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El día en que Goofy perdió la mano y Ecuador se hundió

Una noche de patrulla con soldados ecuatorianos muestra la guerra desatada en el país entre autoridades y pandillas

Un grupo de soldados y policías recorre el barrio Flor de Bastión, en el norte de Guayaquil, para asegurarse el cumplimiento del toque de queda.
Un grupo de soldados y policías recorre el barrio Flor de Bastión, en el norte de Guayaquil, para asegurarse el cumplimiento del toque de queda.Santiago Arcos
Juan Diego Quesada

Goofy les caía bien a todos. No le hacía daño a nadie. No se sabía con certeza quién era su padre, y su madre alcohólica lo dejaba solo en casa durante semanas. Se convirtió en un ladronzuelo que robaba una camiseta de un tendedero, el cilindro de gas de un ama de casa despistada, un refresco de la tienda de la esquina que se escondía entre los pantalones. Resultaba molesto para los vecinos a la manera de los insectos que pican. Un día, sin embargo, robó a la persona equivocada en El Arbolito, un barrio de Durán, el municipio con la mayor tasa de homicidios de Ecuador. El jefe pandillero de esa zona, al que llamaban Bob Marley por ser negro, ordenó que le cortaran la mano derecha con un machete, a la altura de la muñeca. Goofy ahora pide limosna a los conductores que paran en el semáforo de una avenida larga que conecta con Guayaquil. Les enseña el muñón a través de la ventanilla.

Bob Marley fue detenido en 2020, acusado de estar detrás de una ola de asesinatos en El Arbolito. El lugar resulta estratégico para el tráfico de drogas: los brazos de un río que lo bordea van a dar al mar, donde las embarcaciones zarpan al resto del mundo. El 60% del tráfico mundial de cocaína pasa por aquí. Los delincuentes de esta zona han dejado de moverse en coche, ahora utilizan lanchas motoras. Las pandillas ecuatorianas, en colaboración con los carteles mexicanos, se han convertido en el Amazon de la exportación de droga. Esa lluvia de dinero ha hecho que su poder crezca de forma espectacular en apenas tres años. Controlan las cárceles, los puertos, las aduanas, las flotas de taxi y los mercados de frutas y pescado. Han conseguido infiltrarse en la policía y el ejército. En nómina tienen a jueces y fiscales. Sus tentáculos han llegado a la política, donde cuentan con alcaldes y gobernadores adeptos. Las bandas delincuenciales, casi de la noche a la mañana, amenazan con controlar todos los resortes del Estado.

Los últimos gobiernos han asistido impotentes a la expansión del narco. Nada lo ha podido frenar. El actual presidente, Daniel Noboa, el hijo del hombre más rico del país, de 36 años y con apenas dos meses en el cargo, les ha declarado la guerra a través de un decreto presidencial. 22 de esas bandas han sido consideradas organizaciones terroristas, lo que le ha dado al ejército la posibilidad de enfrentarlas de manera directa. Más allá de eso, Noboa no ha mostrado un gran liderazgo, sus discursos públicos se cuentan con una mano. Nadie sabe muy bien qué plan tiene en la cabeza para enfrentar la mayor crisis de seguridad de la historia de su país.

Dos militares detienen a un hombre que se ha saltado el toque de queda en el barrio Flor de Bastión de Guayaquil.
Dos militares detienen a un hombre que se ha saltado el toque de queda en el barrio Flor de Bastión de Guayaquil.Santiago Arcos

Por el momento, los militares patrullan las calles. Esta noche, la infantería de la fuerza terrestre entra armada hasta los dientes en La Peca, un barrio de casitas bajas de hormigón cruzadas por tendido eléctrico. La luz de la luna ilumina como un candil. “Sabemos que en este sector existen grupos delincuenciales”, cuenta el capitán Carlos Riofrío. Sus hombres muestran sus armas largas y hacen sonar sus botas contra el asfalto. A su paso, los pocos que han violado el toque de queda, que empieza a las 11 de la noche, se resguardan en sus casas. Cierran con llave las puertas y atrancan las ventanas. Unos cuantos se asoman por el visillo, pero se esconden en cuanto se sienten observados. Oculto el rostro tras los pasamontañas, los soldados se sumergen en la noche como jinetes de la muerte.

