En la zona cero, con las víctimas de ‘Ian’: “Tardaremos años en recuperarnos del huracán”
El ciclón deja en Florida un balance provisional de más de 60 muertos, casas con dos metros de agua y barro y embarcaciones dobladas sobre sí mismas como si fueran papel de fumar
El miércoles a las cinco de la tarde, cuando la marea empezó a subir peligrosamente, la joven Stefani Milz tomó una decisión que le salvó la vida. “Cogí a mis dos perros y crucé la calle”, recuerda. Lo hizo a nado. Forzó la cancela de la casa de sus vecinos, que están de vacaciones en Alemania, y corrió al segundo piso. Ahí duerme aún tres noches después.
Entonces no podía saberlo y actuó sin pensar, pero en su vivienda de una sola planta a las afueras de Fort Myers, zona cero de la devastación sembrada por el último huracán en azotar la región sudoeste de la península de Florida, el agua subió lo suficiente como para haberla matado. Ahora se afana en rescatar lo poco que no dejó inservible el barro. La mayor parte de sus muebles estaban este sábado por la mañana en el jardín, secándose al sol y al calor (de hasta 30 grados) de principios de octubre, como dispuestos para una de esas ventas de fin de semana. “Mucho se habla de [el huracán] Michael estos días”, dice Milz. “Pero Ian ha sido mucho peor que eso. Esto es como el Katrina”.
La calle en la que vive junto a su familia tiene pinta de haber sido, hasta que pasó la tormenta, el lugar perfecto para jubilarse. Ahora, en algunos de sus tramos, el lodo llega hasta los tobillos y los árboles arrancados de cuajo impiden el paso. Está en un barrio acomodado del corazón del condado de Lee, la zona que se ha llevado la peor parte de la furia de un huracán que tomó tierra cerca de aquí un par de horas antes de que Milz echara a nadar. Clasificado como de categoría cuatro y con vientos de hasta 250 kilómetros por hora, Ian demostró sus extraordinarias dotes para la destrucción especialmente en esta zona. Unas 35 personas han muerto solo en este condado, según los cálculos que el sheriff Carmine Marceno, portavoz oficioso de la tragedia, difundió este sábado en las redes sociales. Este dato eleva a más de 60 el número provisional de víctimas mortales que el viento y el agua han dejado a su paso en Florida.
Marceno tiene jurisdicción sobre Fort Myers, Cabo Coral y las islas de Pine y Sanibel, todos ellos topónimos convertidos en símbolos de la última catástrofe meteorológica en cebarse con Estados Unidos. Una catástrofe que, dicen los expertos, llegó agravada por el cambio climático: el calentamiento global permite a estas tormentas estacionales armarse con mayor rapidez y, en una terrible paradoja, desplazarse después con una parsimonia que les hace regodearse en la destrucción.
Este sábado por la mañana, el puente que une el continente con la isla de Sanibel seguía cortado (en la que se ha convertido en una de las estampas que Ian ha regalado a la posteridad). Así que el acceso a ese próspero núcleo urbano (con una renta per cápita de 90.000 dólares anuales y un 97% de habitantes blancos, según el último censo) solo era posible en barco. Tampoco dejaban pasar a Fort Myers Beach, el otro epicentro de la devastación. La carretera sigue ahí, pero los agentes impedían acceder a pie a quienes no pudieran demostrar vecindad o que venían a echar una mano identificados como profesionales del rescate. “Me parece que la prohibición de pasar se mantendrá durante varias semanas”, explicaba uno de esos agentes.
Desde la marina que hay del otro lado de la bahía de Estero, se adivinan las calles barridas por las aguas. Jay Ursoleo nació en una de ellas hace 64 años. Y no, nunca había visto nada igual. “Tardaremos varios años en recuperarnos de Ian”, decía, mientras trabajaba en apuntalar una estructura del puerto arrasada por el viento y la marejada que la tormenta echó sobre tierra firme. El día siguiente a la tormenta, Ursoleo se dio una vuelta por Fort Myers Beach y asegura que vio “cadáveres flotando en las calles”.
Esta es la zona en la que aguardan las escenas más dantescas: imágenes difíciles de olvidar como la estructura de un muelle de reparación de grandes embarcaciones doblada sobre sí misma como si fuera papel de fumar, yates de casi 20 metros de eslora arrojados a medio kilómetro de donde estaban fondeados, casas literalmente dadas la vuelta, una lancha al lado de un surtidor de gasolina, como a punto de repostar, y recuerdos de toda una vida mezclados con el lodo y los peces muertos en las cunetas. Greg Charters, “capitán” de uno de esos yates, se lamenta por haber perdido su medio de vida (trabajaba como guía para excursiones de pesca para turistas), mientras mira incrédulo cómo Crackerjack, que así se llama su embarcación, acabó encima de un todoterreno, “que, al parecer, es de unos reporteros”.
