Joe Biden, el nostálgico del futuro asume un reto colosal
El demócrata jura este miércoles el cargo de presidente con un país estragado por la peor pandemia en un siglo, la recesión más aguda desde la Gran Depresión y una incipiente ruptura de la convivencia
Un colega del Senado, Daniel Patrick Moynihan, dijo una vez a Joe Biden: “No entender que la vida te va a golpear y tumbar es no entender lo irlandés de la vida”. Para entonces, el demócrata sabía ya de eso y no solo por lo que le había contado el abuelo Finnegan. Había pasado la infancia sorteando a los matones que se burlaban de su tartamudez. Había perdido a su esposa y su hija de un año en un accidente de tráfico a los 29 años. Vería morir, décadas después, a otro de sus hijos por un cáncer atroz. “Pero para mí esa no es la historia completa sobre lo que es ser irlandés”, dice Biden en Promise me, dad, el libro que escribió tras el fallecimiento de Beau, quien estaba predestinado a continuar la saga política. “Nosotros, los irlandeses, somos las únicas personas en el mundo nostálgicas del futuro. Nunca he dejado de ser un soñador. Nunca he dejado de creer en las posibilidades”, resalta.
Cuando era poco más que adolescente, la madre de su novia de entonces (Neilia, su primera esposa) le preguntó sobre su vocación profesional y él le dijo que quería ser presidente de Estados Unidos. Este miércoles, Joseph Robinette Biden (Scranton, Pensilvania, 78 años), nostálgico del futuro, creyente en Dios y en las posibilidades, jurará el cargo rodeado de alambradas y soldados, ante un Capitolio asaltado días atrás por una turba que quería evitar su Gobierno.
Biden asume la presidencia que ha codiciado durante medio siglo en las circunstancias más adversas que jamás proyectó y en un momento de su vida en el que se imaginaba ya de retirada. Después de dos carreras presidenciales fracasadas y una tercera en la que se le llegó a dar por muerto, el destino le ha puesto al frente de unos Estados Unidos atravesados por tres graves crisis: la peor pandemia en un siglo, la recesión más aguda desde la Gran Depresión y una incipiente ruptura de la convivencia.
El reto es mayúsculo, de calibre rooseveltiano, pero la oportunidad política resulta colosal, rooseveltiana también. Biden será el presidente que previsiblemente proclame el fin de la pandemia, el que complete el programa de vacunación y el que, salvo sorpresas, pueda celebrar la superación de la debacle económica. El destino ha escrito que este político de 78 años y sin excesivo carisma, moderado en un tiempo efervescente, ocupe lo que en el mundo de la fotografía se llama el instante decisivo. Se habla mucho de que será presidente de un solo mandato. Poco importa. Escribirá igualmente un episodio capital de Estados Unidos y, con este, de medio mundo.
¿El shock sobrevenido hace menos de un año lastrará o dará alas a las reformas? La derrota de Donald Trump y la recuperación de la Casa Blanca para los demócratas creó grandes expectativas y estos días cunden las comparaciones con la llegada de Franklin Delano Roosevelt al poder en 1933. Al poco de estrenarse este en el Gobierno, recibió a un visitante ―la prensa de la época no lo identificó― que le dijo al respecto del New Deal: “Señor presidente, si su programa tiene éxito, será usted el mejor presidente de la historia de Estados Unidos. Si fracasa, será usted el peor”. Y Roosevelt le replicó: “Si fracaso, seré el último [presidente]”.
La anécdota está recogida en The defining moment, un libro de Jonathan Alter sobre aquellos primeros 100 días en el poder, un relato, en palabras de su autor, sobre cómo un hombre de genio especial para la política y la comunicación revivió el espíritu de una nación golpeada.
Biden toma las riendas de un país en horas oscuras con una capacidad muy especial de adaptación al medio —fue conservador cuando el mundo lo requería y, por ejemplo, más rápido que Barack Obama en abrazar el matrimonio gay cuando la sociedad giró— y el olfato suficiente para saber que esas cualidades distintivas suyas —la calidez, la moderación, la dulce normalidad— se tornarían el jarabe necesario para este vibrante país.
