La mujer que cultiva rosas a 30 kilómetros del frente de guerra en Ucrania
Las flores de Natalia en Kramatorsk iluminan el centro de una ciudad entristecida que sufre los ataque rusos un día sí y otro también
Todo se hunde a su alrededor. Vive en un país invadido en el que el enemigo está a 30 kilómetros, no tiene gas en casa desde hace varias semanas, el 75% de sus vecinos se han marchado y, mientras habla, dos explosiones han hecho cimbrar los cristales de los edificios del centro de Kramatorsk. Pero a Natalia lo que le preocupa, lo que realmente le preocupa, es ese insecto raro que crece en el tallo de sus rosas y que llegó con el calor. Así que mueve intranquila la cabeza de lado a lado, observando la flor desde distintos ángulos hasta que finalmente se decide. Entonces, se agacha sobre la planta, separa con mimo dos pétalos y arranca con decisión el molesto bicho. “Esto es lo que está terminando con las rosas”, dice mostrando el pulgón entre los dedos con la misma satisfacción que sus vecinos exhiben victorias militares en el frente.
Natalia tiene 58 años, un cuerpo menudo en un país de gigantes y dos dientes de oro que le iluminan toda la boca cada vez que sonríe. ¿Y cuándo sonríe? Cuando habla de rosas, petunias, violetas, crisantemos. “La rosa necesita mucha atención, la petunia es muy caprichosa, a la salvia le va muy bien esta tierra, a la hortensia le sienta mal el frío…”, explica sobre cada una de sus plantas, como quien habla de sus hijos, frente al Ayuntamiento de la ciudad.
Mientras mueve con firmeza el azadón sobre la tierra, Natalia, la única jardinera de la ciudad, reconoce que el sonido de la alerta antiaérea la vuelve loca después de varias horas. Pero tampoco eso logra alterarla cuando utiliza su herramienta. Ella vive en un mundo paralelo de flores, pétalos, esquejes, tierra oxigenada y pulgones, aunque no queden vecinos para contemplar sus rosas.
En el tiempo que dura la conversación, detrás de Natalia han pasado tres ambulancias con heridos que llegan del frente: uno con la cabeza abierta por la metralla, otro con el brazo fuera del sitio, otro más con la pierna destrozada al caerse de un tanque y pasarle este por encima. Dos operarios han reforzado con sacos terreros los edificios públicos, pero Natalia no se despista y muestra orgullosa sus flamantes gazanias. Su mundo es un mundo empeñado en que gane la vida frente a la muerte.
A la ciudad en la que nació, llegan cada día armas nuevas y más modernas en dirección al frente. Los jóvenes soldados ucranios, muchos de los cuales ha visto crecer, hacen ahora la compra con un fusil al hombro. Se han familiarizado con términos desconocidos hasta entonces, como los misiles Javelin, capaces de destrozar los tanques rusos con gran efectividad; los cohetes Grad, cuyo repetitivo sonido asusta a todos; las ojivas termobáricas perfectas para pulverizar una manzana de un solo disparo o el Bayraktar, el dron turco que destroza las líneas rusas. Sin embargo, en el mundo paralelo de Natalia las armas más peligrosas son unas tijeras y el fumigador con el que ataca los insectos. “Nos han dejado sin agua desde hace semanas, así que tengo más trabajo para airear la tierra y controlar las plagas”, explica. “La petunia necesita agua y requiere de mucha atención, así que hay que abrir una a una las flores con la mano para que no mueran”, añade agachada sobre el suelo.
Antes de la guerra, Kramatorsk era una próspera ciudad industrial con cerca de 200.000 habitantes, que había ganado en relevancia desde que en 2014 se convirtió en sede administrativa de la región de Donetsk, tras la ocupación rusa, lo que atrajo a nuevos funcionarios públicos. Con el comienzo de la invasión, la ciudad saltó a las portadas de toda la prensa mundial cuando el 8 de abril a las 10 de la mañana dos misiles cayeron sobre miles de personas que aguardaban en la estación de tren para salir de la ciudad, dejando 60 muertos y casi 100 heridos.