Un poco más allá, Joanne Semmer explica con orgullo que esta parte de Fort Myers Beach es la de “los trabajadores” y la que está cerrada al paso “la de los ricos”. “Por una vez se llevaron la peor parte”, añade. El día de la tormenta estaba en su casa, situada unas calles más al este. “Ahora es un agujero con dos metros de agua y barro”, cuenta. Cuando vio que la cosa se ponía fea se fue a donde vive su hermano. Resultó una buena idea: la marea también hizo allí de las suyas (Semmer señala hasta dónde llegó, a unos cuatro metros de altura), pero, de nuevo, el secreto estuvo en disponer de una segunda planta en la vivienda donde evitar morir ahogada.
Semmer está de acuerdo con Ursoleo, y con la veintena de vecinos de la zona consultados para esta crónica: todos contestaron lo mismo (“varios años”) a la pregunta de cuánto creían que tardaría en recuperarse el condado de Lee.
Muchos de ellos también coincidieron en su decisión de quedarse en casa, tan cerca de la costa, pese a la inminencia del huracán. Es cierto que durante los días previos los meteorólogos vaticinaron que Ian tocaría tierra en la zona de Tampa, a unos 200 kilómetros al norte, donde este fin de semana respiran ciertamente aliviados. También contribuyó la intimidad con las catástrofes naturales que desarrollan los habitantes de este rincón del mundo. “Mi marido y yo siempre optamos por quedarnos en mitad de la tormenta”, había explicado a primera hora de la mañana Anne Dalton, que lleva 32 años viviendo en el centro de Fort Myers, a unos 15 kilómetros de la parte más afectada. “Hemos experimentado unos cuantos de estos, aunque los otros no fueron tan duros. Puedes irte a un hotel, o con unos amigos, pero entonces pasarás unos días con ataques de ansiedad por no saber qué está pasando con tus cosas”. Su casa está “razonablemente bien”, salvo por el “olor a moho”. El mismo olor que, mezclado con el tufo a pesca podrida y a gasoil, se ha apoderado de todo el condado (una zona que suena a dos cosas: el sobrevuelo de los helicópteros de emergencia y las motosierras de los vecinos que trabajan en despejar los troncos cruzados en los caminos).
No todos tuvieron la suerte de Dalton, profesional de la “mediación judicial en temas inmobiliarios de seguros”, que ahora, mucho se teme, tendrá “más trabajo que nunca”. Un miembro de la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA son sus siglas en inglés), que prefirió no dar su nombre, explicó que “aún no pueden estar seguros” de que no haya más gente atrapada en las casas, vivas o muertas, casi 72 horas después de que lo peor pasara.
Curtis Drafton, que llegó un día antes de la tragedia al frente de su equipo privado de rescate, “formado por veteranos de las guerras de Irak y Afganistán”, contó que ha sacado a unos cuantos vecinos en el cercano municipio de Iona, convertido, aún este sábado, en una pequeña y siniestra Venecia. “El agua está tan alta que los todoterrenos no pueden pasar”, añadió, “así que hay que cargar a pulso con las personas”.
Drafton duerme cada noche en su camioneta, en la última planta de un aparcamiento del centro de Fort Myers, donde sobrevivió al paso de la tormenta. El parking está en la calle principal de esta ciudad de algo más de 60.000 habitantes, donde la normalidad se abre poco a poco paso de nuevo. Aquí, la luz nunca se fue (Ian dejó sin electricidad a 2,6 millones de usuarios en todo el estado), aunque eso tuvo sus desventajas también, como saben los vecinos de un edificio de apartamentos frente al puerto que, según cuenta su administradora, a la calamidad del huracán tuvieron que sumar un incendio en uno de los pisos ocasionado por un cortocircuito.
Ya hay un par de restaurantes del centro de Fort Myers en funcionamiento. Algunas gasolineras de la zona han vuelto al trabajo (aunque las colas son kilométricas), un almacén de bricolaje está suministrando y rellenando tanques de gas propano y la radio local lanza sin parar pistas de dónde reponer suministros o comer algo caliente. Para esto último están, en un aparcamiento de un centro comercial sin nombre, las furgonetas de World Central Kitchen, la ONG del chef español José Andrés, que se desplegaron, como acostumbran, de inmediato.
El gobernador republicano Ron DeSantis quiso contribuir a esa imagen de normalidad colaborando por la mañana en un restaurante de gofres de Punta Gorda, otro de los topónimos de la catástrofe. DeSantis es uno de los políticos del momento Estados Unidos, llamado, dicen, a ser la alternativa de Donald Trump en 2024. Y está de momento saliendo reforzado de esta crisis, al sumar un perfil de líder responsable y moderado, dispuesto a colaborar con la Casa Blanca de su archienemigo Joe Biden (aunque en el pasado criticara que se ayudara a las víctimas del huracán Sandy, en Nueva York), a su estridente faceta de azote del progresismo e incansable guerrero cultural en asuntos como la atención médica a los jóvenes transgénero o la discusión en las escuelas sobre orientación sexual.
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