—Ahí, ahí —grita el capitán, señalando una bocacalle.

Cuatro sombras se adentran a la carrera en la oscuridad.

Los militares bajan del camión de un salto y los persiguen por el vecindario. Se empiezan a oír gritos y jadeos. Uno de los muchachos deja de correr, se quita los zapatos y se coloca contra la pared, con los brazos en alto. Un fusil Heckler & Koch le apunta al pecho. Su cara luce una mueca de terror. Más adelante, un soldado ha derribado a otro en la acera, y le aprisiona la espalda con la suela de la bota. Le apunta directo a la cabeza. Un tercero se tira al suelo y, de repente, se ve rodeado de cañones. El último también ve de cerca la muerte, también se rinde. En menos de un minuto han sido neutralizados.

Les revisan los brazos, la espalda, el pecho en busca de tatuajes. Quieren encontrar machetes y lobos, las pruebas de que pertenecen a las principales pandillas, Los Choneros y los Lobos. Los muchachos no llevan nada encima, ni droga, ni armas, solo unas cuantas baratijas que han rescatado de la basura. Aun así, los suben a las patrullas para comprobar sus antecedentes penales. Esta madrugada ya han cazado al menos a cuatro.

Estos días se han filtrado vídeos de abusos de las autoridades. En uno, meten a tres muchachos en un agujero y les echan gas pimienta, sin dejarles salir. Es una de las pruebas que pasan los soldados durante su instrucción militar. Una de las preocupaciones de los expertos en seguridad es que la manga ancha que ha dado el presidente derive en violaciones de los derechos humanos, como ocurrió en México en su día cuando Felipe Calderón sacó a los militares de los cuarteles o, más recientemente, el caso de El Salvador. “Hay que aniquilar al enemigo”, concede un soldado mientras continúa esta noche la búsqueda de pandilleros.

Dos chicos muy delgados, calados con gorras, se esconden entre unos coches. Se les ve a simple vista, no hace falta ser muy astuto. Los soldados los someten en un abrir y cerrar de ojos. Los aprisionan contra el capó del coche y los registran. Tampoco llevan nada de importancia. Un vecino, al ver la escena, se atreve a salir a la puerta de su casa y grita a los muchachos: “ni para pillos (delincuentes) valen ustedes dos”. Cuenta que son dos drogadictos que le tienen harto porque vagabundean por el barrio a ver qué consiguen. Los militares los dejan ir y ellos se alejan mientras se suben los pantalones, con cara de haberse cruzado con el diablo. En las siguientes horas, el convoy militar se cruzará con prostitutas, mendigos, locos, borrachos, ociosos que no le temen a la muerte. Nada para colgarse una medalla. El Gobierno ha hecho público que en esta semana en la que ha tratado de tomar el control de la nación, ha detenido a 1105 personas, ha desarticulado 28 “grupos terroristas”, ha liberado a 56 secuestrados, ha detenido a 27 presos. Por el camino han muerto dos policías y cinco supuestos delincuentes, según estos datos oficiales.

Un poder forjado en las prisiones

El poder de las bandas, aunque suena contraintuitivo, se atomizó en las cárceles. El presidente Rafael Correa endureció el Código Penal y multiplicó por cuatro la población carcelaria, de 10.000 a 40.000 reos. Redujo de manera drástica los homicidios. Ecuador era una burbuja de seguridad en medio de dos países tan violentos como Perú y Colombia. Sin embargo, fuera de radar, se fue incubando la expansión de las bandas y su reclutamiento en las cárceles. Los chicos entraban en prisión sin ninguna afiliación por trapichear, por haber atropellado con la moto a una señora en un paso de cebra o por pegar a su novia, y allí, como forma de supervivencia, se veían obligados a unirse a alguna de las pandillas. No hacerlo era colocarse una soga al cuello.

