El acercamiento de la derecha a los ultras tensa la cuerda en Bruselas
El PPE de Weber resquebraja el cordón sanitario a la extrema derecha y abre una nueva era en la política europea


La rosa de los vientos geopolíticos ha sido caprichosa con Europa en los últimos tiempos: la veleta de riesgos amenaza en todas las direcciones. Islandia acaba de decretar la máxima alerta por el deshielo del Ártico. Rumania se ve obligada a evacuar municipios por ataques rusos en territorio OTAN. Grecia perforará las profundidades del Mediterráneo para buscar petróleo con Chevron, el gigante estadounidense que contaminó el Amazonas durante décadas. En el flanco suroeste, el Supremo español falla (maravilloso verbo polisémico) contra el fiscal general del Estado y provoca una crisis política, y de vuelta al Norte, los socialdemócratas daneses pierden la alcaldía de Copenhague por primera vez en un siglo por el hartazgo del electorado con sus políticas migratorias, sacadas del manual del perfecto fascista. Washington reclama en Berlín que Alemania tome el mando militar de la OTAN en Europa, una de esas ironías en las que la Historia parece reírse a carcajada limpia. Todo está patas arriba: como colofón, la Unión se queda fuera del plan de paz para Ucrania, como sucedió con Palestina, y aun así le tocará pagar la factura. La lista es interminable, pero ese puñado de ejemplos basta para ver que en solo unos días las siete plagas de Egipto se precipitan sobre el continente. La querida, sucia y neblinosa Bruselas, esa incansable fábrica de amaños, solía levantar una ceja ante esos sobresaltos, como diciendo puro teatro. Pero incluso Bruselas es hoy pasto de uno de esos acelerones que tienen a los europeos en trance: hasta el barrio europeo, esa fortaleza lúgubre rodeada de tugurios, ha llegado la tremenda gresca que azota la política de Norte a Sur, de Este a Oeste.
El Partido Popular Europeo (PPE) acaba de aflojar el cordón sanitario que durante décadas permitió aislar a la extrema derecha. Ese cortafuegos va camino de desaparecer, de convertirse en una reliquia circunscrita a Francia y Alemania. El cabreo en las filas del resto de formaciones proeuropeas es morrocotudo. Socialdemócratas, liberales y verdes están que trinan con el susto o muerte de las derechas en noviembre. Las consecuencias de ese movimiento son inciertas: el PPE, liderado por el bávaro Manfred Weber, asegura que la vida sigue igual; el resto de partidos del consenso europeísta ponen el grito en el cielo, y los ultras se frotan las manos, felices con el ruido y furia. La mejor manera de vender más coca-cola en un cine es subir la temperatura de la sala. Y eso es exactamente lo que buscan —y consiguen— las extremas derechas del continente, adiestradas y financiadas por el trumpismo y Silicon Valley.
Pero dejemos hablar a los hechos, que decía aquel estribillo de Les Gottesman. Los populares europeos sacaron adelante hace unos días con los grupos ultra una rebaja drástica de los requisitos de sostenibilidad ambiental de las grandes empresas. El PPE solía votar con los ultraconservadores de ECR, de Giorgia Meloni, los más presentables entre los populistas. La novedad es que ahora son capaces de pactar con los Patriotas de Viktor Orbán, Marine Le Pen y Vox, e incluso con los Soberanistas, los más extremistas, de Alternativa para Alemania. Europa fue una vez una potencia normativa; eso va camino de acabarse, el nuevo mantra es simplificar y desregular. Esta es una legislatura Penélope: el objetivo de la derecha es destejer lo que se aprobó en los últimos años en materia de pacto climático, de normativa digital (está lista otra simplificación regulatoria que permitiría a la Inteligencia Artificial usar datos de los europeos para nutrir los algoritmos) y apretar las tuercas con la migración. Cuando se pueda, el PPE acometerá ese giro con socialistas y liberales. Cuando no, tiene a su alcance una mayoría alternativa con la ultraderecha.
Poco después de esa deflagración, el PPE volvió a apoyarse en los ultras para impedir que una comisión de la Eurocámara visitara Roma para evaluar el Estado de derecho en la Italia de Meloni. Pero es el episodio de la ley ómnibus sobre la simplificación regulatoria lo que ha dejado heridas: populares y ultras ya habían votado juntos una docena de veces, pero en asuntos menores; nunca habían negociado una ley. Eso era anatema en Bruselas por los tabúes históricos de Europa. Ya no lo es.
