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Entre tribus y pulsiones: la muerte del PRD

Primer referente electoral de la izquierda en México, el partido perderá el registro salvo milagro, víctima de años de salvajes pugnas intestinas y alianzas insólitas. EL PAÍS busca las claves de su decadencia

Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y Heberto Castillo, durante la fundación del partido en el zócalo capitalino en mayo de 1989.
Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo y Heberto Castillo, durante la fundación del partido en el zócalo capitalino en mayo de 1989.ELOY VALTIERRA /CUARTOSCURO
Pablo Ferri

La muerte puede durar años y parecerse extrañamente a la vida, al menos en el plano político, donde las derrotas suelen leerse como victorias y las rupturas como nuevas oportunidades. Poca vida parece quedarle al moribundo Partido de la Revolución Democrática, el PRD, que vive de prestado desde hace años, conectado al respirador artificial de las alianzas, peleado ahora con el recuento de los votos, tratando de evitar así su desaparición definitiva. Es el epitafio de una formación que una vez simbolizó la esperanza progresista de México, un país anclado al caudillaje durante décadas.

Ahora, todo aquello parece quedar atrás. Vistos sus pobres resultados en las elecciones del 2 de junio, a las que llegó en alianza con sus viejos rivales, el PRI y el PAN; el PRD se zambulle estos días en una batalla desesperada por el recuento de votos, que le permita llegar al 3% del cómputo global y mantener el registro, la única forma de evitar la quiebra financiera. Parecen patadas de ahogado, para un partido que estuvo cerca de la presidencia y que llegó a tener un enorme poder territorial y parlamentario. En realidad, es una actitud que refleja la última década de la formación, inmerso en una batalla interminable por su control.

Consultados por EL PAÍS, antiguos cuadros del partido señalan diferentes puntos de quiebre. En muchos casos, las salvajes pugnas de sus “tribus” aparecen como motivo principal, sobre todo tras la salida de la dirigencia de sus grandes líderes, Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador, a finales de los 90. En otros, las pugnas son solo el síntoma. René Bejarano, uno de los fundadores del partido, apunta, por ejemplo, a la firma del Pacto por México, un acuerdo de Estado que pergeñó el Gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018). “Exacerbó la sangría de militantes, que se convirtió en una hemorragia con la renuncia paulatina y continuada de miles de líderes nacionales, regionales y locales”, defiende Bejarano.

Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador, durante la campaña para las elecciones presidenciales y capitalinas del 2000, en el Zócalo de Ciudad de México
Cuauhtémoc Cárdenas y Andrés Manuel López Obrador, durante la campaña para las elecciones presidenciales y capitalinas del 2000, en el Zócalo de Ciudad de México.Pedro Mera (Cuartoscuro)

Fundado en 1989, el PRD nació de la rebeldía. Habían pasado 21 años de la matanza de Tlatelolco, los movimientos de izquierda proliferaban a lo largo y ancho del país, a pesar de la brutal represión del Estado. Más allá del conservador Acción Nacional, la oposición en México apenas existía. El PRI gobernaba y dominaba. Surgido de la Revolución 60 años atrás, el partido había sido capaz de institucionalizar la disidencia, hacerla propia. Era su modo de vida, su forma de ser. El PRI existía para que no existiera nada más.

Esa situación tenía que saltar por los aires tarde o temprano. Y si la represión de 1968 y luego el halconazo, en 1971, daban una idea de las ganas de cambio –y del miedo del Estado a ese cambio–, no fue hasta pasados unos años cuando ese enfado cristalizó en una verdadera fuerza política, dispuesta a jugar en la cancha del partido único. Mientras tanto, el país había acumulado problemas y el sistema, incapacidades. La lenta respuesta del Gobierno tras el brutal terremoto de 1985 y las denuncias de fraude en las elecciones de 1988, catalizaron la formación del PRD.

“En el 88 yo estaba en Oxford, estudiando mi doctorado”, recuerda Agustín Basave, presidente del PRD entre finales de 2015 y mediados de 2016. “Me invitaron a una recepción en la embajada de México en Londres. Coincidimos allí Porfirio y yo”, dice, en referencia a uno de los líderes históricos de la izquierda, Porfirio Muñoz Ledo, recientemente fallecido. “Él buscaba adeptos a su corriente democrática del PRI. Y yo pensé en hacerlo, sumarme a la corriente, pero a mi regreso a México conocí a Colosio y me invitó a trabajar con él”.