“Tiene similitudes con Lyndon B. Johnson porque él también es un legislador experimentado que sirvió para un presidente más joven y ahora está llamado a llevar a cabo reformas progresistas, más progresistas de lo que la gente espera de él”, comenta por correo electrónico el escritor y periodista Evan Osnos, premio Pulitzer y autor de Joe Biden. American Dreamer, la última biografía sobre el demócrata. Osnos, que ha seguido y cubierto a Biden durante años, aborda la ambición del veterano político, una condición que en el vicepresidente de la era Obama suele pasar desapercibida, eclipsada por ese talante de hombre llano.
Será el primer presidente desde Ronald Reagan que no ha pasado por alguna de las ocho universidades de la Liga de la Hiedra —ese olimpo educativo formado por Harvard, Columbia y Princeton, entre otras—, una circunstancia que hoy, ante el clima de desconfianza hacia las élites, encierra algo de virtud política. En una crónica reciente de The New York Times sobre la preparación de su primera ola de decretos, asesores que trabajan con él contaban que detesta el lenguaje excesivamente técnico o académico, que con frecuencia interrumpe la conversación y dice: “Levanta el teléfono, llama a tu madre y le dices lo que me acabas de decir a mí. Si lo entiende, podemos seguir hablando”.
Sí, si lo entiende la madre, no el padre o el hermano. Biden es una criatura de la Generación Silenciosa, ese grupo de americanos que nacieron después de la Gran Generación, que combatió por la democracia en la Segunda Guerra Mundial, pero antes de los boomers y su revolución cultural. Nacido en el seno de una familia de clase trabajadora, hijo de un vendedor de coches Chevrolet, será el primer presidente católico desde John Fitzgerald Kennedy. También, el que llega al 1600 de la Avenida Pensilvania con mayor bagaje político. Juró su primer cargo electo de Washington, senador por Delaware, en enero de 1973, cuando tenía 30 años, y se convirtió en uno de los miembros de la Cámara alta más jóvenes de la historia. Ahora, tomará el cargo de presidente como el de más edad.
Entre un hito y otro, ha visto y contribuido a cambiar la sociedad desde el Congreso. Negoció con los políticos segregacionistas, votó la guerra de Irak, dirigió —de un modo que hoy ha envejecido mal— la primera gran audiencia por una acusación de acoso sexual (Anita Hill contra el que se iba a confirmar como juez del Supremo Clarence Thomas, en 1991). Ahora, promete impulsar la reforma medioambiental y sociolaboral más ambiciosa de la historia.
“En las decisiones importantes que se tienen que tomar rápido, aprendí con los años que un presidente nunca va a tener más del 70% de la información que necesita. Así que, una vez que has consultado a los expertos, los datos y las estadísticas, tienes que estar dispuesto a confiar en tus tripas”, ha dicho el próximo presidente en el pasado.
Biden ha prometido al mundo que Estados Unidos “vuelve” al tablero global tras cuatro años de giro aislacionista. A su país le ha prometido la curación de las heridas. Llega con muchos planes y un objetivo de fondo, recuperar la unidad del país, algo cercano a ella. Quiere llegar a acuerdos con los republicanos en el Congreso, sacar partido a su experiencia de legislador, y tratar de evitar que el nuevo impeachment a Trump condicione su andadura.
Sufrirá dificultades, ese lado irlandés de la vida. Más de la mitad de los votantes de Trump —y fueron 74 millones este 2020— le cree un presidente ilegítimo que ganó las elecciones de forma fraudulenta, pese que ni la justicia ni las autoridades electorales han hallado rastro alguno de semejantes irregularidades. Pasados esos primeros 100 días de gracia, también recibirá fuego amigo, presiones de los flancos más izquierdistas del Partido Demócrata, que ha recibido con cierta desilusión un Gabinete formado por veteranos de la vieja guardia de Obama. Pero también gobernará una sociedad que ha pasado cuatro años crispada y quiere un cambio.
Este martes, cuando dejaba su ciudad, Wilmington (Delaware), y ponía rumbo a Washington para la toma de posesión, se acordó de su hijo muerto en 2015. “Solo lamento una cosa, que Beau no esté aquí, porque debería ser él quien tome posesión como presidente”. La nostalgia del futuro no es incompatible con la del pasado.
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