El atentado de Moscú exacerba la persecución de las autoridades rusas a los inmigrantes
Pese a necesitar trabajadores, algunas regiones prohíben a los extranjeros emplearse en comercios o llevar taxis. Cada día se producen redadas en mercados y empresas en busca de inmigrantes nacionalizados rusos que puedan ser reclutados
El atentado cometido por un grupo de yihadistas tayikos en la sala de conciertos Crocus cerca de Moscú el pasado 22 de marzo ha devuelto a primer plano un problema latente en Rusia: la xenofobia y nula integración social de muchos inmigrantes, especialmente de Asia central y el Cáucaso. En un país donde solo la comunidad tayika suma más de tres millones de personas —según estima el Gobierno de Tayikistán—, casi los únicos centroasiáticos que acceden a restaurantes, conciertos y otros eventos públicos son los empleados del guardarropa y las señoras de la limpieza. Además de compartir pisos patera y tener sueldos miserables, la invasión de Ucrania ha empeorado la situación de aquellos que han adquirido la nacionalidad rusa, ya que se han convertido en blanco de redadas prácticamente a diario en los mercadillos y fábricas donde trabajan para su reclutamiento para el frente.
“Solo somos gente trabajadora, todo está bien”, decía este viernes a este periódico uno de los pocos inmigrantes que se atrevía a hablar en el mercadillo Moskvá, uno de los grandes rastros de la capital rusa. “Soy de Tayikistán”, respondía el joven, que habló bajo petición de anonimato, con una sonrisa nerviosa y la mirada alerta. “La situación sigue como siempre, todo normal”, reafirmaba sin mucho convencimiento para salir del paso con la misma frase que empleaban otros compatriotas suyos.
Tayikistán incluso ha recomendado a sus expatriados en Rusia que eviten salir a la calle. El mercado trabajaba a medio gas comparado con otros días. “He visto menos inmigrantes por la calle estos días, hay menos tráfico cerca del mercado”, decía Ksenia, una vecina rusa del barrio. “No creo que sea por miedo (a los rusos), sino porque no tienen papeles y si les pillan, les multan”, opinaba esta mujer.
Los inmigrantes prefieren no hablar en el mercadillo, situado en el distrito moscovita de Liublino, un monstruoso complejo de unas 10 hectáreas. Es uno más de los enormes rastros levantados en los barrios pobres de la capital, donde la presencia de trabajadores asiáticos es masiva: chinos, indios, armenios, azeríes y, sobre todo, de las repúblicas de mayoría musulmana de Asia central. Los clientes rusos, sin embargo, se contaban el viernes con los dedos de la mano.
“Sí, se está produciendo un grave aumento de la xenofobia”, denuncia Stefania Kulayeva, experta del Centro contra la Discriminación Memorial. “Ha habido una oleada de controles [de los inmigrantes] desde 2023, pero después de los acontecimientos del Crocus hay más todavía. No creo que esta medida dure unos días, continuará y se intensificará”, pronostica la activista, que ve un indicio de esta mano dura en la violencia empleada por las autoridades contra los sospechosos detenidos tras el atentado, que causó 144 muertos, y en proclamas racistas.
“Se nota especialmente en la actividad de los canales de Telegram rusos que ya eran xenófobos y en otros medios de extrema derecha nacionalistas”, señala Kulayeva. “La situación de los migrantes es muy difícil desde el comienzo de la guerra. Conversan sobre el peligro que afrontan, la gente está pensando abandonar Rusia, pero muchos no pueden hacerlo por motivos económicos”.
Uno de estos riesgos son las redadas casi diarias para comprobar qué extranjeros nacionalizados rusos pueden ser enviados a los centros de reclutamiento. A mediados de enero, un puñado de centroasiáticos fueron obligados a marchar en cuclillas, a 15 grados bajo cero, vigilados por agentes armados en unas obras de la ciudad de Ekaterimburgo, en los Urales. Los Gobiernos de Kirguistán y Uzbekistán pusieron el grito en el cielo por la humillación a sus compatriotas, pero a Moscú no le importaron las quejas. “Es otra descarada injerencia en los asuntos internos de nuestro Estado por parte de los países de Asia central y el Cáucaso”, les respondió Kirill Kabanov, miembro del comité de derechos humanos del presidente, Vladímir Putin.