Luis Donaldo Colosio fue la respuesta del PRI a las ansias de cambio de la sociedad. Las denuncias de fraude de 1988, la creación del PRD un año después y los murmullos de un posible levantamiento armado en Chiapas llevaron al tricolor a buscar un perfil distinto para las elecciones de 1994. Ya por entonces, Muñoz Ledo y Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del popular general posrevolucionario, Lázaro Cárdenas, habían dejado el PRI y creado el PRD. Cárdenas incluso había perdido una elección, la de 1988, encabezando la candidatura de un partido menor, que luego acabaría desembocando, como tantos otros, en el PRD.

Pero en uno de esos extraordinarios giros de la historia, Colosio fue asesinado meses antes de las elecciones, en un ataque un tanto extraño que nunca se acabó de resolver. El PRI quedaba fuera de juego. Parecía un escenario favorable para Cárdenas, pero el candidato, que contendía por segunda vez, no llego al 20% de los votos. Aun así, no fue una mala temporada para el PRD. “Fue una época [del 94 en adelante] de auge electoral, llegando a tener más de ciento veinte diputados”, recuerda Bejarano. “El partido empezó a ganar elecciones, primero a nivel municipal y luego incluso gubernaturas, como Tlaxcala, Baja California Sur, Zacatecas y el Distrito Federal”.

Metros cuadrados

En su monumental libro sobre la izquierda gobenante en Ciudad de México, Jefas y Jefes (Grijalbo, 2023) el periodista Alejandro Almazán incluye fragmentos de varias entrevistas con Cuauhtémoc Cárdenas. Una refiere a 1997, momento en que el PRD discutía consigo mismo sobre la pertinencia de apoyar la reforma electoral del Gobierno priista de Ernesto Zedillo (1994-2000). El PRD celebraba su tercer Congreso Nacional y la ruptura parecía inminente. Cárdenas, por un lado, creía que negociar la reforma los alejaba de la izquierda de base, y que, además, aquello era solo un truco del PRI: cambiar todo para que no cambiara nada. Por su lado, Muñoz Ledo defendía apoyarla, ser más pragmáticos.

Almazán narra que el Congreso tiró por el camino de en medio. Asumió la cercanía con movimientos izquierdistas de base, como el EZLN, y aceptó los postulados de Muñoz Ledo. El PRD negociaría con el PRI y el PAN la reforma electoral que, entre otras cosas, permitiría que la población de la capital eligiera a su propio gobernante. Ya en el parlamento, el PRI, escribe Almazán, cambió el texto pactado de la reforma y el PRD votó en contra, aunque la modificación se aprobó igualmente. En medio de toda aquella maraña yacía la lógica que movería al PRD en los años siguientes, la necesidad de pactar y llegar a acuerdos.

Pero lejos de lo que pueda parecer, el carácter negociador del partido no enriqueció sus dinámicas. Al contrario, las hirió de muerte. Sus facciones tomaban el debate como una oportunidad para acumular poder, no para mejorar la vida política del país. Como le dijo a Almazán el propio Cárdenas: “Hubiera sido mejor definir el rumbo, tanto de unos como de otros, en vez de haber terminado en una mezcolanza que, a fin de cuentas, se redujo a las cuotas y al reparto del partido. Eso fue lo que acabó al PRD”.

“El partido tuvo dos grandes etapas”, argumenta Basave. “La primera, caudillista, primero con Cárdenas y luego con Andrés Manuel López Obrador, cada uno de ellos el factótum del partido y también árbitros que dirimían pugnas por el poder”, detalla. Como buena parte de los fundadores del PRD, Cárdenas y López Obrador venían del PRI. También Muñoz Ledo o el mismo Basave, que dejó el tricolor años más tarde. López Obrador dirigiría al PRD en su etapa expansiva, a finales de los noventa, como ahora Mario Delgado con Morena, acumulando poder en los estados, con el colofón de la victoria en el Gobierno de Ciudad de México, primero en 1997 con Cárdenas, y luego en 2000, con López Obrador.

