Los rostros de los que se quedaron a las puertas de pedir asilo
Después de una travesía de meses, el cierre de la aplicación CBP One deja a miles de migrantes varados en territorio mexicano. EL PAÍS recupera sus historias
Sol y Dayane se encontraron en la tarde del 20 de enero en el centro de Ciudad Juárez y ambas lloraron. Tenían cita en los próximos días para pedir asilo en Estados Unidos, a través de la aplicación CBP One, pero Donald Trump canceló el sistema en los primeros minutos de su presidencia. La medida ha dejado a miles de migrantes varados en suelo mexicano sin opciones para pedir refugio al otro lado. Sol y Dayane esperaron durante casi un año a que la plataforma les confirmara su turno; mientras tanto, limpiaron, trabajaron en una imprenta o vendieron dulces: nunca pidieron para sobrevivir, insisten. Su cita era la recompensa. Para Sol también era la posibilidad de reunirse con sus hijos menores de edad, que están al otro lado del muro. Pero el futuro de miles de personas, de un momento a otro, se hizo añicos.
Trump convirtió a los migrantes en el enemigo de su campaña. Amenazó desde entonces con deportar a millones de personas y con cerrar todas las opciones de pedir permisos humanitarios. En la frontera sabían que todo eso ocurriría, pero nadie pensaba que fuera a ser tan pronto. El CBP One otorgaba 1.450 citas al día en ocho entradas fronterizas, de Tijuana a Matamoros. Desde que se instaló en 2023, un millón de migrantes habían podido solicitar asilo e ingresar de forma legal a Estados Unidos. Gracias a eso también se habían hundido los cruces irregulares.
Ahora, explica Rodolfo Rubio, investigador del Colegio de Chihuahua, la eliminación del CBP One deja a los migrantes con muy pocas opciones. El nuevo presidente ha anunciado que va a reinstalar el programa Quédate en México, conocido como MPP, para que los migrantes esperen en México mientras sus trámites se resuelven al otro lado de la frontera. Es más lento y peligroso, y el Gobierno de Claudia Sheinbaum todavía no ha dicho estar de acuerdo. “El escenario final es que terminen siendo un mercado muy importante para los traficantes de indocumentados, esta medida a quien beneficia es al crimen”, explica Rubio. En un escenario de incertidumbre y desamparo, EL PAÍS recupera algunas de las historias de aquellos que rozaron con los dedos una vida distinta.
Jesy y John Palmera: “No vamos a pasar de mojado a EE UU”
Jesy Palmera entra despacito y prudente en un comedor religioso. Se disculpa por las manos manchadas, trabaja de mecánico en un taller y se ha escapado en un descanso. Tiene cita, con su hermano John, el próximo 27 de enero para pedir asilo en Estados Unidos y han visto en redes sociales qué ha pasado algo con la aplicación, pero ellos no han recibido ningún correo: “Buscamos orientación”. Aguantan la confirmación de que todas las citas están canceladas con una tristeza profunda. Luego explican que hace 10 meses que salieron de Portuguesa, en Venezuela, “con una maletica y ya”.
Los hermanos Palmera hicieron la travesía hasta Ciudad Juárez, cruzando la selva del Darién y siete países, como la hacen los que no tienen dinero: caminando. “Las paradas que hicimos fueron solo para trabajar, el tiempo necesario sin perder días”, explica John, de 26 años, que es ingeniero agrónomo, pero se ha empleado en la construcción o vendiendo muebles. Así se han mantenido en Juárez durante el último mes y así buscan hacerlo ahora: “Tendremos que tener un poquito de paciencia y esperar a que este señor se le ablande el corazón”.
En un escenario plagado de dudas y miedo, los hermanos Palmera tienen una certeza: “Yo de mojado [sin papeles] no me lanzó para allá, para eso me regreso”, dice John. Jesy, de 31 años, añade: “Yo soy un hombre humilde y pobre, gracias a Dios con salud, para mí no sería buena idea lanzarme así para ese país, porque lo único limpio que tengo en este mundo es mi hoja de vida y no quiero dañarla de esa manera”.
