Los libros que he dejado atrás
En la inauguración de la Feria del Libro de Guadalajara, el novelista nicaragüense Sergio Ramírez compartió un discurso sobre la biblioteca que dejó atrás al verse obligado a salir de su país y vivir en el exilio. Estas fueron sus palabras
Siempre que busco a Nicaragua desde lejos, tras las puertas cerradas, vuelvo al poema de José Emilio Pacheco donde evoca el fulgor abstracto e inasible que emana del país propio, visto por mí ahora en la distancia como un espejismo. Todo eso que de manera imprecisa llamamos siempre patria, “pero (aunque suene mal) / daría la vida por diez lugares suyos / cierta gente…varias figuras de su historia / y tres o cuatro ríos…”
Pienso, quién puede remediarlo, en ese país distante, una cárcel que encierra otra cárcel, un doble círculo que se cierra a sí mismo con una llave herrumbrosa. Los que están presos en las celdas de aislamiento, y los que están presos dentro del país, porque tienen el país por cárcel, bajo la prohibición de abandonarlo.
Y estamos los del tercer círculo, que quedamos fuera de esa doble rueda de fierro andando con el país a cuestas: “huesos que fuego a tanto amor han dado”, dice Juan Gelman, “exilados del sur sin casa o número / ahora desueñan tanto sueño roto / una fatiga les distrae el alma /
por el dolor pasean como niños bajo la lluvia ajena…”
Expatriados, despatriados, desterrados. Extrañados. La ambición de una tiranía es la que de tu propio país se te vuelva extraño. Pero entonces uno vuelve a la poesía. “Tres o cuatro ríos”, dice José Emilio. “madre, que dar pudiste de tu vientre pequeño / tantas rubias bellezas y tropical tesoro / tanto lago de azures / tanta rosa de oro / tanta paloma dulce, tanto tigre zahareño…”, dice Rubén Darío.
Tres o cuatro ríos, lagos de azures, tigres y palomas, la casa en que naciste, la casa en que viviste, las calles que anduviste, los libros que dejaste atrás.
Y como hoy estamos entre libros, en esta gran catedral que se monta y se desmonta cada año, y he allí su permanencia de décadas en la cultura mundial, no puedo sino pensar en la biblioteca que he dejado atrás en Nicaragua, una casa dentro de otra casa, construida a lo largo de muchos años, desde que mi afición impenitente por la lectura me llevó a juntar libros.
Un ladrillo tras otro ladrillo, muros de libros que reclaman cada vez más estantes, provenientes de mis correrías por librerías de muchas ciudades del mundo; librerías suntuosas, con palcos, platea y escenario, como la del Ateneo en Buenos Aires; la librería Lillo, de Oporto, que parece una capilla gótica o la biblioteca de un alquimista; otras pequeñas y acogedoras donde reina siempre el silencio, o librerías de viejo en buhardillas que huelen a papel viejo y donde no falta tampoco el aroma a vejez de la naftalina; libros rescatados de entre el arcaico surtido de los cajones de los bouquinistas de la rivera izquierda del Sena. O como aquella librería del Sótano en la ciudad de México, allá en los sesenta, que exhibía los libros sobre tablones sin cepillar montados en burros, y donde me encontré con la edición de Letras Mexicanas de Pedro Páramo, y con Aura de Carlos Fuentes, editado por la editorial ERA.
Ahora no sé cuántos son mis libros. Creo que nunca lo he sabido. Alguien me ha preguntado alguna vez, al visitarme dentro de aquel refugio, si he alcanzado a leerlos todos, una pregunta de gran candidez, porque algo así es imposible. Leerse todos los libros coleccionados a lo largo de la vida sería un acto borgiano que puede llevar a la locura.
Las lecturas primeras persisten siempre en la memoria, como las huellas de un camino que todavía no sabemos a dónde habrá de llevarnos. Y volvemos a veces a andar sobre esas mismas huellas, volvemos a leer lo leído, volvemos a encantarnos, o nos desencantamos, quizás porque cada lectura tenga su momento propicio, que luego se pierde para siempre.