Basave identifica la segunda etapa como la “tribal”, en la que los dos caudillos se hacen a un lado y “toman el poder las propias tribus, las corrientes”, sobre todo Nueva Izquierda, la facción de Jesús Ortega y Jesús Zambrano, conocidos como los Chuchos, Alternativa Democrática Nacional. A partir de entonces, esa perversión de la lógica negociadora redundó en la repartición del poder al milímetro. “Había la broma de que hasta los metros cuadrados de las oficinas se repartían de acuerdo a la fuerza de las corrientes”, cuenta Basave.

Jesús Zambrano, Miguel Ángel Mancera y Jesús Ortega, durante el 23º aniversario de la fundación del PRD, en mayo del 2012.
Jesús Zambrano, Miguel Ángel Mancera y Jesús Ortega, durante el 23º aniversario de la fundación del PRD, en mayo del 2012. GUILLERMO PEREA /CUARTOSCURO

Tres rupturas

Se puede discutir cuándo inicia la decadencia del PRD, si fue con la salida de López Obrador de la dirigencia a finales de siglo pasado, o con la polémica derrota electoral de 2006, ya con el dirigente tabasqueño en la boleta, o con la salida de cuadros del partido, como Cárdenas, Alejandro Encinas o el propio López Obrador, en 2012, o la firma del Pacto por México, que menciona Bejarano… Lo que es indiscutible es que se veía venir desde hacía años. “EL PRD siempre eran pleitos, mentadas de madre y peleas de facciones. Y las tribus acabaron con el PRD, igual que acabarán con Morena”, defiende Almazán.

El especialista identifica tres grandes rupturas en el PRD, que acabaron con el partido hecho trizas. La primera, explica, fue el “fraude” en la elección de la dirigencia del partido en 1999, tras la salida de López Obrador. “Fue un escándalo y tuvo dos efectos”, explica Almazán. “Primero, putea a Cárdenas, que iba de candidato a la presidencia en 2000, y le hace empezar muy bajo en las encuestas. Y luego, esas transas hacen que pierda brillo la estrella del PRD. Mucha gente creía que era un partido democrático, y de repente ven un fraude tipo PRI”, añade.

La segunda ruptura, apunta, se origina en los famosos video escándalos. Corría el año 2004 y López Obrador apuraba su tiempo en el Gobierno de Ciudad de México. Ya entonces daba conferencias de prensa matutinas todos los días. Su pelea trascendía los límites de la capital y apuntaba a Los Pinos, residencia del entonces presidente Vicente Fox, de Acción Nacional, que había sacado al PRI del poder. López Obrador quería llegar a la presidencia y todo parecía ir bien. Pero en marzo, Televisa divulgó unos vídeos en que colaboradores cercanos suyos manejaban grandes cantidades de dinero en efectivo, uno incluso en un casino en Las Vegas.

El escándalo acabó con los implicados en prisión, caso del propio Bejarano, uno de sus operadores más importantes en la ciudad. Dentro del PRD, los videos pusieron todo patas arriba. López Obrador y su equipo acabaron culpando a Rosario Robles, la otra estrella emergente del partido, que había ocupado durante unos meses la jefatura de Gobierno de la capital, entre Cárdenas y el actual presidente. El caso salpicó a Robles por su cercanía con Carlos Ahumada, empresario que supuestamente estuvo detrás de las grabaciones. “Ahumada además financiaba a muchos perredistas en esa época. Y ellos, encantados”, dice Almazán.

La tercera ruptura llegó en 2006, con la derrota de López Obrador en la elección presidencial frente al panista Felipe Calderón, que el primero y los suyos siempre han calificado de fraude. La diferencia oficial entre ambos fue de medio punto. “López Obrador se daba cuenta de que los Chuchos no habían puesto representantes de casilla en algunas zonas”, explica Almazán. No era cualquier cosa. Los representantes de Casilla vigilan el conteo de votos y la confección de las actas que luego pasan a las mesas de la autoridad electoral. “Recuerdo que lo dijo en conferencias de prensa, señalando al partido”, explica el especialista.

