Horror en Nápoles ante adolescentes con pistolas que matan por mancharles las zapatillas
Tres muertos en dos semanas, tiroteos entre menores de edad y jóvenes que posan armados en redes sociales desatan la alarma en la ciudad y delatan graves carencias del sistema, empezando por los colegios
Le pegó un tiro porque le habían manchado unas zapatillas Versace de 500 euros. Eso dijo el chico de 17 años que mató a otro de 19, Santo Romano, el pasado 1 de noviembre en San Sebastiano al Vesuvio, cerca de Nápoles. Y la víctima solo había ido a poner paz, ni siquiera había sido él quien manchó las zapatillas. Cuando este miércoles el coche fúnebre llegó al funeral, en una iglesia del barrio de Casoria, en las afueras de la ciudad, sus amigos de clase y de su equipo de fútbol se arremolinaron en torno al ataúd blanco, casi sin saber cómo cogerlo, con un respeto paralizante, por la impresión de tocar la muerte tan pronto, tan jóvenes. “No se puede morir por una zapatilla”, se repetía en los corrillos, una multitud que bloqueó la circulación.
Las fotos de Santo Romano, en carteles, en las camisetas que llevaban decenas de adolescentes que se abrazaban entre sollozos, muestran a un bravo ragazzo, cara de buena gente, como muchos otros chicos muertos en Nápoles de manera absurda a manos de otros menores. En 15 días han sido tres. La semana anterior, otro chaval de 15 años, Emanuele Tufano, en el centro de Nápoles, esta vez en un tiroteo entre grupos de menores. Las famosas baby gang o paranze que a veces están vinculadas a un clan de la Camorra, pero a veces no, son simples bandas juveniles que van por ahí con pistolas. Este sábado de madrugada murió de un disparo en la frente un chico de 18 años, Arcangelo Correra, sin antecedentes, otra vez en pleno centro, Via dei Tribunali. A última hora del día no se descartaba que se le disparara el arma jugando.
Los funerales con ataúdes blancos se repiten con rituales parecidos que los chicos se han visto obligados a inventar estos años. Globos que se elevan en el aire, botes de humo de colores, camisetas con la foto del fallecido, murales en las paredes. A Santo Romano lo acompañó una nube de decenas de ciclomotores, pitando al unísono en el caos del tráfico, que seguía al coche fúnebre al anochecer en una atmósfera de fatalidad.
Pero hay otros rituales paralelos entre quienes disparan: fotos en redes sociales con poses de matón, con armas, cadenas al cuello y ropa cara. Se envían mensajes de admiración, de apoyo, también cuando detienen a alguien. No tienen por qué ser chicos de algún clan, pero es la Camorra la que marca las tendencias, los modelos de conducta y de éxito. Todos se creen personajes de la serie Gomorra. Horas después del homicidio, el chico de 17 años detenido por la muerte de Santo Romano publicó fotos suyas armado y haciendo con la mano el gesto de una pistola. Tras su arresto, le llegaron mensajes de solidaridad.
Algo se ha descontrolado en Nápoles con los adolescentes y las pistolas, pero viene de lejos. En 2023 subieron un 17% los delitos cometidos por menores y este año se teme que aumenten aún más. La muerte de Santo Romano tiene tan poco sentido como otra del año pasado, el 20 de marzo de 2023, cuando le ocurrió exactamente lo mismo a Francesco Pio Maimone, de 19 años: lo mataron por unas zapatillas que se mancharon, esta vez unas Louis Vuitton de 1.000 euros. En este caso él no tenía nada que ver con la discusión; pasaba por allí, fue una bala perdida. Disparó otro joven de 20 años.
Las historias que hay detrás de estos chavales suelen explicar bastantes cosas; de alguna manera todos son víctimas de un sistema profundamente enfermo. La ciudad está viviendo un auge efervescente del turismo, se abren apartamentos turísticos en calles donde antes uno no entraría ni loco, pero el mal de fondo sigue ahí y a veces aflora violentamente. El que disparó hace un año se llamaba igual que el chico que mató, Francesco Pio, porque está vivo de milagro. Su madre hizo un voto a Padre Pio, fraile muy venerado en Italia, después de quedar gravemente herida cuando estaba embarazada de siete meses: su marido la acuchilló. Era un miembro de un clan de la Camorra, que luego murió asesinado, cuando el niño tenía 10 años.
En el caso de Santo Romano, su padre lleva cinco años en la cárcel, y se enteró de la muerte de su hijo viendo la tele en prisión. Se desmayó allí mismo. Por su parte, la madre del chico detenido ha hecho pública esta semana una carta a la familia del fallecido, para pedir perdón, escrita a mano en una hoja de cuaderno: “Nuestro hijo ha destrozado vuestra familia, pero también la nuestra. Somos una familia humilde. Mi marido trabaja, tiene un camión de bocadillos”. Luego, una precisión: “No tengo antecedentes, no estoy afiliada a ningún clan. Somos una familia normal”. Explica que hace dos años su hijo hace “se volvió intratable” y tuvo que recurrir a los servicios sociales. Acababa de salir de la cárcel de menores de Nisida, por tráfico de drogas. Ha aparecido una foto suya en redes sociales con un jefe del clan Aprea del barrio de Barra, como si fuera con un futbolista famoso. Están con una botella mágnum de champán y con otro joven. Es una casualidad siniestra: es Francesco Pio, el otro chico que hace un año disparó por otra zapatilla.
