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Columna
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Nëwemp. La constitución que no fue

La lucha para que el estado mexicano reconozca a los pueblos indígenas como naciones que pre-existen a su establecimiento, y no solo como un grupo de ciudadanos mexicanos peculiares, ha sido larga.

Un hombre frente a un letrero en protesta de la privatización del agua en México.
Un hombre frente a un letrero en protesta de la privatización del agua en México.Seila Montes (EL PAÍS)
Yásnaya Elena A. Gil

El agua es propiedad de la nación y por lo tanto las instituciones determinan a quien concesionan su aprovechamiento” nos repetían una y otra vez los funcionarios. Ante esas aseveraciones repetíamos una y otra vez que, sobre nuestro territorio, como pueblos indígenas, tenemos derecho a la libre determinación. “¿Por qué tendrían ustedes que tener ese privilegio sobre otros mexicanos? ¿Son acaso ciudadanos con derechos especiales? En este país todos somos iguales ante la ley. La Constitución Mexicana lo dice en su artículo 27, ustedes no son propietarios del agua”. Esta misma queja, la de concebir los derechos de los pueblos indígenas como derechos especiales que anulan el principio de la igualdad ante la ley es una idea muy frecuente de ciertos intelectuales orgánicos de las democracias liberales. Durante muchísimo tiempo las comunidades mixes habían podido beber y aprovechar las fuentes de agua de sus territorios sin tener títulos de concesión otorgados por las instituciones del Estado. Dado que el agua como los minerales que están en el subsuelo se consideran esencialmente propiedad de la nación, es decir, en este caso, propiedad del Estado, éste se toma el derecho de concesionar o dar permiso a las empresas para explotar el agua y los minerales en territorios de los pueblos indígenas sin tomar en consideración su voluntad o las afectaciones que puedan tener, ése ha sido su comportamiento sistemáticamente. Si el Estado decide crear grandes presas hidroeléctricas, entonces desaparece comunidades enteras de pueblos indígenas que son desplazadas de su territorio sucedió con pueblos mazatecos y chinantecos a mediados del Siglo XX. Estas acciones se contraponen y entran en conflicto con el derecho a la autonomía y a la libre determinación de estos pueblos cuyo reconocimiento y respeto por parte del Estado se ha peleado tanto. ¿Por qué la pertenencia a un pueblo indígena nos otorga el derecho a disponer de un territorio en autonomía y libre determinación mientras que a otros ciudadanos mexicanos no?

Tras esa pregunta hay un hecho histórico que pone en crisis la legitimidad del Estado mexicano. Supongamos, en un ejercicio de la imaginación, que los distintos pueblos y naciones que llamamos indígenas, que constituían aproximadamente el 70% de la población a principios del Siglo XIX, hubieran determinado por libre voluntad y con plena conciencia de sus implicaciones fundar en conjunto con la población afrodescendiente y la minoría criolla una confederación de naciones. Una de las consecuencias de esa deliberación imaginaria hubiera sido que ese pacto confederado tuviera como entidades integrantes a los pueblos y comunidades indígenas además de unidades conformadas por pueblos afrodescendientes y entidades de las minorías criollas. Supongamos que el pueblo mixteco, cuyo territorio actual abarca una buena parte del Estado de Oaxaca, otra parte de Guerrero y Puebla, hubiera determinado pactar su unión junto a otros pueblos bajo una misma república, en este caso, el pueblo mixteco con su territorio se hubiera convertido en una entidad de esa federación, dicho en otras palabras, en una entidad federativa. En este contexto imaginado, lo mismo sucedería con el territorio del pueblo maya, ahora dividido entre Campeche, Yucatán y Quintana Roo, si hubieran determinado establecer un pacto confederado que los uniera al pueblo mixteco y a otros muchos pueblos distintos; en esta realidad hipotética, su territorio completo, sin las divisiones actuales, correspondería a otra entidad federativa y lo mismo sucedería con el amplio territorio del pueblo rarámuri. Las entidades federativas corresponderían, en gran medida, a los pueblos que hoy llamamos pueblos indígenas. Cada uno de estos territorios serían las unidades que, en un ejercicio libre y soberano, formarían parte de la unión. Es muy probable que el nombre de esta confederación no hubiera sido México, tendría tal vez un nombre surgido de una amplia discusión y los términos en los que esta joven confederación pretendía funcionar hubieran podido plasmarse en una Constitución escrita, muy probablemente, en múltiples lenguas (en todas las lenguas que hablaran las unidades que conformaran este pacto) y surgida de un congreso constituyente en los que las naciones confederadas hubieran tenido participación activa y voluntaria hasta ponerse de acuerdo en los términos de su pacto de unión. La delegación mixe que hubiera participado en ese hipotético congreso, habría sido previamente elegida en múltiples asambleas comunitarias para representar la voluntad de los pueblos en la constituyente. Imagino cómo la delegación conformada por representantes de las comunidades purépechas habría insistido en la necesidad de que cada entidad de la unión tuviera total libertad de gestionar sus territorios con base en sus valores culturales y en las relaciones que cada una había establecido con la naturaleza. Antes de signar el pacto, las delegaciones participantes de la asamblea constituyente hubieran discutido cuál era el objetivo de crear esa gran confederación y qué los llevó en primera instancia al deseo libre de unirse. La división política de esta unión sería muy distinta a los límites territoriales internos que establecen actualmente las 32 arbitrarias entidades federativas, límites que atentan y que no respetan los territorios de los pueblos originarios. Muy probablemente esta hipotética confederación estaría conformada por más de 32 entidades federativas, tal vez el doble. Imagino.

