La Siria rebelde, la gran olvidada del terremoto
Los habitantes de la parte del país que no controla el Gobierno de Damasco, con solo un paso fronterizo con Turquía, sufren la falta de ayuda de las organizaciones de rescate nacionales e internacionales
En la ciudad siria de Jindires, hay más enfado hacia el resto del mundo que hacia la tierra por haberse llevado 400 vidas al temblar allí el lunes. El terremoto ha dejado una imagen desoladora de calles enteras sin apenas casas en pie, con un número de personas bajo los escombros imposible de calcular: los rescatistas locales no tienen la tecnología para ubicarlos y muchos desplazados por el avance de las fuerzas leales a Bachar el Asad no estaban registrados en la casa en la que vivían.
Sin embargo, en esta localidad de 30.000 habitantes —ubicada en una parte del noroeste de Siria que controlan Turquía y sus milicias aliadas desde 2018— nadie se queja del seísmo en sí, porque lo consideran parte del destino que escribe Dios. Lo que impera es un sentimiento de agravio, de que ellos, que tratan de derrocar por las armas al líder sirio (como si aún fuese posible), han pagado estos días más que nunca su soledad, buscando muertos a solas entre los escombros mientras, al norte de sus hogares, el mundo se volcaba con Ankara y, al sur, Damasco recibía promesas de ayuda de sus aliados.
“No ha entrado nada en Siria en tres días. ¿Por qué? ¿Porque somos sirios? ¿Porque no queremos a Bachar el Asad, que ha matado el país? ¡100 países deberían estar ayudándonos!”, afirma enfurecido Muhammad Hanu, de 72 años. “Estamos destrozados y solo meten 14 camiones”, protesta en referencia al convoy humanitario de Naciones Unidas que atravesó el viernes la frontera. También Arabia Saudí hizo llegar el sábado ayuda a la zona. Hanu también carga contra Turquía: “Nos ayuda, pero tiene cerrado el paso”, en referencia a Jirbet Al Joz, el que empleaban los traficantes de personas para cruzar al vecino del norte, que quiere devolver a una parte de los 3,7 millones de sirios que acoge.
El noroeste de Siria solo puede recibir ayuda humanitaria a través de un cruce con Turquía, Bab Al Hawa. La resolución del Consejo de Seguridad que lo permite debe ser renovada cada seis meses. Años atrás entraba por varios pasos fronterizos, pero las amenazas de veto de Moscú y Pekín los fueron reduciendo hasta solo el actual. En enero, Rusia permitió que se prorrogase otro medio año, en una votación en la que se temía que cerrase el único cordón umbilical de la zona rebelde para cobrarse el precio del apoyo occidental a Ucrania en la guerra. El Gobierno de Damasco —en clara posición de fuerza desde que su aliada Rusia entró en combate en 2015 y dio un giro al curso de la guerra— considera que debería recibir y vehicular la ayuda a todo el territorio. Hoy controla la gran mayoría del país.
Occidente no reconoce al Gobierno de Bachar el Asad, mantiene sanciones sobre los bancos y desconfía de que la ayuda llegase a su destino, de hacerlo así. Es este dilema, que se venía dirimiendo en los foros internacionales con la lentitud propia de las situaciones con intereses estratégicos enfrentados, el que ha estallado ahora en toda su crudeza ante un terremoto que ha dejado a decenas de miles de personas sin vivienda.
Haisham Yaber, jefe de equipo en Jindires de Defensa Civil Siria, la organización de rescate más conocida como Cascos Blancos que integran unos 3.000 voluntarios, se enfrentaba el sábado a las consecuencias del terremoto con algunas grúas que tiene la organización y otras que les han prestado vecinos de la zona. “Cuando llegamos a Jindires, el número de edificios caídos era enorme y no sabíamos si había gente dentro o no. ”. Yaber cuenta que han identificado a parte de los muertos por medio de fotografías que les muestran los familiares y que comparan con el rostro del cadáver hallado.
Años de experiencia con los rescates
“De fuera, nos falta maquinaria pesada y sistemas electrónicos sensibles que permitan localizar gente”, agrega Yaber, consciente en cualquier caso de que ―pasada casi una semana del seísmo y solos en el esfuerzo― la posibilidad de hallar supervivientes es ya muy escasa. “Estamos acostumbrados a este tipo de rescates, por los bombardeos. No hay diferencia en cómo actuamos. Lo que cambia es el gigantesco número en tan poco tiempo. A eso no estábamos acostumbrados”, señala en el marco de un inusual viaje organizado desde Turquía a Siria con motivo del seísmo por la organización Syrian Emergency Task Force, con la luz verde de las autoridades de Ankara.