Josué, Margelis y José: “No se puede jugar así con nosotros”
Margelis Tinoco se tiró al suelo y todas las cámaras recogieron su rostro desesperado. Acababa de leer el aviso que anulaba la cita que tenía para pedir asilo ese mismo día. Mostró su confirmación impresa a color, lloró sin consuelo y después calló: no había palabras. Ella, su esposo, José Loaiza, y su hijo Josué, de 13 años, habían llegado el 20 de enero con mucha antelación al puente fronterizo El Paso Norte, que une Juárez con El Paso. Tenían su entrevista para pedir asilo tres horas después de que Trump tomara posesión. No hizo falta esperar tanto, mientras el nuevo presidente todavía daba su discurso inaugural, la aplicación cayó. “Nos tuvieron tiritando desde las cuatro de la mañana, formados, diciendo que nos iban a pasar, y al final, nada. No se puede jugar así con uno, no es humano”, dice Loaiza.
Hace nueve años que la familia salió de Zulia, en la costa venezolana. Trabajaban pescando, pero la presión económica del Gobierno hacía que apenas les quedara nada para vivir. Cruzaron a Tibú, en Colombia, donde se establecieron, pero el asesinato de su hijo mayor los llevó a desplazarse de nuevo, ahora a Bogotá: “Somos víctimas del conflicto armado”, dice Loaiza. Las amenazas y hostigamiento hacia la familia llegó hasta la capital colombiana y tuvieron, con un miembro menos, que ponerse otra vez en marcha.
Una vez en México, esperaron en un albergue de Ciudad de México a que les aceptaran la cita del CBP One. Recién habían llegado a Juárez: “No conocemos nada aquí”, cuenta Loaiza, “pero yo no me querría ir porque puede ser que se le apiade el corazón a esta gente. Aquí en la fila habíamos poquiticos, mire, éramos como 20. Yo le dije al guardia pásenos a la cita de una vez. Pero me dijo que ya no era posible”. La diferencia de un futuro de otro la marcó solo unas horas.
Caridad Hernández y Jorge Ramos: “Nos quedamos sin cita, sin renta, sin trabajo, sin nada”
Caridad Hernández no esperaba que la llegada de Donald Trump interrumpiera sus planes tan pronto. “Pensaba que al menos respetarían las citas que ya estaban aprobadas y que podríamos pasar”, dice esta cubana de 61 años junto a su esposo, Jorge Ramos, de 58, un hombre risueño que se oculta detrás de unas gafas de sol. Los dos decidieron hace nueve meses vender todo lo que tenían en Cuba y emprender, como muchos otros, la ruta hacia Estados Unidos. Volaron a Nicaragua y de ahí contrataron un coyote que les ayudó a atravesar Centroamérica y después, México. Caridad cuenta que gastaron 40.000 dólares en el trayecto. Con ellos viaja su nieta, Alenays, de 17 años.
El 2 de enero les llegó la confirmación de la aplicación, estaban felices. Por fin, podrían viajar al norte y juntarse con el padre de la chica que vive en Texas. La familia cubana cuenta que se asentó durante un tiempo en el Estado de México para trabajar y juntar un poco de dinero. Ahora lo tuvieron que dejar todo para poder llegar a la frontera. “Nos quedamos sin cita, sin renta, sin trabajo, sin nada”, dice Caridad. “Prácticamente como vinimos al mundo”, responde su marido. Como otras cientos de personas, los cubanos se encuentran atascados en la frontera. No pueden cruzar, pero tampoco pueden regresar al centro del país.
La cita de CBP One les abrió el paso con las autoridades migratorias, pero ahora deberán de iniciar un proceso para ser refugiados en México, es el último recurso que les queda. “No podemos volver a Cuba, allá no nos queda nada y es posible que tengamos represaliar políticas por habernos marchado”, señala Hernández. “¿Sabe lo que más me duele?”, dice la mujer. “Que nosotros siempre quisimos hacer las cosas por lo legal, de la mejora manera posible, nunca quisimos entrar de manera ilegal”, responde. Caridad y Jorge llevan consigo un par de maletas y unas bolsas, todo el patrimonio que les queda. Tristes y desorientados tratan de darse ánimos ante esta nueva situación. “Hay que seguir luchando, al final estamos vivos que es lo importante”, dice Jorge. “Solo el Señor sabe lo que va a pasar”, responde su esposa.
