Tres días de rabia normalista por los 43 de Ayotzinapa: “Como les pasó a ellos nos pudo haber pasado a cualquiera”
A 10 años de la desaparición, los compañeros de los jóvenes secuestrados en Iguala protestan desde el lunes contra las instituciones estatales en la capital para presionar al Gobierno y al Ejército a destrabar la investigación
Vuelan las pequeñas bombas caseras contra el Senado de la República. Los chicos —rapados, vestidos de negro, con la cara cubierta por pañuelos que imitan pasamontañas— las prenden en la acera, echan el cuerpo atrás, arman el brazo y las arrojan con fuerza contra la Cámara Alta. Caras muy jóvenes, miradas muy desafiantes, ceños muy fruncidos. Los explosivos, tubos alargados de plástico blanco del tamaño de un antebrazo, dibujan un arco en el aire, sueltan humo y desaparecen Senado adentro. Segundos después suena el boom, tiembla Reforma, saltan astillas, todo retumba como un trueno que hubiera caído entre los edificios de la gran avenida de Ciudad de México. No hay policía, solo muchas cámaras de prensa que graban de cerca la escena. Menos de cinco minutos después, los incendiarios ya han trepado en un autobús y se han esfumado calle arriba.
Los chicos son normalistas: estudiantes de las escuelas normales rurales, colegios que forman a los hijos de los campesinos que quieren ser maestros. A una de ellas, la escuela de Ayotzinapa, pertenecían los 43 jóvenes secuestrados por la policía y el grupo criminal Guerreros Unidos una noche de hace una década en Iguala, Guerrero, durante el sexenio del priista Enrique Peña Nieto (2012-2018). En 10 años solo se han encontrado los huesos de tres de ellos. Tiempo después, el Gobierno reconoció lo que los normalistas gritaron desde el principio: que fue un crimen de Estado. No fue suficiente. La investigación está estancada ante la negativa a colaborar del Ejército, hacia el que apuntan todos los ojos, respaldado por el presidente, Andrés Manuel López Obrador. No hay mucha esperanza ya de encontrar a los muchachos, condenar a los culpables, saber qué pasó.
Esa es la causa de la rabia que lleva a los chicos a arrojar explosivos contra el Senado de la República. Desde aquel 26 de septiembre de 2014, los compañeros de los desaparecidos y sus familiares han marchado por la capital el 26 de cada mes. No es la primera vez que lanzan petardos, incluso tumbaron la puerta del Palacio Nacional con el presidente dentro. Nada ha funcionado, pero ellos no ceden, a pesar de que este año la policía mató a tiros a otro de ellos, Yanqui Kothan. Y esta semana, cuando se cumple una década, han subido el volumen con protestas a diario por las calles de la capital como previa a la gran marcha de este jueves, del Ángel al Zócalo.
A Omar, un adolescente de cuerpo pequeño, el castellano le cuesta. Su familia trabaja el campo en Malinaltepec, un pueblo de la montaña de Guerrero en el que se habla más el tlapaneco que el español. El pañuelo con el que se tapa la boca tampoco ayuda. Él no recuerda el día que secuestraron a los 43. Tenía nueve años. En 2022, empezó a estudiar en la escuela de Ayotzinapa. Era eso o cosechar. “Yo vengo de un lugar que no hay dinero, pues. Mis padres no tienen dinero para estudiar en otra escuela”, explica escueto. “Venimos por nuestros compañeros desaparecidos, los 43, desde 2014, la madrugada del 26 al 27 de septiembre”, dice de corrillo, la lección aprendida.
Es lunes y frente a la Secretaría de Gobernación comienzan a llegar los autobuses. Primero dos, que traen a los padres y madres de los 43. Después, más de 20, cargados de centenares de normalistas de todo México, que esta semana duermen en la escuela de Ayotzinapa, a 300 kilómetros de la capital. Cada día salen de allí temprano, viajan a la ciudad, protestan y vuelven al colegio, en el municipio de Tixtla, a dormir. Hablan los familiares y representantes de cada escuela. Cuando el mitin se acaba, la mayoría de los muchachos vuelven a los vehículos. Unos pocos, los más mayores, esperan. Lanzan explosivos y saltan a los buses. Han conseguido colarse en todos los informativos del día.
“Este diálogo no lo entendemos”
El martes cambia el lugar, el Senado, pero se mantiene el modus operandi. Llegan los padres y después los estudiantes. Colapsan un carril de Reforma que tienen que cortar los agentes de tránsito, los únicos policías que se verán. La mayoría de los normalistas van de negro y con zapatillas deportivas, aunque algunos visten huaraches que delatan de dónde vienen. Se tapan la cara con pañuelos (algunos, con camisetas o trapos). Muchas cabezas rapadas. El intento de aparentar disciplina militar de un puñado de adolescentes que quieren ser maestros.