Los Cascos Blancos ―que no operan en la zona dominada por Damasco, que también se vio afectada por el terremoto― no llegaron a Jindires hasta el segundo día. En el primero, la dimensión de la catástrofe natural en el último reducto rebelde de Siria les obligó a priorizar otras localidades. Solos, los habitantes de Jindires intentaron entender calle por calle en medio de la oscuridad a qué vecinos echaban en falta y trataron de oír los gritos de los sepultados, recuerda uno de ellos, Ahmed Nasbi Yasem. “La gente salía a rescatar andando, con las manos, no había coches. Oíamos gritos, pero no podíamos saber dónde estaban”, señala Yasem.
El presidente del consejo local de Jindires, Mahmud Hafour, cifra en 400 los muertos, en 1.100 las casas dañadas y en 270 las que se han venido completamente abajo por el terremoto. “No hemos recibido ningún tipo de ayuda desde fuera. Al tercer día empezó a llegar de asociaciones locales y caritativas. Ahora hay más de 40 ayudando, pero son iniciativas locales, con muy poca capacidad”, admite.
Haisam Sido se acaba de beneficiar de esa ayuda. Es mediodía y lo primero que va a comer en el día son unos panes y unos biscotes que le acaban de entregar desde una furgoneta. Tiene 30 años, cuatro hijos y vive desde el terremoto en una tienda de campaña que compró en Afrin con 100 dólares que le dio su padre. Como la mayoría de los sirios, está desempleado.
—¿Tienes algún plan sobre qué hacer ahora?
—Sí, comprarme otra casa.
—¿Tienes el dinero?
—No, ni sé cómo conseguirlo... La verdad es que no, no tengo ni dinero ni plan.
También Ahmed Ahmed, de 30 años, ha perdido en el seísmo su casa, además de un dedo del pie. Vive en una tienda con otras dos familias. Son 11 en total y les propusieron ocupar un edificio enfrente que aparenta buen estado en medio de la destrucción. “Nos da miedo entrar allí y que se venga abajo”, argumenta.
A ambos lados de la carretera que conecta el cruce fronterizo de Bab Al Salam con la ciudad de Afrin se ve más pobreza que destrozos por el terremoto o por casi 12 años de una guerra que ha dejado medio millón de muertos y 6,6 millones de refugiados. Apenas circulan un puñado de coches, motocicletas y carruajes, y no se ve más transporte de mercancías que mantas, gasoil, alimentos o chatarra. La pobreza supera el 80% y la inflación está disparada.
A los lados se pueden ver dos tipos de tiendas de campaña. Casi todas son antiguas. Se trata de asentamientos informales instalados en uno de los escasos llanos que no ocupan las omnipresentes hileras de olivos. Allí malviven parte de los 6,8 millones de desplazados por el conflicto. Muchos han acabado en la provincia de Idlib, a la que pertenece Jindires y que sumaba 1,5 millones de habitantes antes de la guerra. En 2021 ya eran 2,7 millones, según un informe de la Oficina de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas.
Una pequeña parte de las tiendas están recién estrenadas. Son las de los afectados por el terremoto más grave en la región en casi un siglo, con casi 30.000 muertos en Turquía y más de 3.500 en Siria. Si tienen logotipo, es turco: de AFAD (la agencia gubernamental de gestión de emergencias) o de IHH, una organización caritativa islámica del mismo país. Decenas de mujeres esperan sentadas con sus hijos sobre una manta junto a los olivos. El miedo a una réplica o un derrumbe es evidente: se ve a bastante gente fuera de sus casas, aunque sigan en pie.
También Mohammad Mahmud Shile, de 53 años, y su sobrino Mouaz Shile, de 14, son desplazados. Escaparon del enclave de Guta Oriental, a las afueras de Damasco, cuando un avance de las fuerzas del régimen tras cinco años de asedio generó una huida masiva en medio del pánico.
El primero llora en el hospital frente a la cama en la que permanece postrado el adolescente con una pierna rota y heridas en el rostro. “Estaba durmiendo en el piso de abajo (de un edificio de cuatro plantas). Cuando sentí el terremoto, intenté escapar, recuerdo que me cayó un muro sobre la pierna y nada más”, asegura desde la cama del hospital. Luego, cuenta, alternó momentos de consciencia e inconsciencia en los que gritaba y golpeaba el muro cuando oía ruido a su alrededor. De repente, un casco blanco retiró filones de piedra que lo cubrían, se filtró la luz por primera vez y se sorprendió al descubrir que era de día. Pasó 63 horas bajo los escombros antes de ser rescatado, precisa Mohammad Mahmud.
El que lo acompaña en el hospital es su tío: sus padres y dos de sus hermanos murieron en el derrumbe, explica este. El adolescente Mouaz lo sabía, pero al escucharlo en boca ajena parece volverse de repente consciente de la dimensión de su tragedia, y lucha por controlar el llanto.
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