Al funeral de Santo Romano llegaba el miércoles uno de esos curas que se enfrentan a la Camorra, Maurizio Patriciello, muy conocido. “Todo lo que tiene que ver con los chicos interpela a los adultos. ¿Quién les ha dado las pistolas? ¿Dónde estaban los adultos cuando todo esto sucedía?”, se pregunta. En este caso, el detenido ha dicho que la compró por 500 euros. “Es el momento de una reflexión. Estos chicos son feroces, dan miedo. La línea de demarcación entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, se ha hecho muy sutil, también entre la minoría y la mayoría de edad. Los 17 años de estos chicos no corresponden a su edad existencial. Entiendo a quienes piden penas más severas, pero antes viene la educación; tenemos que ir al encuentro de estos chicos y educarlos”.
El sistema falla desde abajo. El absentismo escolar en la zona metropolitana de Nápoles es de los más altos de Italia. En el último curso han llegado a la prefectura 3.340 avisos de niños que dejaban de ir a clase, y el 21% de los casos ha llegado a los tribunales. El 16% de los jóvenes de la región, Campania, abandona el colegio a los 14 años. “Aquí combatimos con lo básico. Algunos vienen sin nada, sin cartera, sin un bolígrafo. Lo decimos a los padres y se encogen de hombros porque para ellos la escuela no es la prioridad. He tenido chicas con verdadero talento, pero el padre quiere que trabaje en un bar, la cosa más rápida”, se desespera Mariarosaria Stanziano, la directora del instituto donde estudiaba Santo Romano, el Archimede de Ponticelli. Es un barrio al pie del Vesubio, en la interminable sucesión de casas populares, polígonos y ruinas industriales de la periferia de Nápoles. En territorio de clanes, el colegio es una trinchera solitaria.
Al día siguiente del funeral de Santo Romano, el jueves por la mañana, sus compañeros celebraron un acto de recuerdo delante del edificio. Unos 300 chicos, todos vestidos de negro. Una generación trastocada por el asesinato de un compañero. Una pancarta colgaba sobre la puerta de entrada: “Santo como Abel, a manos de Caín”. Uno de los chicos leyó un mensaje pidiendo que todo el mundo dejara las armas. “Es que aquí a veces encontramos puños americanos, navajas… Estos chicos con 17 años se ven completamente solos, sin ningún control, sin reglas”, dice Stanziano. “¿Sabe qué pasa? Las familias nos piden muchas veces que les sustituyamos porque no son capaces de generar normas; nos piden que lo hagamos nosotros, que les ayudemos. Son generaciones frágiles, también las de los padres, que tienen miedo. Les dan miedo esas puertas cerradas, esos chicos que se encierran en su habitación”.
La directora admite que a veces se siente sola bajo el peso de la responsabilidad, pero es una de esas italianas increíbles que salvan con empeño personal las carencias de un sistema fallido: “Tenemos que creer en lo que hacemos. Llevo 47 años en esto. Siempre he trabajado en contextos difíciles y las mayores satisfacciones se tienen aquí. Si consigo subir a mi barca a un solo chico que se está ahogando, ya he vencido”. Piensa igual Rosa Praticò, que lleva en el barrio la asociación Officina delle Idee, trabaja con los chicos del colegio haciendo cine, cortometrajes, cursos de danza: “Les ayudas a imaginarse en una vida distinta”. Verdaderamente creen en el poder salvífico, transformador, de un libro, de una obra de teatro, del arte.
Los colegios hacen lo que pueden, pero faltan comedores escolares, actividades extraescolares, psicólogos y asistentes sociales; también piden más policía en la calle, cámaras. Cuando cae la noche, estos barrios parecen tierra de nadie. El Gobierno de Giorgia Meloni aprobó el año pasado el llamado decreto Caivano, nombre de una localidad cerca de Nápoles donde unos menores cometieron una terrible violación en grupo. Ese decreto, controvertido, ha endurecido las leyes para mandar chavales a la cárcel y castigar también a sus padres. Pero muchos expertos, como el escritor Roberto Saviano, advierten de que la mera severidad policial y llenar cárceles saturadas no servirá de nada.
En su despacho del tribunal de menores de Nápoles, la fiscal Maria de Luzenberger, que lleva más de 18 años en esto y ha visto de todo, confiesa que tiene una guerra personal contra el absentismo escolar. Le llegan chavales que apenas saben hablar italiano ni escribirlo; se manejan en dialecto. Estos chicos con pistola, ¿de dónde salen? “En general son familias con problemas. Chicos que han frecuentado poco la escuela, hay una relación directa con eso. Hijos de padres que tampoco han ido al colegio”. Explica que faltar a clase es la primera señal de estar fuera de la legalidad, de que pertenecen a familias que viven fuera del sistema. “Luego vas a ver y siempre hay detrás desastres familiares: violencia, padres en prisión, chicos dejados solos, familias deshechas, padres demasiado jóvenes... Y debería haber más prevención de embarazos precoces”.