Taxista, profesor y otros empleos prohibidos para extranjeros
Según la agencia nacional de estadísticas, Rosstat, en el país vivían 146 millones de personas en enero de 2023, y Putin afirmó a finales del pasado año que el número de trabajadores inmigrantes rondaba, “según diferentes estimaciones”, los 10 millones. Pero su propio consejo de derechos humanos remarca que no existe un censo oficial.
El Kremlin se enfrenta a un dilema. Por un lado, tiene menos coste político reclutar a inmigrantes nacionalizados que a los rusos étnicos, y las empresas buscan desesperadamente cientos de miles de trabajadores que cubran el éxodo provocado por la guerra. Por el otro, la retórica política se ha radicalizado aún más desde el inicio de la invasión de Ucrania y los extranjeros se han convertido en el objetivo fácil al que culpar de la delincuencia y otros problemas.
“El deseo de conseguir mano de obra barata no debería atraer a nuestra patria a personas de una cultura diferente que a menudo no hablan ruso”, sostuvo en diciembre el líder el patriarca de la Iglesia ortodoxa rusa, Kiril. “Nos perderemos a nosotros mismos, perderemos a Rusia, un Estado multinacional cuyo núcleo es el pueblo ortodoxo ruso”, afirmó.
Las compañías rusas reconocen que existe una necesidad acuciante de trabajadores. Por poner un par de ejemplos, el Ministerio de Desarrollo Digital estima que el país demanda medio millón de informáticos, mientras que el Ministerio de Construcción cifra en 200.000 y 90.000 los puestos de trabajo vacantes en obras y servicios comunales, respectivamente.
Paradójicamente, los políticos rusos han endurecido las leyes migratorias hasta el punto de vetar a los extranjeros en todo tipo de profesiones en algunas regiones. El gobernador del óblast de Samara, a 850 kilómetros al este de Moscú, ha prohibido que los inmigrantes puedan trabajar en la educación y el transporte público, incluidos los taxis, a partir del 24 de febrero. En la provincia de Tula, un centenar de kilómetros al sur de Moscú, les vetaron también en el comercio al por menor y como conductores. En Kurgán, junto a los Urales, no pueden ser contratados tampoco en colegios ni fábricas de alimentos para bebés; y en Vorónezh, a unos cientos de kilómetros al sur de Moscú, la prohibición se extiende a las agencias de empleo temporal y los servicios comunales, como el suministro de luz, gas y agua, y la recogida de basuras.
Racismo institucional
El jefe del Comité de Investigación ruso, Alexánder Bastrykin, es uno de los abanderados en señalar al inmigrante. El alto cargo recomendó “formular una hoja de ruta para sustituir los inmigrantes por ciudadanos rusos en los puestos de trabajo” durante el foro Cohesión de la sociedad y fortalecimiento de las relaciones interétnicas en octubre de 2023. En aquel acto también dijo que los abusos sexuales cometidos por inmigrantes “no son casos aislados” y subrayó que “los extranjeros suelen ser parte de las peleas masivas”.
Bastrykin sustentó sus acusaciones en cifras sobre las que hizo omisiones importantes. El jefe de la Fiscalía afirmó que los extranjeros cometieron un 37% más de delitos graves en 2022 que el año anterior, pero no mencionó que la mayoría fueron infracciones administrativas y que los crímenes cometidos por los inmigrantes representaron entre un 2,5% y un 3,9% del total anual en los últimos cuatro años.
Estas acusaciones contra los inmigrantes no son un caso aislado en la política rusa. Kiril Kabánov, miembro del consejo asesor de derechos humanos de Putin, preguntó en una encuesta en Telegram si los trabajadores inmigrantes “no” deben tener derecho a traer a sus familiares. Un 96% de los participantes votaron a favor de prohibir que les acompañen sus parejas e hijos.
Más lejos fue el vicepresidente del comité de política regional de la Duma Mijaíl Matvéyev, quien preguntó “¿Qué se debe tener en un país plurinacional y pluriconfesional?”, junto a una foto con un par de esprays de pimienta antes de ser editada.
La Duma Estatal es escenario de otra ofensiva legal contra la inmigración. El Parlamento aprobó en octubre de 2023 una ley que amplía de 18 a 64 los delitos graves que sirven para revocar la nacionalidad rusa a un inmigrante. Por otro lado, el líder del partido Gente Nueva y tercer candidato en las recientes elecciones presidenciales, Vladislav Davankov, ha presentado un proyecto de ley que prevé la deportación “cuando un extranjero o un apátrida acose a un ruso”.