Sin estrategia
¿Cuál es la estrategia del PPE? “No hay estrategia: es pura inercia, Europa ha virado a la derecha en política nacional y esa tendencia tenía que acabar llegando a Bruselas. Los populares votarán con las fuerzas proeuropeas siempre que puedan. Y cuando no sea posible buscarán el apoyo de quien haga falta. Nos adentramos en un ecosistema de mayorías cambiantes”, sostiene Margaritis Schinas, exeurodiputado popular. “No hay tal estrategia”, insisten diversas fuentes consultadas en el PPE, que solo bajo la condición de anonimato -y preferiblemente en voz baja- musitan algún tópico del calibre de “el mundo ha cambiado, hay que adaptarse”.
Incluso en la cúpula socialdemócrata se echa mano de esa explicación: “El PPE es una maquinaria de poder. Quiere ocupar espacios de poder a toda costa, le dan igual los costes y los efectos secundarios. Incluso a riesgo de forjar mayorías que ponen en peligro el proyecto europeo y dan alas a nuestros enemigos. Incluso en políticas que van a marcar el éxito o el fracaso de Europa, como la agenda verde. No había visto una fragilidad como la actual por una irresponsabilidad de ese calibre”, zanja Teresa Ribera, vicepresidenta de la Comisión, en conversación con EL PAÍS.
Nieva en Bruselas, ataviada con un cielo tan gris, decía Jacques Brel, que hay que perdonarlo. Pero desde el despacho de Ribera, en uno de los pisos altos del barrio europeo, se divisa un horizonte azulado, el color de la cartelería del PPE. Los conservadores acumulan más poder que nunca. La alemana Ursula Von der Leyen preside con mano de hierro la Comisión. La maltesa Roberta Metsola lidera la Eurocámara. Los primeros ministros del PP son, de largo, el grupo más numeroso en el Consejo. La francesa Christine Lagarde, exministra del convicto Nicolas Sarkozy, dirige el Banco Central Europeo. La lista de altísimos cargos de la derecha es abrumadora, e incluye también los segundos y los terceros niveles, claves en los pasillos donde se cuecen las decisiones más relevantes: Bruselas es una ciudad que pasillea.
En uno de esos pasillos, una fuente diplomática acierta con el quid de la cuestión: “El PPE es una máquina de poder. El debilitamiento del cordón sanitario obedece a la lógica de digerir poder. Eso es todo”.
Meloni, la nueva normalidad
El PPE, en fin, es una máquina de poder, y Europa ha virado con claridad hacia la derecha: en la política nacional, y más a cámara lenta en la europea. “La excepción es España”, coincide la práctica totalidad de la veintena de fuentes consultadas para esta pieza. Ni siquiera se trata solo de Europa: el mundo entero gira hoy sobre ese eje, al ritmo de Donald Trump y sus tecnomagnates. A pesar de ese cambio tectónico, Bruselas mantenía un precario equilibrio con una mayoría proeuropea que lleva 80 años en liza, pero “la plataforma” (la alianza de populares, socialistas y liberales en la jerga imposible de Bruselas), pierde brillo en favor de la mayoría Meloni: “La UE se mira en el modelo Meloni, cuyos Hermanos de Italia son capaces de pactar con los populares, con la Liga, con lo que haga falta. ECR ha logrado sortear el cordón sanitario. Meloni, con un partido que hunde sus raíces en movimientos neofascistas pero ha sabido limar sus aristas más duras, es la nueva normalidad”, asegura Leonardo Schiavo, exalto cargo del Consejo.
Jüri Laas, del equipo de Metsola, añade que el PP juega con elementos populistas porque el electorado está cambiando. “Weber, con el PP español alentándole, está convencido de que esa es la táctica, aunque para ello pueda perjudicar los intereses de alguno de los suyos, como Von der Leyen. La derecha sintoniza con esa sensación de la ciudadanía que considera que Europa tal vez haya ido demasiado lejos en algunas agendas, con demasiada burocracia. Los europeos han hablado con claridad en el último ciclo electoral. Y no es fácil defender eso de que la gente vota mal”. Pedro López de Pablos, asesor de Weber, niega que esa mayoría alternativa vaya a ser la norma: “Estamos firmemente comprometidos a seguir trabajando con la plataforma proeuropea”. “Los votos de AfD [los ultras alemanes] no fueron decisivos”, se tuvo que justificar el propio Weber en su país poco después de que el cordón sanitario saltara por los aires.
