La larga agonía de la Unión Soviética: identidades locales, conflictos globales
La implosión del espacio soviético, lejos de ser un corte limpio con el pasado, deja jirones culturales y políticos aún sin resolver
En el verano de 2014, en un campamento de Rostov del Don (Rusia) repleto de refugiados procedentes de los territorios separatistas del Donbás, una abuela mecía a un bebé mientras conversaba con esta periodista: “Ucrania no nos deja hablar en nuestra lengua”, decía, en ruso. Poco a poco, sin embargo, la mujer se pasó al ucranio y en este idioma repetía el mismo mensaje: “No nos dejan usar nuestra lengua, no nos dejan…”. Aquella abuela, que pasaba fluidamente de un idioma eslavo a otro sin advertirlo siquiera, evidenciaba cuán movedizas podían llegar a ser las identidades en los espacios de la antigua Unión Soviética varias décadas después de su desaparición.
Cuando la URSS se derrumbó como sujeto del derecho internacional en 1991, muchos en Rusia y en Occidente creían asistir a un proceso breve y relativamente incruento de disolución, cuyos protagonistas eran las 15 repúblicas federadas que componían aquel Estado. Pero el limpio corte a tajo con el pasado que los líderes de las repúblicas socialistas soviéticas de Rusia, Ucrania y Bielorrusia proclamaron en una noche de diciembre iba acompañado de desarrollos más enrevesados, más imprevistos y más largos, y es en ellos donde se inscribe la guerra contra Ucrania que Rusia inició de hecho en 2014 y llevó a su apogeo en 2022.
A principios de los años noventa, en el entorno del presidente ruso Boris Yeltsin imperaba la idea de que la independencia de las repúblicas federadas de la URSS (sobre todo, las asiáticas) iba a liberar a Rusia de unos territorios que parasitaban sus recursos. Con el tiempo, no obstante, en Rusia el alivio por haberse liberado de los “gorrones” se transformó en resentimiento y frustración por la pérdida de tierra e influencia.
Además de 15 países reconocidos internacionalmente que buscaban su propia identidad, el hundimiento de la URSS dejó sus “flecos” o jirones territoriales, cuyo origen estaba en la estructura piramidal (a modo de matrioshkas autocontenidas) del Estado soviético. Estos “flecos” eran espacios con “conflictos congelados”, no reconocidos internacionalmente como sujetos y subordinados en teoría a uno u otro de aquellos nuevos Estados que de hecho no los controlaban.
Inicialmente, los espacios no reconocidos fueron cuatro, Abjasia y Osetia del Sur, en Georgia, Transdnistria en Moldavia y el Alto Karabaj en Azerbaiyán. Excepto en este último caso, inserto en el conflicto armenio-azerbaiyano, la seguridad y la supervivencia de los demás dependían (y dependen) de Rusia. Cada uno de aquellos territorios tenían (y tienen) sus argumentos históricos y políticos, y, en Abjasia y Osetia del Sur, sus propias lenguas.
Durante años, Rusia se posicionó como parte de la solución de los “conflictos congelados” (como participante en diálogos y mediaciones, así como en misiones pacificadoras con legitimación internacional), pero ninguno de los territorios rebeldes llegó a reintegrarse en los nuevos Estados pos-soviéticos.
En 2008, los conflictos, que habían estado aletargados durante años, se activaron tras la incursión armada de Georgia contra los separatistas de Osetia del Sur. Tras su intervención militar, Rusia reconoció de forma unilateral como Estados a Osetia del Sur y Abjasia, bloqueando así su reintegración a Georgia. De este modo, la perspectiva de reintegración, que había sido la meta perseguida hasta entonces para todos los “flecos” de la URSS, dejó paso abiertamente a un nuevo modelo que daba a Moscú más posibilidades de afianzar su influencia en su entorno.
A partir de 2014, a los conflictos heredados de la URSS, Rusia les añadió otros, como frutos de su propia cosecha desestabilizadora. Con la anexionada Crimea y girones de las provincias ucranias de Donetsk, Lugansk, Jersón y Zaporiyia arrebatadas a Kiev, Moscú trata ahora de reconfigurar el mapa europeo en su propio beneficio.
Antes del 24 de febrero de 2022, fecha que marca el inicio de una nueva etapa, viajar por los espacios problemáticos de la Unión Soviética permitía observar sobre el terreno la evolución de aquellos conflictos. Las distancias geográficas entre los territorios reconocidos y los no reconocidos habían pasado a ser políticas o militares y los viajes se habían hecho laberínticos.
En 2008, Osetia del Sur quedó aislada de Georgia y recuerdo a una familia de Tsjinvali (la capital de Osetia del Sur) que nunca pudo acabar la renovación de su cuarto de baño, porque los albañiles que la efectuaban vivían en Tkviani (en el territorio controlado por Georgia), y, de repente, en los 18 kilómetros que recorrían a diario había aparecido una barrera infranqueable. A un lado quedaron los azulejos y los obreros; al otro, las herramientas.
En 2014, los laberintos se multiplicaron. Viajar de forma legal desde Kiev hasta Crimea o a las zonas independentistas de Donbás exigía largos desvíos, a veces de centenares de kilómetros, entre lugares que físicamente sólo estaban separados por decenas. En contraste, la intervención militar de Moscú también posibilitó atajos arriesgados entre Rusia y Donbás, sin aduanas ni fronteras.
Desde 2022, los laberintos son mucho más extensos y fragmentan los espacios que, según la visión globalizadora fracasada de Mijaíl Gorbachov, el último líder de la Unión Soviética, hubieran debido integrarse en una “Casa Común” europea desde el Pacífico hasta el Atlántico. Hoy, para ir desde Moscú a Europa Occidental los rusos hacen escala en Turquía o Armenia y estos caminos pueden hacerse todavía más tortuosos en el futuro si los ataques de drones obligan a desplazar el tráfico aéreo desde los aeropuertos moscovitas a otros en localidades más orientales de Rusia.
En los territorios problemáticos de la URSS, Rusia se presenta a sí misma como salvadora. Moscú reparte pasaportes rusos a sus habitantes, les paga las pensiones, los acoge en su sistema educativo y laboral y mantiene los presupuestos locales. Sin embargo, en varios de los entornos “salvados”, esta periodista ha escuchado la confidencia de miembros influyentes de las comunidades locales: “Sabemos que los rusos no vinieron para ayudarnos a nosotros”. Estas palabras, pronunciadas con impotencia, sonaban cuando ya era demasiado tarde para rebobinar el tiempo y volver a negociaciones que fracasaron, en parte también porque Occidente no quiso considerar las realidades que sobrevivieron a la disolución oficial de la URSS.
Durante años, los viajes por los espacios problemáticos de la Unión Soviética dieron a esta periodista una oportunidad de observar cómo los herederos de aquel país desaparecido se percibían a sí mismos y al mundo que les rodeaba. Ahora que la guerra de Rusia contra Ucrania y sus consecuencias políticas y diplomáticas dificultan aún más el acceso a aquellos territorios sería útil recordar los problemas y las opciones a los que se enfrentaron y se enfrentan los ciudadanos de la ex URSS, ya sea desde espacios expansivos, desde espacios atacados y desde rincones olvidados.
Este es un artículo escrito por Pilar Bonet al hilo de su nuevo libro, ‘Náufragos del imperio’ (Galaxia Gutenberg), que se publica este miércoles 6 de septiembre.
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