Trump también pulveriza la vida en la frontera
La batería de medidas firmadas por el presidente de EE UU en la primera semana de su Gobierno deja en vilo tanto a migrantes como a empresarios, entre los que se cuela el miedo al crimen organizado y a una recesión económica
Algunas palabras en la frontera mexicana se han apagado con los días. Hay cosas que ya nadie dice más. “Ojalá se le ablande el corazón”. “Quizás espera mientras acomoda su Gobierno”. “Puede conceder una prórroga, un período de gracia, ¿no?”. En solo una semana, Donald Trump ha pulverizado la esperanza. El nuevo presidente de Estados Unidos ha cerrado la aplicación que servía para pedir asilo, ha anunciado un despliegue militar y aranceles del 25% para México y Canadá, ha tratado de quitar el derecho de nacionalidad por nacimiento y ha empezado a deportar. También ha proclamado: “Comienza la edad de oro de Estados Unidos”. No se lee igual del otro lado, donde el miedo y la incertidumbre no dejan dormir ni a migrantes ni a empresarios.
Una línea de más de 3.500 kilómetros separa México de Estados Unidos. Un límite vigilado por drones, sensores de movimiento, helicópteros y agentes de seguridad. Además, un muro, y, en toda la parte texana, también un río. A pesar de eso, cada día cruzan por los puentes miles de tráileres cargados de las maquiladoras; los mexicanos pasan para dar clases, comprar ropa o para que nazcan sus hijos, y los estadounidenses para ir al dentista y comprar los medicamentos que ya no se pueden permitir en su país. “Hay una interdependencia bien compleja, de ambos lados”, explica Emilio López, investigador del Colegio de Chihuahua, “somos una comunidad transfronteriza, no se puede separar, aunque se quiera”. Y Trump quiere.
El discurso del presidente, que tuvo a la migración de sparring toda la campaña, colocó a la frontera sur como una especie de territorio invadido sin ley. Él iba a poner orden. El primer puñetazo llegó en los primeros minutos de su Administración. Cuando aún estaba dando su discurso inaugural, la aplicación CBP One dejó de funcionar, canceló todas las citas programadas para solicitar asilo y dejó a miles de personas a las puertas. Algunos grupos estaban incluso ya formados en fila en los puentes fronterizos, donde iban a ser recibidos después de una espera de meses. “Jugar así con uno no es humano”, resume José Loaiza, quien salió de Colombia con su familia por las amenazas, después de que mataran a su hijo. “No podemos ir para delante ni para atrás, nos hemos quedado como en medio del desierto”, añade su esposa, Margelys Tinoco. Hubo otro futuro, pero se quedó a un paso.
No es momento para encontrar en Ciudad Juárez a alguien que sepa de horizontes. “Ni las propias autoridades americanas saben qué va a pasar, menos nosotros”, dice a EL PAÍS Enrique Serrano, coordinador del Consejo Estatal de Población (Coespo) que forma parte de la estrategia migratoria mexicana, “entonces, todo son meras especulaciones”. El que fuera alcalde de Juárez reconoce que no hay información de cómo van a ser las anunciadas deportaciones masivas: “Sabemos que se harán, pero no sabemos cuándo, ni por dónde, ni qué cantidad. ¿Van a deportar a mil o a millones?”.
Por si acaso, el Gobierno está levantando en Juárez unas carpas con capacidad para albergar 5.000 personas. En el terreno al que una vez llegó el papa Francisco se va a recibir ahora a los mexicanos deportados, cuando lleguen, si llegan, en grupos de cientos. Las lonas y los hierros no protegen contra el viento que traen estas montañas ni contra un frío a bajo cero. Pero en un escenario cada vez más probable, los 32 albergues de la ciudad —la mayoría gestionados por organizaciones religiosas— no serán suficientes. Solo desde el lunes, la ocupación ha subido del 40% al 60%.
El cierre del único sistema con el que pedir refugio en la frontera ha dejado en Ciudad Juárez ya a unos 3.500 migrantes varados. Entre los que aguardan se cuela la tristeza de Sol Petit, una maestra venezolana que tenía cita para el 29 de enero y esperaba reunirse en EE UU con sus hijos de 10 y 16 años; o el miedo de Isabel (nombre ficticio), que salió de Puebla, en el centro de México, con sus tres hijos pequeños después de que su marido, policía, la golpeara hasta casi matarla: “¿A quién iba a pedir ayuda?”. No puede regresar a su pueblo, explica, por si hiciera falta. En México son asesinadas cada día 10 mujeres.
La violencia es lo que más nombran aquellos que salieron con la historia de su país a cuestas. Francisca Morales y su pareja, Mercedes, huyeron de Guatemala tras una brutal agresión: “Allá hay todavía mucha homofobia, no podemos estar”. Si pudieran, regresarían. En los dos años que llevan en Ciudad Juárez, han estado nueve meses secuestradas por el crimen organizado, han sufrido robos, extorsiones, palizas y también una violación. Han puesto todas las denuncias ante la Fiscalía y con esfuerzo han vuelto a empezar. “Dirán estos [migrantes] andan aquí bien felices, pero no, solo uno sabe qué cruz carga”, dice la joven, de 27 años. Ellas ya no quieren pasar a Estados Unidos y tratan de regularizar su situación en México, pero el regreso de Trump también les impacta, sobre todo la amenaza de la deportación masiva: “Tengo miedo de que lo haga y que aquí solo puedan ayudar a los mexicanos, porque ¿qué hacemos si nos sacan? Yo prefiero estar aquí sufriendo en algunas cosas a que me maten en Guatemala”.
