Los jóvenes de África se hartan de sus líderes
Las protestas juveniles se extienden por el continente, desafían a regímenes autoritarios y buscan nuevos referentes frente a un Occidente decadente

De Kenia a Madagascar, de Senegal a Camerún, de Tanzania a Nigeria o de Marruecos a Mozambique. Una ola de protestas protagonizadas por jóvenes de menos de 30 años, la llamada Generación Z, recorre África y parece imparable. Ocupan las calles y los espacios públicos, se enfrentan a las fuerzas del orden, revientan elecciones o tumban regímenes. En unos países se enfrentan a dirigentes que se eternizan en el poder y hacen trampas en las urnas, en otros combaten la vida cara, la falta de empleo o los cortes de agua y luz. Se organizan en las redes sociales como movimientos horizontales. Quieren hechos, no promesas, buscan nuevos referentes y aliados y están haciendo saltar las costuras de los viejos pactos que sirvieron a sus padres y abuelos, pero que asfixian a esta Generación Z africana, tan hastiada de lo antiguo como libre de todo compromiso.
Como si fuera un símbolo de aquello contra lo que luchan, en apenas una semana de octubre, el continente africano ha vivido la reelección de tres presidentes: el camerunés Paul Biya, de 92 años, que lleva en el cargo desde 1982; el marfileño Alassane Ouattara, de 83 años, quien inicia su cuarto mandato presidencial, y la tanzana Samia Suluhu Hassan, de 65 años, quien lidera un partido político que lleva en el poder desde 1977.
En los tres países, el camino a la reelección quedó libre después de que los principales líderes opositores fueran barridos de la carrera presidencial tras ser encarcelados, sentenciados o apartados por la vía judicial. El procedimiento no es nuevo, pero ya no se digiere con facilidad: las protestas sacudieron los procesos electorales, con especial intensidad en Tanzania, donde hubo cientos de muertos por la violencia policial.
Semanas antes, el presidente de Madagascar, Andry Rajoelina, huyó del país tras un mes de protestas de jóvenes que enarbolaban la bandera pirata con sombrero de paja del cómic One Piece. Al mismo tiempo, los jóvenes de la Generación Z sacudían la habitual estabilidad de Marruecos exigiendo más dinero para hospitales y escuelas y menos para construir estadios de fútbol.
En Kenia, un intento de subir los impuestos el año pasado desembocó en manifestaciones que quemaron el Parlamento y han sido reprimidas con gran violencia, mientras que en Senegal miles de jóvenes estallaron de cólera en 2021 contra un Gobierno que usó la justicia para atacar al líder opositor Ousmane Sonko, propiciando desde la calle un giro electoral aplastante. Mozambique, Nigeria, Uganda o Togo han vivido también protestas recientes con el denominador común de sus protagonistas principales, los jóvenes.
Reparación y justicia
“Son revueltas en las que no hay una utopía política”, asegura Abdourahmane Seck, antropólogo e historiador senegalés, “los jóvenes no piden democracia, sino reparación y justicia”. A su juicio, es necesario bucear hasta el pasado colonial para encontrar las respuestas, cuando las antiguas metrópolis europeas y las élites africanas acordaron mantener estrechos lazos tras las independencias y se apoyó a dictaduras y regímenes autoritarios.