Pero no sucedió así. Las naciones que pre-existimos a la creación de México jamás fuimos invitadas a formar parte de esa entidad, ninguna representación colectiva del pueblo mixe o del pueblo purépecha participó de ninguno de los congresos constituyentes por los que este país ha atravesado, desde la de Apatzingán hasta la de 1917 y todas las reformas que se le han hecho a esta última. Las constituciones han sido redactadas en una sola lengua y ningún parlamento indígena se ha constituido a lo largo de estos tortuosos doscientos años. Los territorios de los pueblos indígenas quedaron divididos por la creación de los límites nacionales y de los límites internos de las 32 entidades federativas. Los pueblos indígenas quedamos atrapados, encapsulados, en esta entidad legal que llamamos México, producto del deseo criollo. Aún más, la Constitución nos desconoció como entidades colectivas y nos convirtió legalmente en ciudadanos, la Constitución nos leyó sólo como individuos concretos con los que establecía un pacto y no como pueblos. La idea de territorio nacional desconoció nuestros territorios que se convirtieron desde entonces en “propiedad de la nación”, con sus aguas, su aire y sus minerales en el subsuelo. Los manantiales del territorio mixe se convirtieron en manantiales mexicanos y es por eso que ahora no obligan a que sea la Comisión Nacional del Agua quien nos extienda un permiso para beber de ellos. A todas luces, un país así que no surge de un pacto confederado de los pueblos, comunidades y culturas que lo habitan, si no de la imposición de unos cuántos, es de origen, ilegítimo.

La lucha para que el estado mexicano reconozca a los pueblos indígenas como entidades colectivas, como naciones que pre-existen a su establecimiento, y no solo como un grupo de ciudadanos mexicanos peculiares, ha sido larga. La lucha para que se respete la autonomía y la libre determinación que las naciones llamadas indígenas tienen sobre su territorio se ha reflejado un poco en el marco legal, el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, un convenio vinculante que obliga a los estados a reconocer el derecho a la autonomía y a la libre determinación de los pueblos indígenas fue ratificado por el Estado mexicano en 1990 y en 1992 se hizo un agregado al Artículo 4to de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en el que se reconoce solamente la pluralidad cultural del país. Como una respuesta al levantamiento zapatista de 1994 y a los Acuerdos de San Andrés firmados por el gobierno mexicano en donde se recogían muchos de los reclamos de los pueblos indígenas de México, en 2001 se realizó una tibia reforma constitucional al Artículo 2do que reconoce el derecho a la libre determinación pero que lejos está de dar cumplimiento a todo lo que se había plasmado en los Acuerdos de San Andrés. Para estas reformas constitucionales no se ha creado ningún parlamento indígena ni representaciones de los pueblos indígenas han sido parte, como entidades colectivas, de la actividad legislativa de la que han surgido estas modificaciones.

En todo caso, aunque la Constitución mencione muy cautelosamente el derecho a la libre de determinación de los pueblos indígenas sobre sus territorios, la llamada brecha de implementación es abismal. Otra realidad existiría si la Constitución hubiera emanado de la voluntad libre de pueblos y naciones que, en un deseo compartido, se hubieran confederado para lograr algunos objetivos comunes manteniendo su derecho a la libertad y a la soberanía. Todas estas posibilidades que nunca se materializaron imaginaba yo cuando la voz cada vez más altisonante del funcionario en cuestión nos repetía una vez más que el agua de nuestro territorio es propiedad de la nación y que son las instituciones, sus instituciones, las que deciden sobre ella.

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