamericanos? Las mujeres yumanas y las mujeres mixes somos mujeres indígenas en la actualidad, compartimos ser categorizadas como indias desde hace cinco siglos y como indígenas desde hace dos. Ser indias o indígenas es un lugar en la historia colonial, pero no es lo que hemos sido siempre ni es todo lo que somos. Desde estas consideraciones, las mujeres olmecas, por fortuna, no fueron mujeres indias ni mucho menos indígenas de modo que, elegir una “cabeza olmeca” para representar una mujer indígena, estira la categoría indígena hasta llegar a cubrir cuatro mil años atrás y refuerza así la idea de que es un rasgo ontológico y esencial de nuestros pueblos, niega de nuevo la urgente y necesaria “historización” de la que habla Cumes. Tlali nos dice simbólicamente: ustedes siempre han sido indígenas y esa opresión las define, les es esencial.

Por otro lado, la creación de lo “prehispánico” como una masa de tiempo uniforme permite que lo sucedido durante esos miles de años sea más o menos igual de relevante y combinable. Así es que se le puede poner un nombre en náhuatl a una escultura olmeca, obviando el hecho de que la población nahuahablante llegó en tiempos relativamente recientes a la región nombrada como Mesoamérica. No importa que las evidencias de escritura olmeca e epiolmeca evidencien el uso de lenguas mixe-zoquenas radicalmente distintas a las lenguas de la familia yutonahua (el persa y el español tienen más características en común como lenguas indoeuropeas que el zoque y el náhuatl), tanto lo olmeca como lo nahua pertenecen a ese cajón prehispánico del que se pueden tomar elementos y combinarlos a gusto de la historia oficial.

Entre el establecimiento de San Lorenzo (ciudad olmeca) y el de Teotihuacán hay aproximadamente 2.000 años de diferencia (el cuádruple de tiempo de los 500 que se conmemoran este año), entre la fundación de San Lorenzo y Tenochtitlan hay aproximadamente 3.300 años de diferencia. Ponerle un nombre nahua a una cabeza olmeca es un síntoma que niega la historización de nuestros pueblos, un síntoma presente en la narrativa oficial que muy poco ha cambiado, como la propuesta de Tlali nos lo ha evidenciado.

Hablando de la descolonización que se ha propuesto desde las voces oficiales a últimas fechas, es importante apuntar que esta no puede darse sin la necesaria historización de nuestros pueblos de la que habla Aura Cumes y en esta tarea son nuestros pueblos los que deben ser los protagónicos. Solo así, tal vez, podamos pensar que se trata de un serio planteamiento de descolonización, de otro modo, solo se tratará de nuevo de la captura del léxico utilizado por las luchas de una buena parte del movimiento indígena.

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