Fotograma del video entregado a Televisa que muestra a Carlos Imaz, delegado de Tlalpan, recibiendo dinero del empresario Carlos Ahumada, en mayo del 2003.
Fotograma del video entregado a Televisa que muestra a Carlos Imaz, delegado de Tlalpan, recibiendo dinero del empresario Carlos Ahumada, en mayo del 2003. Ximena Rojo de la Vega (Cuartoscuro)

Derrotas rentables

“Una vez me preguntó Julio Scherer viejo que cuándo se jodió el PRD”, dice Basave. “Yo, parafraseando, a Vargas Llosa, dije, cuando la derrota se volvió rentable”. No exenta de ironía, la respuesta del exdirigente ilustra esos años en que el PRD empezaba a perder fuerza territorial y parlamentaria, del 2012 en adelante, marcada por la salida de sus cuadros más importantes, ninguno tanto como López Obrador, que dejó el partido tras la derrota electoral de ese año, frente a Peña Nieto, y lanzó Morena.

Bejarano señala un momento anterior. Aunque 2012 es clave para él por la firma del Pacto por México, marca 2008 en el calendario por los nefastos resultados de la penúltima batalla por el control interno del PRD. Igual que en 1999, las dos grandes corrientes de la formación se enfrentaban en las urnas. Por un lado, Jesús Ortega, de Nueva Izquierda, por otro, Alejandro Encinas, con el apoyo de Izquierda Democrática. Ortega, por cierto, ya había protagonizado la pugna de 1999, que Almazán calificaba de fraude.

“En este caso”, cuenta Bejarano, “el Tribunal Electoral Federal impuso a Ortega como presidente nacional del partido. Desde entonces, la corriente moderada del partido, Los Chuchos, controló la dirección nacional”. Bejarano cuenta que una serie de cuadros, internos y externos, dirigieron al PRD durante los años de Peña Nieto, todos cercanos o impuestos por Los Chuchos, entre ellos el propio Basave. El académico disiente y dice que cuando llegó ni siquiera estaba afiliado. Es más, cuenta, se afilió cuando le pidieron que se presentara a las elecciones a la presidencia. En todo caso, ganó. Era diciembre de 2015.

“¿Por qué me presenté? Primero porque resucitó en mis entrañas el idealismo de mi juventud y dije, ‘no, yo sí puedo. Puedo redimirlo, convertirlo en un partido socialdemócrata’. No sé… Quizá me ganó el pequeño masoquista que todos llevamos dentro”, dice, socarrón. Basave implementó una política de pactos con Acción Nacional para las elecciones intermedias de 2016, pero antes de llegar a las urnas, medio partido se le había revelado. Era la historia de siempre, una triple pulsión, la más izquierdista chocando con la más conservadora, topando a la vez con el cálculo electoral más pragmático. Después de sortear tiranteces de todo tipo, Basave logró llegar a la elección en alianza, pero Los Chuchos, cuenta, no tardaron en moverle la silla. En junio de 2016 dimitía.

Desde entonces se han sucedido dirigentes y crisis, un camino cuesta abajo marcado por la decadencia más absoluta. Muchos de los que recuerdan ahora al PRD señalan el caso Ayotzinapa. El artero ataque contra un continente de normalistas en 2014 en Iguala, Guerrero, ocurría en un estado y un municipio controlados por el partido. No dejaba de ser irónico que la formación que había discutido tan sesudamente sobre mantenerse o no cerca del zapatismo, facilitara uno de los ataques más brutales en la historia de México contra un movimiento izquierdista de base.

En las últimas elecciones, el PRD llegó como la pata débil de la alianza con el PRI y Acción Nacional. Sus resultados fueron malos. No llegó al 3% de los votos, ganó dos diputados y dos senadores. Si sus 185 impugnaciones no llegan a buen puerto, los curules dejarán de ser del partido porque el partido habrá dejado de existir. “La historia final del PRD se asemeja a la ‘Crónica de una muerte anunciada’ de Gabriel García Márquez”, dice Bejarano. “Ahí dentro aprendí que esa idea de que el suicidó es antinatural no funciona en el PRD. O no eran conscientes, o no les importó”, zanja Basave.

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Sobre la firma

Pablo Ferri
Reportero en la oficina de Ciudad de México desde 2015. Cubre el área de interior, con atención a temas de violencia, seguridad, derechos humanos y justicia. También escribe de arqueología, antropología e historia. Ferri es autor de Narcoamérica (Tusquets, 2015) y La Tropa (Aguilar, 2019).
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