El ladrillo de un resort español cerca una de las últimas aldeas indígenas de Río de Janeiro
Arrancan las obras de un complejo que amenaza con expulsar a 180 indígenas guaranís que intentan negociar para mejorar las condiciones de su aldea, que quedará rodeada de hoteles y campos de golf
El bullicio de Río de Janeiro está a apenas dos horas de carro, pero en la aldea Ka’Aguy Hovy Porã (Mata Verde Bonita) el ruido más habitual es el de los patos que crían sus habitantes para alimentarse. En esta pequeña aldea viven unos 180 indígenas de la etnia guaraní-Mbyá que desde hace unos años viven enfrentados a un mega complejo turístico impulsado por una empresa de capital español, IDB Brasil. Está en las afueras de la ciudad de Maricá, en la periferia de Río, y aquí no hay selva profunda, sino matorrales sobre las dunas, un río, una enorme laguna y una playa virgen de más de ocho kilómetros. En medio de un largo litigio judicial, las obras del resort (que se construirá íntegramente sobre una reserva natural) arrancaron hace pocos días con un par de excavadoras. Los indígenas, que ya no confían en poder detenerlas, piden que al menos se escuchen sus reivindicaciones para mejorar sus condiciones de vida.
El principal líder de la aldea es el cacique Darcy Tupã, que dice sentirse engañado y avisa de que los ánimos están exaltados. “Si no nos respetan habrá guerra. Quemaremos todas las máquinas y los carros que haya en la zona de obras. No quiero herir a nadie, pero quemaremos la maquinaria (…) Esto es una bomba, en algún momento va a explotar”, amenazaba en perfecto portugués el pasado martes.
La tensión por la construcción de este recinto turístico ilustra la situación de muchos indígenas brasileños que viven en valiosos terrenos en el área de influencia de las grandes ciudades. Si en la Amazonia el principal problema es la deforestación y la minería ilegal, aquí el principal frente de la batalla se libra contra la presión inmobiliaria y la construcción de infraestructuras. En São Paulo, por ejemplo, es histórica la lucha de los indígenas Mbyá para resistir en un minúsculo territorio de menos de dos hectáreas al norte de la ciudad. El sagrado monte Jaraguá está rodeado por el hormigón de la mayor metrópolis de Sudamérica. Hace unos años, las protestas indígenas lograron detener la construcción de 11 torres residenciales.
En la aldea Mata Verde Bonita, ahora amenazada, sus habitantes exhiben orgullosos un hito de preservación cultural: todos hablan guaraní entre ellos, a pesar de la cercanía de la ciudad y todo lo que eso conlleva. Los niños sólo aprenden portugués a partir de los cinco o seis años, sobre todo por el contacto con visitantes. Esta minúscula comunidad ya ha organizado algunas protestas contra el complejo hotelero y, aunque no ha habido incidentes, en varias ocasiones apareció la policía para evitar que la tensión fuera a más.
Las excavadoras lucen el logo de Maraey, un término guaraní que significa ‘tierra sin mal’. En su página web, los promotores justifican el nombre del proyecto inmobiliario citando un relato indígena local: “Nuestra misión es convertir la leyenda en realidad y que Maraey sea un desarrollo de referencia mundial por su concienciación medioambiental, innovación y sostenibilidad económica, cultural y social. El Paraíso en la Tierra”, dicen. A los indígenas no les podía sentar peor. Exigen que se retire ese nombre o que se les indemnice: “Además de matar nuestra historia nos la roban. No aceptaremos que nuestro nombre sagrado se estampe en las máquinas para destruir nuestra naturaleza”, decía indignado el cacique.
El complejo prevé cuatro hoteles de lujo (también bautizados con nombres indígenas), otro temático dedicado al festival Rock in Rio, un campo de golf de 18 hoyos que califican de “sostenible”, un condominio de lujo, un palacio de congresos, un centro ecuestre, un centro comercial, una escuela de alta cocina, un acuario y un “centro de referencia ambiental” diseñado por el estudio de Oscar Niemeyer. La idea es recibir más de 300.000 turistas al año.
