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La brújula europea
Columna
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El cordón sanitario ha muerto: ¿sobrevivirá la derecha normal?

El PPE ya colabora con los ultras en el Parlamento Europeo. Busca ser un Jano bifronte y puede acabar fagocitado con sus dos caras

Andrea Rizzi

El cordón sanitario quedó formalmente enterrado en la UE este jueves, cuando el Partido Popular Europeo (PPE) y formaciones de ultraderecha consumaron felizmente y por primera vez su unión para aprobar una medida legislativa en el Parlamento Europeo, en este caso una rebaja de los requerimientos de sostenibilidad en materia de medio ambiente y de respeto de derechos humanos para las empresas. Ya hubo en el pasado escarceos a cuenta de resoluciones y enmiendas, pero esta vez el connubio escala al máximo grado de actividad parlamentaria.

El hecho es, de por sí, de gran relevancia. El PPE ya es sin vacilaciones un Jano bifronte: cooperará con la tradicional mayoría europeísta —socialdemócratas, liberales, verdes—, Pero ya no deja dudas de que, cuando le plazca, recurrirá al lado oscuro de la Luna. Con el cordón sanitario, queda enterrada una época política. Cabe preguntarse si el PPE —si la derecha presuntamente moderada— sobrevivirá a esta apertura de puertas a los ultras.

Los estrategas del PPE —con Manfred Weber, su jefe de filas en la Eurocámara, a la cabeza— deben de tener claro que esta posición de partido en el centro de dos opciones le beneficiará, optimizando el número de políticas que pueden plasmarse de acuerdo a sus deseos de una manera u otra. Pero la bajada del puente levadizo se suma a las bajadas de argumentos de una manera que parece edificar pieza por pieza el monumento de la victoria final ultraderechista. La aceptación de las tesis ultras es cada vez más amplia —en materia migratoria y medioambiental, sobre todo—, a veces sin matices, otras con distingos casi inasibles.

El fenómeno de erosión ya ha cobrado un duro peaje. Los ultras encabezan sondeos en Alemania, Francia, Reino Unido, Italia, Rumania. En la media de sondeos europea que elabora Politico el PPE baja (como los socialdemócratas y los liberales) y suben las agrupaciones ultras. Si una encuesta preguntara a ciudadanos europeos quiénes son los líderes de la ultraderecha en Francia, Reino Unido e Italia es razonable pensar que el grado de acierto sería muy elevado: Le Pen, Farage y Meloni. Si se preguntara por quiénes son los líderes de los conservadores en esos mismos países, cabe intuir una debacle generalizada (son Bruno Retailleu, Kemi Badenock y Antonio Tajani). El asunto puede parecer anecdótico, pero es sintomático de una enfermedad política. En esos tres importantes países europeos, el conservadurismo tradicional se halla en estado comatoso por el empuje de una ultraderecha que ha conseguido marginalizarlo.

Por supuesto, el PPE es una máquina formidable y retiene extraordinarios resortes de poder e instrumentos de resistencia. Gobierna en países tan importantes como Alemania y Polonia. Pero, cabe notar, en los dos casos, con firme rechazo a la ultraderecha y con coaliciones con formaciones de otra inspiración.

Por si no fuera suficientemente inquietante el entierro weberiano del cordón, ahonda la preocupación la materia que propició el sepelio. Una medida de desregulación, que se defiende como alivio a las pequeñas empresas, pero que sospechosamente era una vibrante petición de Trump y de Qatar. Revisar y aliviar regulaciones no es anatema de por sí. Draghi ha exhortado a aplazar la aplicación de la segunda fase de normas sobre inteligencia artificial hasta tener más claro cuáles serán sus consecuencias sobre la capacidad de innovación y la productividad europeas, y probablemente tenga razón. Pero el episodio del jueves bajo presión de Trump no se aspira como la mejor fragancia de la moda parisiense.

Las ultraderechas han demostrado ser unas formidables máquinas creadoras de penetrantes estados emocionales. Construyen con mayor capacidad que otros imaginarios políticos. Hay que desinflarlos, atajando los asuntos que le dan alas —por lo general coste de la vida e inmigración ilegal— y contraponiendo otra visión que también tenga una vibración emocional. Asociarse a ellas parece la receta perfecta para culminar su normalización y dejarse fagocitar. Ese resultado sería una tragedia democrática.

A diferencia de Alemania, algunas izquierdas tienen parte de responsabilidad porque, al negarse a facilitar opciones de gobierno a los populares —como, por otra parte, estos a aquellos— les arrojan en brazos de los ultras como única opción viable de ejercicio del poder. Pero en el caso del Parlamento Europeo el entierro corre entero a cargo de los populares, porque tienen otras puertas abiertas. Veremos si sobrevivirán de una manera que les resultara reconocible a Adenauer y De Gasperi, o acabarán fagocitados o transmutados.

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS. Autor de la columna ‘La Brújula Europea’, que se publica los sábados, y del boletín ‘Apuntes de Geopolítica’. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Autor del ensayo ‘La era de la revancha’ (Anagrama). Es máster en Periodismo y en Derecho de la UE
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