Sobrevivió al Holocausto, hizo historia como juez y ahora sufre los escraches de la derecha
Aharon Barak, el magistrado más importante de la historia del país, está en boca de todos por el papel que desempeñó en el Supremo. Partidarios y detractores se manifiestan frente a su casa en Tel Aviv
En 2006, cuando se jubiló tras 28 años como juez del Tribunal Supremo de Israel, Aharon Barak no imaginaba que volvería a estar de nuevo en boca de todos en 2023, ya con 86 años. Menos aún que la casa en la tranquila Tel Aviv a la que se mudó con su esposa Elika desde Jerusalén (él, con su colección de 200 bastones; ella, con sus óleos y caballete) sería escenario estos meses de escraches por los partidarios de la polémica reforma judicial del primer ministro, Benjamín Netanyahu. Pero se lo toma con humor. “Mira el tiempo que ha pasado y se manifiestan contra mí con eslóganes como “¡Di-mi-te!”. Un día pensé en salir y decirles: ‘Estoy totalmente de acuerdo”, bromea desde el sillón de su vivienda.
Unos días antes, había deletreado la dirección a este periodista sin darse cuenta de que no era necesario: hace tiempo que circula en redes sociales y grupos de WhatsApp, para acercarse a mostrarle bien aprecio o desprecio. “Si mi nombre se oye en las manifestaciones es porque soy la personalización de una generación de 75 años de capacidad de juzgar. Eso es lo que quieren destrozar. Y no lo conseguirán”, asegura, ya más serio.
Barak, un superviviente del Holocausto afable y tranquilo al que brillan los ojos al teorizar sobre los límites de la justicia, es mucho más que el magistrado más importante de los 75 años de historia del país. Es, probablemente, el único que sabría mencionar cualquier israelí, de una u otra ideología. Doctorado de honor en universidades como Yale u Oxford, su enfoque legal interpretativo y su activismo judicial están en el corazón del cisma social y político que crispa hoy al Estado judío. La clave está en los noventa, cuando Barak fue el primero en marcar en una sentencia el derecho del Supremo a anular toda norma que colisione con alguna ley básica. Es lo que en Israel se llama la “revolución constitucional”. Él tumbó una veintena de normas, como la que eximía a los ultraortodoxos del servicio militar obligatorio.
Es justo lo que le reprocha la derecha, que lo acusa de convertir el tribunal en una herramienta politizada e intervencionista que lamina la voluntad popular expresada en las urnas. Sus defensores, por lo general judíos liberales y seculares, lo ven, en cambio, como una especie de héroe en defensa del Estado de derecho, la separación de poderes y los derechos de las minorías. Y, para la izquierda antiocupación, es la cara amable del sistema.
La mitad de sus 11 años como presidente del Supremo coincidieron con la Segunda Intifada (2000-2005). Una prueba de fuego a su palabra fetiche: “Proporcionalidad”, la única que dice en español durante la entrevista y sobre la que publicó un ensayo. Dio, por ejemplo, luz verde al muro de separación en Cisjordania, que penetra en un 85% en territorio palestino y que La Haya declaró ilegal en 2004. “Sigo creyendo que tiene un interés de seguridad”, subraya antes de puntualizar que “el Supremo no va a resolver el conflicto palestino-israelí” porque “ni es su mandato, ni puede”. “No se puede cargar a un tribunal toda la ocupación. No fue un tribunal quien ocupó Judea y Samaria [Cisjordania], ni ordenó sacar a los desplazados de Gaza y llevarlos a Israel [2005]. Lo decidió un Gobierno, la Knesset [el Parlamento]. La sangre está en sus manos, no en las mías”, aclara.
Toda su carrera como juez, dice, ha estado marcada por la “búsqueda del equilibrio” entre dos enseñanzas que sacó del gueto de su ciudad natal, Kaunas (Lituania), donde los nazis lo encerraron con cinco años, al invadir los países bálticos en 1941. La primera, la “importancia” de la existencia del Estado de Israel. “Si [los judíos] hubiésemos tenido un Estado en 1941 o en 1939, habría habido Holocausto, pero de otra manera. Habríamos tenido una voz en el mundo. Es algo que, como juez, siempre me ha guiado”. La segunda, el valor clave de los derechos humanos, porque “el gueto es la tiranía del poder sin límites”.
Un granjero lituano se jugó la vida al sacarlo de allí, escondido en un cargamento de patatas. En 1947 emigró a Palestina, un año antes de la creación de Israel. Por su pasado, decidió mantenerse al margen del juicio a Adolf Eichmann, el oficial nazi secuestrado por el Mossad en Argentina para ser llevado a Israel, donde fue condenado a muerte en un juicio clave y ahorcado en 1962.