Desde entonces la tristeza y la oscuridad se han instalado en una ciudad que cada noche apaga el alumbrado público —cuando hay electricidad— para no ayudar al enemigo. Un lugar donde apenas una decena de negocios siguen abiertos y donde la alerta antiaérea que avisa de ataques sobre la ciudad es como el oleaje del mar, solo te das cuenta de que ha parado cuando deja de sonar.
“Este trabajo también es importante”, dice Natalia sobre sus flores. “A mí me gusta venir a cuidar las plantas porque ayudan a la gente en medio de la depresión. Aunque sea en guerra, es necesario que la gente vea que es posible tener una ciudad limpia y con colores”, explica. “Cada profesión es importante y también es parte de la victoria que cada uno haga lo que sabe”, añade. “Estas flores son esperanza y ahora más que nunca hay que cultivarla”, dice con más filosofía y poesía que el poeta nacional Taras Shevchenko.
Cuando Natalia habla de la guerra y del orgullo, uno espera que se refiera a su ejército y a la heroica batalla que libra a pocos kilómetros de aquí, donde está logrando frenar a Rusia a pesar de la enorme desproporción de efectivos. Tal vez a la gigante bandera azul y amarilla que se levanta en su pueblo o a la cultura cosaca, orgullo del país. Pero Natalia descoloca a todos cuando dice que su mayor orgullo es ver como brota, tan amarilla, la gazania. “Cada uno debemos hacer lo que sabemos. Si cada uno estamos es nuestro puesto, la victoria llegará”, dice con la calma de quien mide los triunfos en primaveras.
Hasta el 24 de febrero, el día que comenzó la invasión rusa de Ucrania, la plaza en la que coloca sus flores era un lugar lleno de vida. “Había muchas familias, parejas de novios comiendo helado y chorros de agua en los que jugaban los niños ahí mismo”, dice señalando una plaza desierta donde sus flores son lo único que colorea el cemento soviético. ¿Tiene miedo?, “solo los locos no tienen miedo”, dice, y ríe mostrando sus dos dientes de oro.
Cuando habla del ambiente en Kramatorsk, Natalia se entristece porque sus amigas se fueron a Polonia, Rumania o Italia. Su tono de voz se va apagando cuando enseña en su teléfono móvil las fotos de sus comadres: Svetlana, Lena, Anna... Hasta que se le va el dedo y entre sus fotos comienzan a aparecer las flores de su jardín y su cara vuelve a iluminarse. “Mire, esta es la que le decía que es un escaramujo, una especie de rosa salvaje que estoy domesticando con unos esquejes...”. Y sigue pasando el dedo por la pantalla de un teléfono tan floreado como el jardín que tiene delante.
Uno de los textos que relacionan belleza y guerra más conocido lo escribió el teniente coronel británico Mervin Willett Gonin en 1944 tras liberar el campo de concentración de Bergen-Belsen. Con las tropas alemanas en retirada, Willet se encontró un lugar destrozado en el que morían 500 personas cada día sin alimentación y en los huesos, y donde las ratas mordisqueaban los cadáveres. Desolado ante lo que estaba viendo, hizo un pedido urgente de alimentos y medicinas a la Cruz Roja, pero en aquella lista alguien incluyó un pedido masivo de barras de labios. “No sé quién las pidió, pero me encantaría saberlo”, escribió después en su diario. “Fue obra de un genio. Creo que nada hizo más por estas internas que esas barras de labios. Las mujeres se tumbaban en la cama sin sábanas ni camisones, pero con los labios rojos. Las veías deambular sin nada más que una manta por encima de los hombros, pero con los labios pintados de rojo. Por fin alguien había hecho algo para convertirlas de nuevo en individuos. Eran alguien, ya no solamente un número tatuado en el brazo”, escribió sobre una simple barra de carmín que “les había devuelto su humanidad”. Agachada sobre la tierra abriendo los pétalos uno a uno, Natalia es el pintalabios de la ciudad de Kramatorsk.
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