Con 14 años, muchos chavales ya no quieren ir al colegio, no creen que sirva para nada. “No consideran que la cultura sea un ascensor social, pero vender droga, sí. El problema de la violencia es un problema de cultura, obviamente, y aquí entra la Camorra, porque domina algunos barrios, y algunos personajes se convierten en ídolos para los chicos. En muchos casos los capos están en la cárcel y la edad de quienes mandan ha bajado, se han insertado muchos chicos y también mujeres. La Camorra siempre ha usado a los niños, siempre”, reflexiona la fiscal. La Fiscalía a veces entra en ese ecosistema para dar órdenes de alejamiento de un niño de la propia familia camorrista. En ocasiones, el arresto salva a algunos menores, hacen una buena trayectoria educativa, “pero luego regresan a su territorio y todo vuelve a empezar, te los acabas encontrando de nuevo en el tribunal”.
Dos pisos más abajo, el bar del tribunal se llama Caffè Sospeso (suspendido). Esta expresión napolitana encierra toda una filosofía de la ciudad: es dejar un café pagado para alguien que pase luego y lo necesite. Lo llevan chicos que han cumplido condena de una asociación llamada Scugnizzi (chiquillos de la calle, en napolitano). Un cartel explica sobre el café suspendido: “Suspendido como cada chico de esta ciudad bella y maldita. Como un equilibrista entre la vida y la muerte. Cada hijo de Nápoles tiene derecho al rescate y a ser considerado no solo por los errores cometidos, sino por las veces que ha caído y ha conseguido levantarse”. Hay cientos de asociaciones así en Nápoles, que intentan llegar donde no llega el Estado, tapar sus agujeros. Hacen milagros.
Una de las que hace milagros es Carmela Manca, 71 años y, de ellos, 41 dedicada a ayudar a menores. Dirige la asociación Figli in Famiglia, en el barrio de San Giovanni-Barra, el lugar donde han crecido los dos chicos que dispararon por una zapatilla manchada. Saca a los chavales de la calle, les da un lugar para ir después del colegio a hacer los deberes, a jugar al fútbol, natación, hacen teatro, pintura, tienen un gimnasio. Ha visto pasar miles desde 1983. Suspira al decir que solo ha “perdido” dos jóvenes por el camino en todos estos años. Uno que murió, y no da más detalles, y otro que ahora es un boss del clan local. “Me saluda de lejos, tiene una forma de respeto y vergüenza hacia mí, sabe que se ha equivocado, pero creo que también es para protegerme porque si le vieran conmigo sabe que me causaría problemas”, comenta.
La asociación está en una nave, una vieja fábrica de latas de conserva. Lleva aquí desde 1998, todavía está pagando la hipoteca. Manca está sentada ante el ordenador, peleándose con facturas. Porque ella misma se siente abandonada a su suerte por el Estado, como el último fuerte en territorio hostil. “Abro a las ocho y esto es una procesión. Vienen a buscar trabajo, a comer, a pedir ayuda… ¡Y luego pago más de 13.000 euros al año de tasa de basura!”, lamenta. Es la última red de resistencia, coordinada de forma informal con autoridades, servicios sociales, escuelas. Mientras conversa llega una mujer a recoger un paquete porque este lugar también es punto de recogida de mensajería. “Sacamos 20 céntimos por entrega, todo ayuda”, explica.
Empiezan a llegar niños a partir de las tres de la tarde. Más de 70. “Están hasta las ocho de la tarde y hay que echarles, prefieren estar aquí que en su casa. Les damos reglas a respetar, se sienten seguros con nosotros. Estos niños son hijos de un gran malestar, de un abandono de años, de una gran responsabilidad de la clase política, de la sociedad”, explica. Baja la voz: “Estos niños en el biberón beben leche y camorra, ven a las fuerzas del orden como enemigos. Hace falta mucho coraje, sobre todo cuando se nace en algunas familias, para salir de ahí”.
Reconoce que es difícil luchar contra una mentalidad casi ancestral. El otro día, uno de los chicos publicó una foto en redes sociales con otro. Con 14 años, estaba con una pistola, abrazado a su amigo, y la frase: “Estaré siempre detrás de ti”. “Les reñí, pero no lo entendía; me decía que era algo bueno, que lo quería proteger. Pero es que el lenguaje que habla es el que oye a su alrededor, la ley del más fuerte. Es el único medio para decir: ‘yo existo’. Es normal ser violento. Si quieres ser importante, tienes que ser violento. Tienen los problemas que tuvieron sus padres, sus abuelos, multiplicados por las redes sociales. Esto es una cadena enferma que hay que romper”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.