Moisés Valadez: “Los antiguos mexicanos del norte fueron los grandes ecologistas”
El arqueólogo responsable de la cueva prehistórica de La Morita II cuenta aquí las diferencias entre los primeros pobladores de México y los que avanzaron hacia Mesoamérica
Son muchos quienes piensan que el Trópico de cáncer divide a México en dos planetas distintos. No les falta razón, ni hoy ni hace miles de años. Arriba de él, la naturaleza era menos generosa que en Mesoamérica, pero permitía una vida acorde con las plantas y los animales que perduró casi hasta nuestros días desde los primeros homo sapiens que cruzaron el estrecho de Bering y poblaron América. Entre el paleoindio, hace unos 15.000 años, y los apaches y comanches, se mantuvo un modo de vida nómada, propio de cazadores y recolectores, muy distinto de la esmerada agricultura que desarrollaron las civilizaciones de la otra mitad de México. Entre risas y veras, el antropólogo Moisés Valadez asegura que el descubrimiento de la agricultura ha ido acabando con la naturaleza, y dice: “Los mexicanos del norte han sido los verdaderos ecologistas, junto con los australianos y los grupos del Amazonas y el sur de África. Ecologistas eternos y universales”, sonríe.
La cueva de La Morita II está a unos 120 kilómetros al norte de Monterrey, en Nuevo León. Es el asentamiento temporal más completo y de los más antiguos de los primeros mexicanos, si atendemos a las fronteras actuales. Allí pasaban el invierno grupos de unas 20 personas desde hace 12.000 años, dice Valadez. Cuando los olmecas ya tenían sus civilizaciones en el sur, la cueva todavía se usaba, se abandonó por completo 2.500 años atrás. De esta fecha son los últimos hallazgos que el antropólogo, del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), presentó la semana pasada, restos de dos adolescentes y un bebé, quizá sacrificado atendiendo a rituales que en realidad disfrazaban el control de la población. Aquellas mujeres apenas tenían dos hijos en toda su edad fértil, aumentar demasiado los grupos impedía el desarrollo de su vida nómada. En La Morita, descubierta en 2002, se han hallado puntas de flecha acanaladas por donde entraba aire para que el animal muriera antes, restos de cestería vegetal, cueros, agujas de hueso para coser, fogones con algún diente de caballito mexicano, una especie de venado que comían entonces, utensilios de cocina y pigmentación así como fragmentos de piedras dibujadas con vulvas, soles, lluvia. Un atadillo de tabaco y varias pipas demuestran que el ser humano viene fumando desde 7.000 años atrás, por lo menos. Parte de ello está expuesto en el museo del Obispado en Monterrey, al lado de la oficina de Moisés Valadez (Ciudad de México, 61 años).
Estos niños hallados ahora son los tataranietísimos del esqueleto de la joven Naia, hallado en 2014 en una cueva bajo un cenote en Yucatán y datado en 12.000 años, cuyo origen genético desveló sin lugar a dudas que era el ancestro más antiguo de los indígenas actuales. Pero no es desdeñable el registro tan completo que presentan los estratos de La Morita II, de tres metros y medio de profundidad, donde se desempeñan el arqueólogo del INAH y sus estudiantes, que ahora andan buscando remozar el museo del Obispado para exponer todo ordenadamente.
Mientras en Mesoamérica se levantaban pirámides en el centro de florecientes civilizaciones con un urbanismo desarrollado, el norte mexicano seguía nómada, una vida que trasladaba a los grupos a diferentes lugares al cambio de las estaciones. “No iban más de 50 o 70 kilómetros alrededor, como la trashumancia europea, en verano tenían casas en superficie y en invierno se refugiaban en las cuevas. Otoño era el mes más indicado para la recolección y los intercambios de productos con otros grupos, razón por la cual se han encontrado marginellas en La Morita, caracolillos del golfo”, explica Valadez. En aquellos mitotes se hacía trueque y también era tiempo de noviazgos, si así se podían llamar, para evitar la endogamia y los problemas genéticos asociados entre grupos familiares. No hay ni rastro de cerámica, propia del sedentarismo, “ellos cocinaban en recipientes cónicos de cuero curtido y cosido, añadían piedras incandescentes al agua hasta hacerla hervir y cuando acababan enrollaban el cono y viajaban con él. También comían insectos y huevas de hormiga, los famosos escamoles que aún se degustan hoy en día”.
Cada grupo tenía su territorio y dejaba que la naturaleza se recuperara para volver a cazar y a recolectar al año siguiente. “A esta parte norte le llaman Aridoamérica, pero no era tan árida entonces, había muchos cuerpos de agua y se daban las plantas suficientes para vivir de ellas”, dice Valadez. En Mesoamérica, sin embargo, pronto descubrieron que las semillas germinaban más y mejor en determinados lugares y los asentamientos no tardaron en llegar. Con ellos, la arquitectura y la cerámica y una vida sedentaria que propició grandes urbes. “Tenían que cuidar el huerto, no podían abandonarlo. Se desarrolla también la beligerancia territorial. En el norte perduró el arte rupestre, los petroglifos, eran sus límites culturales, barreras con carga sagrada, supersticiosa, donde otros no entraban”. Para aquellos primeros mexicanos del norte, la vida era una línea continua, seguían su camino sin detenerse, por eso la muerte no era algo a lo que rendirle tributo. “En otros lugares se monumentalizó la muerte, en el norte la ocultaban. Para los agricultores, el ciclo de la planta representaba la vida y la muerte, hacen pirámides para honrar todo eso, como hicieron dólmenes en Europa coincidiendo con la agricultura”. Con los nómadas, la muerte se metía debajo de la alfombra con rituales disuasorios del dolor para seguir camino.
Esa es la razón de que sacrificaran a los niños que nacían con problemas, o al más débil si se trataba de un parto gemelar, o que no destetaran a las criaturas hasta pasados varios años, de modo que no pudieran tener hijos en ese periodo, explica el arqueólogo. Todo estaba pensado para regular la población y seguir moviéndose por sus territorios. Lo mismo hacían con los ancianos, los abandonaban, igual que los esquimales. Los dejaban atrás. La muerte no se veía. Esa estructura poblacional con cientos de jerarcas diseminados, imposibles de integrar o de derrotar en una batalla fue la causa, dice Valadez, de que andando los siglos prefirieran exterminarlos, muy distinto a las conquistas de Mesoamérica.
Y así siguió hasta los comanches, como se decía. En Coahuila, Nuevo León, Durango nunca adoptaron la agricultura, “porque no era necesario, bastaba con cuidar el equilibrio ecológico y de población, por eso cuando llegaron los españoles no entendían nada, todavía no había agricultura y así estuvo hasta 1700. Apaches, comanches y lipanes se fueron replegando en la frontera. Lo que ocurrió después es bien conocido.
El pasado humano más remoto no encuentra gran acogida en México, expone Valadez. “No somos muchos ni tenemos grandes recursos”, muy al contrario de lo que ocurre con las civilizaciones prehispánicas, de gran interés entre la población. Cuando en 2002 se descubrió La Morita no hubo gran revuelo. “Siempre digo que este país tiene un millón de kilómetros cuadrados que a nadie le importan y un millón que a todos le importan”. Publicar en revistas científicas, afirma el antropólogo, es complicado y caro. La prehistoria, aunque en América no alcanza grandes registros, porque los primeros pobladores ya eran homo sapiens, sigue ofreciendo un interesante punto de partida para comprender las actuales tradiciones. Por qué se fuma y por qué se bebe mezcal de sotol, por ejemplo. Ellos ya lo hacían. “Eso fue hace unos 7.000 años”.
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