La vuelta de las deportaciones
Juárez serpentea, alargada, a la sombra del muro. Llena de polvo y casas deshechas, esta ciudad fue en 2009 la más peligrosa del mundo, también la más letal para las mujeres. Soportó el título algunos años mientras duró la llamada guerra contra el narco, iniciada por el entonces presidente Felipe Calderón. Ya bajó del primer puesto —ahora suele estar en los 10 primeros—, pero resisten las heridas. Colonias sin alumbrado ni transporte público, fraccionamientos enrejados a los que no llega el agua, localidades del Valle de Juárez que perdieron en unos años la mitad de su población y todavía no la han recuperado: “Se fueron, los mataron o los desaparecieron”, resume el activista Alejandro Mono González.
En ese escenario, alcaldes y gobernadores pactaron hace ya 15 años que los deportados desde Estados Unidos no llegaran a este trozo de frontera. Eran carne de cañón para el crimen organizado. El acuerdo se respetó hasta este lunes, explica el investigador Emilio López. “Trump también lo cumplió en su primer mandato. El último grupo grande de retornados fue de 38 personas en 2020″, detalla el especialista en políticas migratorias de la Universidad Autónoma de Chihuahua. Pero todo ha cambiado ahora. En esta primera semana son ya más de 300 los mexicanos deportados en Juárez, la mayoría grupos de jóvenes, que salieron de Estados estrujados por la violencia: Michoacán, Chiapas o Veracruz.
Dominic es uno de ellos. Lo agarró la patrulla de Estados Unidos nada más cruzar el muro, unos días antes de la llegada de nuevo de Trump. Corrió hora y media, pero aun así lo alcanzaron. Lo llevaron al centro de detención de El Paso, donde, dice, hay más de 1.500 personas esperando a ser deportadas. Sin cordones en las zapatillas y la voz tranquila, cuenta que él ya vivió tres años en Estados Unidos. Trabajaba sin papeles en el campo de Florida en jornadas de 12 horas. Aun así, es mejor eso que la vida en Zamora (Michoacán), donde solo ve morir a sus amigos. Regresó a México porque su padre estaba muy enfermo, ahora ya quiere volver arriba. “A mí la parte económica no me importa tanto, porque en México también puedo estar estable, pero es demasiada la inseguridad”, cuenta el muchacho. Como todos los que tratan de entrar de forma irregular, Dominic pagó miles de dólares a un coyote.
“El muro está privatizado por el narco”, explica Mono González, “hace 15 años cualquiera podía cruzar de mojado, pero ahora eso es imposible”. En el pueblo de La Caseta, donde el activista ha creado Okuvaj, el único espacio cultural para jóvenes del Valle de Juárez, termina el muro. En esta localidad pequeña, donde hace ya una década que no hay policía, están algunas de las casas de seguridad que el crimen organizado utiliza para guardar a los migrantes hasta que los cruza. Tienen las paredes más altas, alambre de púas, parecen bodegas. Solo ellos pueden pasar a los migrantes. Solo ellos ganan con el cierre del CBP One, que permitía pedir asilo y entrar de forma autorizada a Estados Unidos. Desde el lunes, su mercado no ha dejado de aumentar.
Un fantasma arancelario
Si alguien tenía dudas sobre cuál iba a ser la posición hacia México, Trump las despejó el primer día. Anunció que iba a colocar aranceles del 25% a partir del 1 de febrero, nombró a los carteles organizaciones terroristas, anunció que iba a cambiar el nombre del golfo que ambos países comparten y quiso eliminar hasta el derecho de la nacionalidad por nacimiento, protegido por la Constitución estadounidense (una orden que ya le revocó un juez federal). “Esto no le va a gustar a México”, decía sonriente el nuevo presidente, mientras firmaba, uno tras otro, 41 decretos, que también sacaban a Estados Unidos de la Organización Mundial de la Salud (OMS) o del Acuerdo de París para combatir el cambio climático.
Estados Unidos es el principal socio comercial de México. Las exportaciones a ese país son de más de 466.000 millones de dólares al año. En lugares de la frontera, como Ciudad Juárez, el 60% del empleo formal proviene de la industria maquiladora, las empresas que fabrican los productos que después van a cruzar al otro lado. Ahora, el fantasma de una recesión entre las maquiladoras —solo desde el lunes tres de estas empresas en Juárez han cerrado y han despedido a más de 4.000 trabajadores— azota el escenario.
“Trump está generando mucha incertidumbre”, explica Thor Salayandia, coordinador del Bloque Empresarial Fronterizo, “por la amenaza de una deportación masiva, que nuestra ciudad no tiene la infraestructura ni el trabajo para sostener, y por los aranceles, que van a subir los costos y los precios”. La inflación es uno de los riesgos claros del llamado muro arancelario, añade Marcelo Vázquez, delegado en Chihuahua de la Asociación Nacional de Importadores y Exportadores. Sin embargo, el empresario todavía pide prudencia para no caer en el sensacionalismo: “No me imagino un cierre o despido masivo en las empresas”.
Karen Alba es gerente de proyectos en una maquiladora de productos oftalmológicos en Juárez. En su compañía ya empiezan a prepararse para una política económica mucho más agresiva. Al miedo de recortes se suma una preocupación por su familia. Sus hijos nacieron, como muchos en esta frontera, en hospitales de El Paso. Ahora duda de que puedan seguir su educación en Estados Unidos por las restricciones del mandatario. “Las consecuencias de Trump han sido inmediatas, se ha metido en mi trabajo y en mi casa”. Y el nuevo presidente solo lleva una semana.
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