Su concepto de “acoso” no se refiere solo a los abusos sexuales, que según Davankov “se han vuelto más frecuentes por parte de los ciudadanos extranjeros”, sino a cualquier tipo de “molestia”, por lo que en los supuestos de la ley cabría incluso un vecino que fastidie. El Kremlin desestimó la propuesta porque Davankov no presentó ninguna prueba de que sea necesaria esta medida.
Mientras, el presidente del comité de política social de la Duma Estatal, Yaroslav Nílov, ha anunciado un proyecto de ley por el que el Gobierno solo dará ayudas a los niños que obtengan la nacionalidad rusa por haber nacido en el país. “Sus hijos no estudian y gastan las prestaciones a su discreción. Parásitos, ciudadanos asociales, en nuestro país se ha formado un grupo de nómadas que viven de las prestaciones por hijos a cargo”, dijo, en esta línea, la diputada del Partido Comunista Olga Alimova.
Un sistema kafkiano para el inmigrante
Al mismo tiempo, los inmigrantes se enfrentan a un sistema burocrático kafkiano: la registratsia. El casero está obligado a registrar a su inquilino ante la policía cada vez que se va unos días fuera de casa ―incluso si viaja dentro de Rusia―. Pocos rusos aceptan este inconveniente, y solo por un buen pago, así que muchos extranjeros acaban jugándose la expulsión al registrarse en las direcciones de conocidos o de alguien que acepte la componenda.
“Proponemos un mayor control sobre el flujo migratorio porque está mal controlado”, explicaba a este periódico Valeri Fadéyev, asesor de Putin y presidente del Consejo presidencial ruso para el desarrollo de la sociedad civil y los derechos humanos (SPCH, en ruso), a finales del año pasado. “Muchos inmigrantes infringen las normas”, añadía en su oficina, cuya entrada está decorada con un enorme cuadro del mandatario ruso. Entre sus propuestas, obligar a los niños extranjeros a estudiar ruso antes de entrar en la escuela ―”intimidan a nuestros alumnos y profesores”, sostenía―, y reforzar la vigilancia de los inmigrantes nacionalizados que no se han dado de alta en el servicio militar o que no tienen en regla la registratsia.
Este documento es un obstáculo durísimo para el inmigrante. “Llamé a decenas de anuncios de pisos, más de medio centenar, ninguno quiso que lo visitase cuando insistí en que necesitaba la registratsia”, recuerda con horror un español que trabaja para empresarios rusos, con un salario alto y papeles en regla.
Si en una posición tan privilegiada como la de un expatriado europeo es casi imposible encontrar caseros que hagan el registro, aún más difícil es para el inmigrante centroasiático que no tiene un rublo. “La legislación empuja a la gente a infringir la ley aunque no quiera”, subraya al teléfono la veterana defensora de los derechos de los inmigrantes Tatiana Kotliar. Esta mujer de 72 años fue condenada el año pasado a una multa de 650.000 rublos (unos 6.600 euros) por registrar gratis en su hogar a cientos de extranjeros.
“Al final tienen que comprar el registro en otra dirección”, añade la activista antes de hacer hincapié en que, sin tener los papeles en regla, “no pueden recibir ellos ni sus familiares atención médica ni acceso a escuelas”. “El sistema crea leyes imposibles de cumplir e impide la llegada de inmigrantes. No entiendo qué están haciendo nuestros burócratas, ¿en qué beneficia al Estado?”, critica.
“El principal problema de los inmigrantes es la falsificación masiva de sus infracciones por parte de la policía” a cambio de dinero, señala, por su lado, la defensora de derechos humanos Valentina Chupik, responsable de la plataforma Nosotros, migrantes. “Les paran y les amenazan con la deportación si no les sobornan”, agrega en una conversación telefónica.
“Si hay quejas, las trataremos, por supuesto, pero no nos llegan”, afirma el máximo responsable del SPCH, que asegura que esto “era un problema en los noventa, no ahora”. Chupik, por su parte, asegura que los inmigrantes tienen miedo de acudir a un tribunal “y demandar al Estado ruso por haber infringido sus derechos”.
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