China, Rusia, India, el Sur: la era de la revancha
El mundo avanza a gran velocidad en una época marcada por exigencias de cambio del orden mundial, revisionismos históricos y reproches a Occidente
El mundo se adentra a gran velocidad en la era de la revancha. Confluyen en ella dos grandes vectores: desde el Este, las potencias asiáticas ―China, India, Rusia― buscan cada una nueva posición de fuerza en el orden mundial; a la vez, desde el Sur, el heterogéneo grupo de países en desarrollo o emergentes en el hemisferio meridional, reclama con creciente vigor y unión nuevos acomodos. Capacidades y planteamientos son diferentes, pero hay un común denominador en la voluntad de superar un pasado insatisfactorio, a veces humillante, exigiendo cambios y compensaciones; en un revisionismo histórico oportunista; en dirigir hacia Occidente, fuerza hegemónica durante tiempo, esas reivindicaciones con un trasfondo de reproches o hasta rencor.
El movimiento no es nuevo, pero adquiere velocidad e intensidad. China y la India tienen hoy más fuerza que nunca en los últimos siglos. Los no alineados en general pesan hoy más que hace medio siglo. El debate general de la asamblea de la ONU que se celebra esta semana contribuirá a entender el devenir de esta era, tanto a través de los discursos, como por las ausencias ―Xi, Putin, Modi, Macron, Sunak…―, que señalan que este pulso no pasa por la ONU y su multilateralismo. Veamos sus dinámicas de fondo.
Tras perder la Guerra Fría, después de la disolución de la URSS y el descalabro brutal de los noventa, la Rusia de Putin se recompuso a principio de este siglo, y desde 2007 ―con el célebre discurso del mandatario ruso en la conferencia de seguridad de Múnich― empezó a señalar su descontento con el desarrollo de las relaciones internacionales y su voluntad de preservar su esfera de influencia ante la estampida de países del antiguo entorno soviético que quisieron alinearse con Occidente. Con una creciente convicción en sus posibilidades, el Kremlin lanzó los ataques en Georgia y Ucrania, se metió en Siria, proyectó su influencia en África, hasta el redoble brutal de la invasión a gran escala de febrero de 2022. La reescritura del pasado es un elemento troncal de esta maniobra. Lo es tanto con respecto a las relaciones pasadas entre Rusia y Ucrania, como en cuanto a la URSS, la rehabilitación de Stalin, la exaltación de un casi mítico “mundo ruso” que sobrepasa las fronteras del país o de viejas experiencias imperiales.
A lomos de un fuerte crecimiento económico y de una posición geopolítica privilegiada, la India crece en su asertividad en la escena global. Es cortejada por Occidente como valioso aliado ante China, demuestra considerables capacidades tecnológicas con su programa espacial, cuenta con una demografía desbordante de jóvenes. Su Gobierno desarrolla una política de nacionalismo hindú muy decidida a consolidar su lugar en el mundo, entre otras cosas, tratando de configurarse como portavoz del sur global. Aquí también, el pasado se configura como elemento para tomar impulso. Por un lado, con los discursos que señalan que todavía hay que superar por completo la mentalidad de sumisión colonial ―y los gestos consiguientes, como el abandono del viejo Parlamento de edificación británica―; por otro, con la referencia a símbolos de la tradición, como el coqueteo con la idea de adoptar Bharat, el topónimo hindú de tradición milenaria, como nombre de referencia absoluto que suplante la India. En el marco de esa asertividad se inscribe la acusación lanzada por el Gobierno de Canadá, que esta semana ha denunciado tener indicios de que Nueva Delhi está detrás del asesinato de un líder sij en su territorio. Hecho que la India rechaza tajantemente.
China es, naturalmente, el elemento central de este gran movimiento de reequilibrio. El enorme crecimiento económico y tecnológico de las últimas décadas respalda una nueva posición de poder para Pekín en la escena mundial. Aquí también el esfuerzo viene condimentado por referencias al tramo oscuro del pasado nacional del cual, con orgullo, hay que reponerse para regresar a la condición histórica de imperio central, así como un revisionismo histórico de intenciones sospechosas. China se proyecta en el tablero global con iniciativas económicas e infraestructurales, intenta tejer redes que compensen las alianzas formales de EE UU. Su reciente maniobra para ampliar el foro de los BRICS es un síntoma de la aceleración de los planes para forzar un cambio en los equilibrios del orden mundial.
Al movimiento procedente del Este se suma el del Sur. Naturalmente, este es más difuso, ya que no es la iniciativa de potencias unitarias ―y que, en el caso de China y Rusia, se respaldan mucho políticamente―, sino una gaseosa agregación de países con situaciones diferentes. Pero es innegable que hay una creciente convergencia entre ellos, precisamente también por la labor de países como la India, o Brasil, que tratan de tejer un entramado.
Occidente es el destinatario de ese deseo de cambio, de conseguir nuevo espacio y protagonismo y, sí, de revancha. Muchas son las responsabilidades acumuladas a lo largo de una historia reciente de hegemonía. Sin ir más lejos, basta con pensar en la guerra de Irak, que clava a varios países occidentales en el feo marco de los dobles raseros.
Es evidente que muchos observan con irritación cómo los europeos clamamos porque todo el mundo considere como propia la cuestión de la invasión de Ucrania, cuando nos desentendimos de tantos y tantos conflictos en el pasado. Hay mucho más. Occidente es quien más ha contaminado el mundo. Occidente no ha sido especialmente generoso en la ayuda sanitaria durante la pandemia ―la UE proporcionó más vacunas que EE UU, pero se mostró más dura en la liberación de patentes―. Yendo un poco más atrás, sigue reverberando el eco de las turbias maniobras de EE UU, como en el golpe de Estado en Chile, cuyo aniversario se ha conmemorado recientemente. O de Europa, con su historia colonial y qué papel desempeña actualmente en lugares como el Sahel frente a Francia.
Las responsabilidades son grandes y desempeñan un papel en la voluntad de cambio y también de revancha. Es preciso aceptar un sensible equilibrio en las instituciones internacionales, empezando por las económicas; asumir un papel correctivo sustancial en materia de cambio climático; aceptar con sinceridad procesos multilaterales; ejecutar políticas migratorias intachables desde el punto de vista del derecho internacional.
Todo ello no resta, sin embargo, un solo gramo a la inaceptable brutalidad de Rusia ―que debería ser rechazada con contundencia por todos, porque errores pasados no justifican permanecer inermes ante atropellos actuales― o a la pobre calidad de los argumentos de regímenes que hablan mucho, reprochan mucho, pero que ni siquiera permiten a sus ciudadanos decir libremente lo que piensan.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.