Una década más tarde, como asesor jurídico del Gobierno (un cargo cuyas decisiones son vinculantes y la reforma quiere convertir en consultivas), forzó la caída del primer Gobierno de Isaac Rabin ―al que define como un típico militar, muy serio y más estratega que ideólogo― porque la esposa del dirigente, Leah, tenía una cuenta en dólares, algo entonces prohibido.
Siguió en el cargo con Menajem Begin, “un auténtico demócrata” y el líder del Likud ―el partido de derechas que hoy lidera Netanyahu― que acabó con tres décadas de hegemonía laborista. Lo incluyó en el equipo que negoció en Estados Unidos el acuerdo de paz con Egipto. Ahí vivió el “peor momento” de su vida, aunque hoy, pasado el susto, lo cuente entre risas.
Israelíes y egipcios negociaban en Washington el texto final del acuerdo y Barak consideró inaceptable un apartado que señalaba que los diferendos se someterían al arbitraje de dos miembros por país, más un quinto nombrado por Estados Unidos. Se reunió en la Casa Blanca con el presidente Jimmy Carter y le transmitió que Israel no podía dejar “su seguridad” en manos de un quinto miembro desconocido. “Ok”, respondió Carter, “escribamos entonces que el quinto será el presidente de Estados Unidos. ¿O acaso usted no confía en el presidente de Estados Unidos, señor Barak?”, recuerda que le dijo mirándole fijamente. “Fue el momento más difícil de mi vida. No podía consultar a nadie. Le dije: ‘No tome esto como la posición oficial de Israel. Pero la respuesta es no. Si pusiese Jimmy Carter, confiaría. Pero no sé quién será presidente de Estados Unidos. ¿Usted lo sabe?’ Se enfadó muchísimo”. Al final se reescribió la cláusula y Barak muestra orgulloso en su despacho una foto de los dos con un mensaje a mano en el que Carter lo llama: “Mi buen amigo”. En sus memorias, Carter se referiría al juez como “el héroe de Camp David”.
Barak dice que no quiere centrarse en la reforma judicial, pero acaba volviendo a ella al hablar de otros temas. La llama blitz (guerra relámpago) y dice que, durante su primer mandato (1996-1999), Netanyahu respetó su independencia como juez del Supremo. “Ha cambiado”, lamenta.
Detrás del hombre de formas suaves aparece el juez de ideas claras que utiliza fórmulas como “No puede ser” o “Imposible”. “El Gobierno ha aprendido de lo que pasó en Turquía, Hungría y Polonia: si quieres hacer una reforma, tienes que controlar el Constitucional, que en nuestro caso es el Supremo. Si lo controlas, dará luz verde a cualquier legislación que lleves. Y no podemos permitirlo. Cuando digo ellos, me refiero al poder [de turno], que hoy es uno y mañana otro. Hay que separar al Supremo del Gobierno. Tiene que ser todo lo profesional que sea posible”, asegura.
Barak llama a las manifestaciones contra la reforma el “muro de hierro”, justo con un término de Zeev Jabotinsky, el fundador del ala del sionismo que representa el Likud. Y pone sus “líneas rojas” en los cuatro cambios que enunció en enero el ministro de Justicia, Yariv Levin, como primera fase de la reforma: cambiar la composición del comité que nombra a los jueces, quitar el criterio de veteranía, y convertir el consejero jurídico del Gobierno en un cargo consultivo y a los ministeriales, en cargos políticos. Hoy, Gobierno y oposición negocian esos puntos en la residencia presidencial. “No sé lo que saldrá, pero ya no volveremos a la situación anterior”, señala. Y eso, opina, es bueno. Cree que Israel atraviesa ahora el “momento constitucional” que dejó pasar cuando nació el Estado y nunca se creó una asamblea constitucional, lo que resume con un símil marítimo: “Israel no ha construido su barco constitucional en un astillero, sino en alta mar”. Ahora, espera que el diálogo presidencial genere una ley básica sobre cómo hacer una Constitución. “Para más adelante”, aclara, “porque en la situación actual no podemos ponernos de acuerdo en una Constitución”.
La “situación actual” le ha traído, sin embargo, el mejor momento de su vida. Si el peor fue hace cuatro décadas en Washington, este le ha llegado a los 86 años y en su propia calle. El 20 de abril, partidarios y detractores de la reforma judicial se concentraron frente a su casa, cada uno a un lado. Cuando se disolvió el escrache y los primeros pudieron acercarse, Barak salió al portal con su mujer y sus hijos. Fue recibido con aplausos, banderas de Israel y una pancarta que decía simplemente: “Gracias”. “Era solo una pequeña palabra, pero todos nos echamos a llorar”.
הפגנת אהבה: אהרון ברק - ניצול שואה בן 86- יצא מביתו בדמעות לשירת התקווה עם אלפים ברחוב השקט - המילה היא תודה! pic.twitter.com/JyALNnuXtV
— guy pines (@therealguypines) April 20, 2023
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