Al principio dominaban sobre el resto Los Choneros, que tenían a un líder carismático, Jorge Luis Zambrano, alias Rasquiña. Los Chone Killers, Tiguerones —antiguos carceleros que se pasaron al mundo del hampa—, Lobos y Lagartos respondían a Rasquiña hasta que fue asesinado en diciembre de 2020. Eso marcó un antes y un después. Las bandas se disgregaron y comenzaron a disputarse la supremacía. Se sucedieron los motines carcelarios. En 2021, en una cárcel de Guayaquil, fueron asesinados más de 100 presos a cuchillo y machete. Los que ganaron decapitaron a los perdedores y tiraron sus cabezas a los retretes. A uno de ellos le abrieron el pecho, le sacaron el corazón y lo mordieron mientras aún latía. Los guardas, cómplices por anexión o ineptitud, asistieron a la masacre sin poder hacer nada.

Dos policías buscan armas y drogas durante el toque de queda impuesto en Ecuador en el barrio Flor de Bastión de Guayaquil.
Dos policías buscan armas y drogas durante el toque de queda impuesto en Ecuador en el barrio Flor de Bastión de Guayaquil. Santiago Arcos

Ese día en el que reinó la locura, un chico que no venía de la marginalidad asistió a esta carnicería tratando de ser invisible, que nadie notara su presencia. Lo habían encarcelado meses antes por asociación ilícita, un delito que le fabricaron por ser uno de los cabecillas estudiantiles en las protestas contra Lenín Moreno, un presidente que durante sus dos años y medio de mandato dejó crecer la criminalidad como una hiedra. Carlos, por darle un nombre, entró en la prisión de Guayaquil a oscuras, sin saber con lo que se iba a encontrar. Su madre, abogada, trabajaba por liberarlo. El primer día le dijeron que tenía que pagar 80 dólares semanales (73 euros) por protección y por tener acceso a una cama y a la comida. Si no lo hacía, acabaría en El Hoyo, la celda de castigo en la que se amontonan sin cuarto de baño los pobres, los lisiados, los vagabundos.

Carlos pagó, pero los que no lo hacían acaban esclavizados por los líderes de los pabellones. Lavan la ropa, limpian las habitaciones, cocinan, sirven como objetos sexuales. Solo se salvan de eso los muchachos más pobres que matan sin miramiento, los que se convierten en sicarios, en gatilleros. Las cárceles están atestadas de presos que han cumplido más del 60% de su pena, lo que debería otorgarles la libertad, pero por el sistema burocrático corrupto que rodea al proceso resulta muy difícil. El 90% de los que han superado ese tiempo no logran salir, se quedan en un limbo. Necesitan demostrar que no han cometido ninguna falta, pasar un informe psicológico, demostrar que han asistido a cursos de formación académica y presentar un documento, firmado ante notario, de un familiar o amigo que asegura que le va a dar un techo. En la práctica no existen esos talleres, las pruebas psicológicas se tienen que falsificar porque no las hay y los secretarios de los jueces, si no reciben una mordida, no le ponen fecha a la audiencia. Practicamente todos los que ven la luz de la calle lo consiguen extorsionando a algún funcionario. Carlos, que ahora viste chaqueta y corbata, en libertad, se dedica a ayudar a algunos presos a superar este trámite.

El Gobierno ha recuperado algunos de los presidios más violentos del país, como los de Guayaquil, pero esto ha ocurrido en el pasado y las bandas han vuelto a gobernarlas. El temor de la gente es que, después de este periodo de agitación, todo vuelva a la normalidad, es decir, al gobierno de las bandas, con los carteles arraigados de una forma profunda como pasa en México, donde la prepondernacia de la delincuencia forma parte del paisaje. La existencia, como recuerda uno de los soldados ocultos tras un pasamontañas, con el fusil en alto, se resume en una ecuación sencilla:

—O matamos, o nos matan. No hay otra.

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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