Todo esto se levantará dentro una reserva natural creada en 1984, que por su nivel de protección más leve permite ciertas actividades. Los ecologistas contrarios a la urbanización de la zona aseguran que se está abusando de ese margen y que la regulación de los usos que exige la ley se ha hecho a medida de las necesidades de la constructora.
La empresa, controlada básicamente por las españolas Abacus Property Development y Grupo Cetya, está intentando sacar adelante el plan desde hace más de una década, cuando compró los terrenos. El ayuntamiento, en manos del Partido de los Trabajadores (PT) del presidente Lula, siempre ha estado a favor del resort, pero aun así no ha sido fácil. Todo el proceso está en medio de un embrollo judicial que da pie a todo tipo de interpretaciones. Para los ecologistas las obras arrancaron sin las garantías suficientes, a pesar de que la autoridad ambiental local dio luz verde. La empresa alega que de momento se están construyendo las carreteras y otras infraestructuras, y preguntada por el asunto, en una nota afirmó que tienen “todas las licencias ambientales y autorizaciones de los órganos estatales y municipales competentes”.
Los edificios del complejo hotelero y residencial en sí aún no cuenta con la licencia ambiental. IDB afirma que es un proyecto de varias fases y aunque reconoce que podría no obtener ese permiso decisivo confía en los numerosos premios ambientales privados que ya les avalan. Es lo que suele argumentar para defenderse de las críticas de los ecologistas, además de recalcar que el resort sólo ocupará el 6,6% de las más de 800 hectáreas de terreno.
La aldea de la discordia en sí es un puñado de casas de paredes de barro y bambú con tejados de paja, y tiene una pequeña escuela y un precario centro de salud con goteras que el cacique considera “indecente”. Tupã exige que la inmobiliaria dé garantías de que les pondrán alcantarillado, agua potable y viviendas dignas. No quieren moverse. Según ellos, primero el proyecto preveía desplazarles a otra zona, para después convertir la aldea en un reclamo turístico integrado en el resort.
El sueño del cacique es conseguir un documento que acredite que ellos son los legítimos propietarios del terreno, y eso no es fácil. Lo cierto es que llegaron aquí de prestado en 2013, después de que el ayuntamiento les cediera este rincón salvaje, que ya estaba en manos de sus actuales propietarios. Pero el periplo hasta lograr esa conquista aquí fue algo tortuoso: salieron de la región de la costa Angra dos Reis y Paraty, donde viven la mayoría de indígenas guaranís en el estado de Río, y se instalaron en una playa en un barrio de clase alta de la vecina ciudad de Niterói. Las autoridades alegaban que la aldea invadía una zona protegida. Tras múltiples protestas vecinales y amenazas, la aldea fue completamente incendiada. Según el ayuntamiento, el acuerdo era establecerse en Maricá “temporalmente”, pero ahora quieren quedarse.
La hija del cacique, Susana Takuã, tiene la sensación de que molestan en todas partes: “Todo el rato nos están apartando, es como si en todo lugar la aldea fuese un problema y solo se pasan el problema de mano en mano. No quieren encontrar una solución”, lamenta. Lo explica después de recibir junto al río a un grupo de alumnos de una escuela y dejarles boquiabiertos con historias sobre cómo se asa un carpincho (un roedor gigante) o como se construye un ‘pau de chuva’, un instrumento musical. Su cabaña de dos pisos también es la sede del humilde instituto Nhanderek, donde se recibe a los visitantes. Básicamente es un pequeño puesto de artesanía donde los intrépidos curiosos que llegan hasta aquí pueden comprar coloridas cestas o collares. Portavoces del ayuntamiento de Maricá aseguran que el diálogo con la comunidad indígena continúa y que “nadie será retirado de allí a la fuerza”. Otra aldea indígena de la región, un poco más alejada del perímetro del resort, llegó a un acuerdo con el ayuntamiento para dejar la zona y trasladarse al interior del término municipal, lejos de la codiciada franja costera.
En el estado de Río de Janeiro, el tercero más poblado de Brasil (casi 18 millones de habitantes) viven casi 15.000 indígenas. Río tan sólo cuenta con tres tierras indígenas reconocidas por ley, donde se encuentran las aldeas que resisten desde hace más de 500 años. Los indígenas que no viven en estas regiones homologadas o bien residen en las ciudades o reivindican un terreno en el que asentarse.
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