Carlos Andrés y María de los Ángeles: “Quién va a querer quedarse en un país donde no lo quieren a uno”
Carlos Andrés y María de los Ángeles llevan 15 años juntos y tienen tres hijos. Los niños, cuentan, están en Colombia. “Los dejamos encargados porque primero íbamos a cruzar nosotros y cuando estuviéramos allí, los íbamos a mandar traer”, aseguran. La pareja, de 31 y 38 años, tenía cita para el 27 de enero. Explican que la opción de irse a Estados Unidos era la única salida para alejarse de las amenazas de muerte. “Nos venimos con la ilusión de poder salir de la violencia”, explica el hombre. El viaje por México no fue mucho mejor. Volaron de Bogotá a Cancún, en México, y de ahí tomaron un autobús hacia la capital del país, Ciudad de México, pero en algún momento de la ruta, la pareja cuenta que unos agentes del Instituto Nacional de Migración les robaron 3.000 pesos (unos 150 dólares). “Nos dijeron que si no les pagábamos no nos dejarían continuar”, dice Carlos Andrés.
“Después de Ciudad de México empezó nuestra travesía pa’ arriba”, continúa María de los Ángeles. “Nos subimos al tren, caminamos mucho y vivimos en las calles, pidiendo comida”. Después, tuvieron que huir de las autoridades. “Nos corretearon y nos obligaron a bajar del tren”, cuentan. Llegaron a Ciudad Juárez y consiguieron trabajar unos meses por allá, hasta que les llegó la confirmación de su cita, a 1.200 kilómetros al este de allí, en Tijuana, frontera con California. Por fin, después de muchas calamidades, acariciaban la meta con la punta de los dedos hasta que todo se derrumbó. “No sé qué vamos a hacer, estamos desesperados”, señala el hombre. “Dejé a mis hijos allá botados por tratar de entrar”, responde María de los Ángeles.
Hasta este viernes tienen permiso de las autoridades mexicanas para transitar libremente por el país. Después de eso no saben qué van a hacer. Su travesía por México ha sido traumática y después de la decisión de cerrar la frontera a los migrantes, no parece que vaya a terminar pronto. “¿Quién va a querer quedarse en un país donde no lo quieren a uno? Nosotros no tenemos más remedio”, agrega María de los Ángeles.
Zoila Romero: “Vendí mi casa para poderme venir”
Zoila Romero vendió su casa en Maracaibo por 2.000 dólares para poder emigrar a Estados Unidos. Ha atravesado siete países y ya no le quedan ahorros. Tiene 51 años y está sentada en la acera, frente al paso fronterizo de El Chaparral, en Tijuana. La mujer llora desconsoladamente y abraza a su hijo de ocho años. Viaja con su pareja y un grupo de más venezolanos que conocieron por el camino. Este 20 de enero despertó con la peor noticia que pudo recibir: la cancelación de todas las citas para pedir asilo en Estados Unidos. La decisión de Donald Trump de aplicar una política de mano dura con los migrantes la deja sin posibilidad de cruzar, pero también sin opciones para regresar. Ya no tiene una casa a la que volver. “Son muchos sueños contra el piso. Tenía la ilusión de trabajar y de reunirme con mis hijas que viven en el Estado de Tennessee”, dice con los ojos llenos de lágrimas.
Pocas horas después del cierre de la frontera, todo ha sido incertidumbre. “Si me regreso, ¿qué le voy a dar yo a mi hijo en Venezuela? Ya todo lo vendí”, se lamenta. “En mi país no hay calidad de vida, no hay libertad de expresión, no podemos pensar distinto a como piensa Maduro”. La mujer cuenta que se marchó porque no le alcanzaba el salario. “Ganaba dos dólares al mes, ¿qué se puede hacer con eso?”, asegura. “Nada”, se responde de inmediato.
Pese a todo, Romero dice que guarda una esperanza de que respeten su cita aprobada en la frontera. “No es justo, estábamos muy cerca de conseguir nuestros sueños y nos dieron con la puerta en la cara”, agrega mientras se seca las lágrimas. La venezolana le pide a las autoridades de Estados Unidos en general y a Donald Trump, en particular, “que se pongan la mano en el corazón” y que les dejen entrar. “Yo entiendo que revisen los antecedentes de las personas, pero nosotros no le hemos hecho mal a nadie. Solo queremos trabajar y darles una vida mejor a nuestros hijos”, explica y vuelve a repetir: “No es justo, no es justo, no es justo”.
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