Pero el resto de partidos lo ven de otra manera. Terry Reitke, colíder de los verdes, define con inigualable poesía la situación: “El PP ha conseguido crear una atmósfera de mierda”. Los liberales han enfurecido: “Weber va a generar una inestabilidad enorme. Trump debe estar aplaudiendo con las orejas”, señalan fuentes de la dirección de Renew. Iratxe García, líder de los socialdemócratas, carga también con dureza contra Weber: “El PP europeo se ha españolizado para mal, y por esa senda es muy posible que de la desregulación pasemos al pacto verde, a la migración y a aguar la normativa digital. El sueño de la desregulación produce monstruos”.
En las filas del PPE. uno de los eurodiputados españoles concede que hay “tensión interna” en su grupo por esa decisión, pero apunta que la extrema derecha ha crecido tanto que dejar fuera a los ultras ya no es una opción: “Los populistas deben tener responsabilidades; de lo contrario nunca se desgastarán. Europa pierde competitividad y hay que desmontar lo aprobado en la legislatura anterior, y con socialistas y liberales eso no es fácil. El trumpismo es una revolución social que está llegando a Europa: ¿Esa marea la va a recepcionar por entero la extrema derecha o podemos tratar de absorberla en el centroderecha?”.
Los cortafuegos contra los ultras funcionan en el corto plazo, pero a la larga sus resultados son discutibles. Solo Francia y Alemania los mantienen contra viento y marea, y allí los apoyos de la extrema derecha francesa rondan el 35%; AfD supera el 25%. En los nórdicos, la ruptura del cordón deja resultados mixtos, nubes y claros. En el Este han llegado a los gobiernos y aceleran aún más. Y en Italia, Meloni es un Jano bifronte: ofrece políticas radicales en casa, pero ortodoxia en Bruselas. “El cordón sanitario era lógico hace años, cuando había dos bloques, izquierda-derecha. Desde la crisis de refugiados han aparecido tres bloques: un tercio del electorado es de izquierdas, un tercio de centroderecha liberal y el último tercio ultra, con fuerzas muy peligrosas, pero también animales políticos más híbridos. Y muy votados, han conseguido conectar con el espíritu de los tiempos. Me temo que los cordones van a ir aflojando”, vaticina Luuk Van Middelaar, del Instituto de Geopolítica Europea.
“Máxima diversidad en el mínimo espacio”: esa es la feliz definición de Europa de Milan Kundera en un ensayo de los ochenta con un título premonitorio: Un Occidente secuestrado. Puede que ahora la definición se ajuste mejor a máxima fragilidad en el mínimo espacio. Joaquín Almunia, exvicepresidente comunitario y exministro socialista, considera que la socialdemocracia “está en los huesos” y poco puede hacer “ante el desmontaje paulatino del proyecto europeo, en la doble escala nacional y de Bruselas”, con un centroderecha que se centra “en sobrevivir y en agarrarse al poder, si hace falta desnaturalizando poco a poco el proyecto europeo”. El analista Alberto Alemanno considera que el cortafuegos clásico ha saltado por los aires y eso va a redefinir la mayor parte de las políticas: “Es una herida autoinfligida que permite a Trump intensificar su presión sobre la UE”. El politólogo Cas Mudde añade que la idea de que los ultras se moderan en el poder “es ingenua”. “Dejan de lado las posiciones más radicales, pero solo para sacar adelante una parte de su agenda. Meloni es el mejor ejemplo: socava los valores liberales con ataques furibundos a la comunidad LGTBI, a los medios y a los migrantes, pero pese a todo en Europa es percibida como presentable. Bruselas ha terminado reflejando esa dinámica que se impone en las capitales”, dice.
Se detecta tensión en el PPE. Hay cabreo entre socialistas, liberales y verdes, en ocasiones un punto teatral. Queda por medir la temperatura en el extremo: Jorge Buxadé, eurodiputado de Vox, aparece en la cafetería del Parlamento para ofrecer su análisis. “Los populares parecen avergonzados de esa primera infidelidad al cordón sanitario. Pero les ha entrado el miedo en el cuerpo: votan mirando qué hacemos nosotros, y acabarán aliándose con ECR, Patriotas y Soberanistas en muchos más asuntos”, vaticina exultante con la rosa de los vientos europea. “Vamos a ser inflexibles con las políticas migratorias y medioambientales”, advierte: se avecina temporada de huracanes en Bruselas.
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