Los libros de mi vida, ahora tan lejanos, han estado allí, con sus lomos atrayentes, para darme ese privilegio de la escogencia de qué leer, y en qué momento leer.
Siempre tendremos más libros de los que nos alcanza la vida para leerlos, y a ese caudal estarán entrando siempre nuevos títulos, como a través de una compuerta siempre abierta; los que compramos cuando viajamos, los que nos llegan por correo, los que nos regalan los amigos.
La comedia humana de Balzac, en la edición que tengo en mi biblioteca, está formada por más de 20 tomos, con tapas de cartón. Es una edición muy vieja, que compré una vez en una librería de Clermont-Ferrand en Francia, porque su precio me pareció irresistible. La compré sin fijarme en las consecuencias, y cuando ya cerrado el trato le pregunté al librero por qué tan barata, dio una chupada a su Gauloise y me respondió que porque ocupaba mucho espacio en sus estantes.
Y una vez en mis manos, ¿qué hacía para enviarla a Nicaragua? Un amigo me ayudó a cargar los libros hasta la oficina más cercana de correo, el empleado los metió en sacas, y por un precio asombrosamente bajo también fueron enviados por correo marítimo y llegaron sanos y salvos; y allí están, sus tapas amarillo hueso visibles en uno de los estantes.
Y mis dos tomos de cuentos de Chéjov, empastados en cuero e impresos en papel biblia, como misales. A Chéjov regreso con toda confianza, como quien visita una casa a la que se puede entrar sin llamar porque sabemos que la puerta no tiene cerrojo, y lo imagino siempre sosteniendo sus quevedos de médico provinciano para examinar a las legiones de pequeños seres que se mueven por las páginas de sus cuentos y sus piezas de teatro, tan tristes de tan cómicos, y tan desvalidos, repartidos en las 14 categorías del escalón burocrático fijado por las ordenanzas de Pedro el Grande.
Libros de aprendizaje. La perla, de John Steinbeck, el primero que leí en inglés, como tarea, esforzándome en noches de desvelo con el diccionario Webster de bolsillo, durante aquel curso de verano en la escuela de idiomas de la Universidad de Kansas en 1966. Y la vez que tirado sobre la hierba bajo un tilo en el Volkspark de Berlín en 1973, cerré el ejemplar de La metamorfosis y le dije triunfalmente a Tulita, mi mujer: “Ya puedo leer a Kafka en alemán”.
Y la edición del Quijote en cuarto mayor que me entregó la Universidad de Alcalá de Henares al recibir el premio Cervantes, y para la que había mandado hacer un atril antes de que se cerraran las puertas de mi casa, y las puertas de la biblioteca, y así repasar de pie sus páginas, como los monjes repasan los libros de horas de los conventos.
Hacerse de una biblioteca que se convierte en un verdadero bosque frondoso toma tiempo, o toma toda una vida. Yo he vivido dentro de ese bosque, y solo yo puedo orientarme dentro de él, solo yo sé dónde está cada libro, y puedo ir directamente a buscarlo. En alguna ocasión alguien me convenció de que debería contratar a un bibliotecólogo que los clasificara, y resultó en un verdadero desastre. Cuando regresé de un viaje me hallé con el trabajo cumplido de manera muy profesional, cada libro con su etiqueta de clasificación, y un fichero de varias gavetas en una esquina.
Pero fue como si el orden establecido por aquella mano experta hubiera trastornado mi mundo, y me encontré perdido en mi bosque. Ya no sabía dónde estaba cada libro al que yo podía ir directamente, dentro del caos organizado en que todos vivían en paz y armonía, y me sentí extranjero en mi propio mundo. De manera que deshice el trabajo de clasificación, y volví a colocarlos de la manera en que antes los tenía, para llegar hasta ellos sin más guía que mi memoria.
Ahora todo está en silencio en ese bosque. Imagino los estantes de libros en la penumbra, quietos, en el recinto cerrado, esperando la mano que los devuelva a la vida. La mía, que he vivido entre ellos, dichoso de su compañía. Exiliados también ellos, en su propia soledad.
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