Los muchachos se forman detrás de pancartas de cada normal. En silencio, nadie abre la boca, apenas se mueven: muy rectos, estiradísimos, con los brazos pegados al cuerpo y la mirada al frente. Una bandera dice, en referencia a las conversaciones rotas con López Obrador: “Este diálogo no lo entendemos”. Es amarilla, tiene pintada una mancha de sangre y dentro una metralleta. A su lado, en el suelo, hay cinco cajas de cartón. Cada una contiene seis aerosoles de pintura que luego usarán para escribir consignas en la cerca del Senado. Preparan un altavoz, enchufan los cables. Suena el acople de un micrófono y una voz tímida que comienza a decir:
—Porque vivos se los llevaron…
Cientos de muchachos inclinan levemente la espalda hacia atrás, se llenan los pulmones, vociferan a coro con una cadencia arrastrada, atronadora:
—¡Vivos los queremos!
Xaté Guadalupe tiene 19 años, es de Angahuan, Michoacán, y estudia en la Normal Superior de ese Estado. Sus padres, profesores de primaria, fueron normalistas antes que ella. Como Omar y todos los jóvenes que han venido, era una niña en 2014. Nunca conoció a los 43. “Eran compañeros que no son de mi generación, pero para todos nosotros es importante porque así como les pasó a ellos nos pudo haber pasado a cualquiera de nosotros. Si nos tomáramos estas protestas como un ‘no nos olviden’, sería como aceptarlo, y este tipo de movilización se hace porque no aceptamos lo que nos dicen, porque saben que no nos están dando las respuestas que exigimos. Aún esperamos ese avance. Es algo desgarrador”.
Guadalupe quiere terminar de estudiar y volver a su pueblo a ser profesora, como sus padres. “Mi futuro lo veo frente a un salón de clases y con mi familia”, dice. Para ella, la normal “significa un portal hacia generaciones futuras, donde estás tú frente al grupo y eres responsable de la educación que viene detrás de ti”. Sabe que mucha gente critica a los normalistas por sus maneras de protestar, los bloqueos, los explosivos. “No se puede entender hasta que estás dentro. Yo sé que es muy molesto, pero independientemente de eso, si te enteras de las situaciones por las que luchamos, ves que no es por gusto y ganas, sino porque tenemos razones que nos respaldan”.
“Fue el Ejército”
El miércoles nadie tira explosivos. El lugar de encuentro vuelve a ser Reforma, esta vez junto al “antimonumento”, una estatua del número 43 entre el Monumento a la Revolución y la Alameda. El día es gris, como el anterior. México se ha levantado con dos noticias importantes: el Senado, donde ayer protestaban, ha aprobado una enmienda a la Constitución que pone definitivamente la Guardia Nacional bajo el control de la Secretaría de la Defensa, el Ejército, pese a las críticas de militarización de la vida pública; la comisión presidencial del caso Ayotzinapa ha publicado su tercer y último informe antes de que abandone el cargo López Obrador, el 1 de octubre, que respalda los argumentos del presidente, rechazados por los familiares. Hay pocas referencias a ello, sin embargo. Los padres y madres esperan al discurso de este jueves desde el Zócalo. Aun así, los normalistas empapelan los muros con carteles: “Fue el Ejército”.
La confrontación entre los normalistas, el Gobierno y el Ejército no es nueva. Las escuelas fueron estigmatizadas y duramente golpeadas durante la guerra sucia del PRI a finales del siglo pasado por su cercanía a la guerrilla y sus ideas izquierdistas. Marisol, de 19 años, viene de la normal de Saucillo, en Chihuahua. Sus padres son campesinos en Delicias, un pueblo en el mismo Estado. Su paliacate rojo zapatista le tapa la cara hasta los ojos. “Más que nada es concientizar, está pasando algo muy grave en México. Hay estudiantes que siguen sin tener recursos para estudiar. Las normales rurales les damos la oportunidad a las personas que viven en lugares recónditos de tener mejor educación y poder apoyar sus familias”.
Este jueves, sin descanso, volverán a salir. Y el mes siguiente. Y al otro. Quién sabe hasta cuándo. Ángel, que estudia en la normal rural Hecelchakán, en Campeche, lo resume: “Estamos aquí para que no vuelva a pasar algo así, para que el día que el Gobierno vuelva a desaparecer personas sepa que no vamos a estar callados, no vamos a estar arrodillados, vamos a exigir lo que nos pertenece: la justicia, la verdad y, sobre todo, la libertad. Muchas personas pensarán: ‘¿Y por qué siguen exigiendo eso, si ya pasó mucho tiempo?’. Pasen 10, 20 años, este suceso para el normalismo rural y para cualquier tipo de estudiante no podrá olvidarse. No vamos a dejar nada impune”.
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