“Después, la supuesta democratización de los años 90 no trajo dignidad ni bienestar, mucha gente siente que se han burlado de ellos”, continúa Seck. “Ahora, nuestras sociedades han producido una generación que no se ha alimentado del mismo biberón: se comunican por redes sociales, se exponen públicamente, hablan otros lenguajes. Y tienen sus propios productores intelectuales. No es algo puntual, sino estructural. Continuará y harán saltar todos los diques y barreras”.
Y es que entender el impacto de esta generación pasa primero por comprender su peso demográfico: el 60% de la población africana tiene menos de 25 años. No vivieron el sueño de la liberación anticolonial ni la esperanza de la democracia. Crecieron con un teléfono móvil en la mano a través del que se relacionan con el mundo. Ven, en sus pantallas, otros mundos posibles. Piden una sanidad que les atienda, una educación con una calidad mínima y conseguir un empleo con un sueldo en condiciones.
En Malí, el detonante de las revueltas, que tumbaron al presidente Keita en 2020, fue un vídeo viral de su hijo festejando en un yate; en Marruecos, la muerte de una decena de mujeres en un hospital por un anestésico en mal estado; en Madagascar, los cortes de luz y de agua.
Estos son los acontecimientos puntuales, pero el malestar es profundo. “Pese a los contextos diferentes de un país a otro, el fondo es el mismo: un hondo rechazo de las prácticas políticas dominantes y una desilusión frente a sus dirigentes, percibidos por algunos como demasiado próximos de los intereses occidentales. Para muchos jóvenes africanos, la lucha política y social sigue siendo un fantasma colectivo alimentado a la vez por la herencia de grandes figuras de la independencias (…) y por la desilusión frente a la realidad contemporánea y las promesas no cumplidas”, asegura Bah Traoré, responsable de investigación del centro de estudios Wathi.
Los viejos regímenes africanos, con dirigentes que llevan 20, 30 ó 40 años en el poder, muestran signos de agotamiento pero se resisten a morir y lo hacen con gran violencia. En Tanzania aún cuentan sus muertos y desaparecidos y en Kenia han aparecido fosas comunes. “No tenemos miedo”, reflexiona la joven Awa Agbessi, de 24 años, por teléfono desde Togo, donde esta generación lidera las protestas contra el clan Eyadema, que se alzó con el control de los resortes del Estado en 1967 hasta hoy en día. “Nos gasean, nos golpean, nos impiden manifestarnos. Pero estamos determinados a cambiar las cosas y que nuestro país avance. Los políticos solo piensan en sus bolsillos, nosotros creemos en el futuro”, dice con solemnidad. Las mujeres, cada vez más formadas, están desempeñando un papel decisivo en estos movimientos. “La Generación Z no ha hecho más que asomar la cabeza”, remacha.

Decepcionados por sus dirigentes, a quienes acusan de corrupción generalizada, nepotismo y sumisión frente a Occidente, se lanzan a las redes o a las calles y se autoproclaman sin miedo panafricanistas, anticolonialistas, soberanistas o anticapitalistas. En el Sahel o en Guinea-Conakry, juntas militares que supieron leer el signo de los tiempos se alzaron con el poder aupados por estos jóvenes.
El capitán Ibrahim Traoré, el joven líder de Burkina Faso (34 años), ha suspendido toda actividad política y encarcela a quienes osan alzar la voz contra su régimen militar, pero se ha convertido en el gran referente para miles de jóvenes gracias a feroces campaña de propaganda allí donde se nutren los nuevos contestatarios, en las redes sociales. Sus vídeos en los que, vestido con su eterno uniforme caqui de campaña, rompe los lazos con Francia, estrecha la mano a Vladímir Putin y lidera a las huestes africanas contra Occidente se viralizan como la pólvora.
Frente a la retirada forzada de Europa y de Estados Unidos del territorio y del imaginario, otras potencias y países toman el relevo como aliados económicos, en materia de seguridad o incluso referentes culturales. En un reciente artículo publicado en el boletín del Instituto Fundamental de África Negra lo expresaba así el profesor Seck. “Esta guerra combinada de soberanía y de clases demuestra que no son solo los estados quienes están reposicionando a África de manera diferente en el mapa de las relaciones internacionales, sino que son sobre todo las poblaciones mismas quienes, a través de la migración, incluso irregular, y también mediante demandas alternativas de bienes culturales y materiales, están reconfigurando los vínculos del continente con el resto del mundo. (...) Esta tendencia no excluye a Rusia, que, a pesar de sus esfuerzos cada vez más precisos por influir en la opinión pública y la intelectualidad africanas, sigue estando bastante limitada a un enfoque bilateral centrado en una cooperación militar y de seguridad opaca”.
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