Los héroes anónimos de la resistencia en Chernóbil frente a los rusos
Algunos de los escasos trabajadores y vecinos que vivieron junto a la central nuclear la ocupación informaron desde dentro y ya han sido condecorados por Ucrania
Chernóbil es hoy, 100 días después de la invasión de Ucrania, un lugar mucho más peligroso de lo que ya era. Las minas sembradas por los rusos forman un explosivo cóctel junto a la radiación que se acumulaba tras el accidente nuclear de 1986. Oleksandr Skita, un ingeniero de 47 años, recuerda perfectamente la madrugada del 24 de febrero cuando llegaron los primeros invasores. “Las alarmas empezaron a sonar a las 4.40 y se puso en marcha la operación de evacuación”, relata. Pero él no se fue en los autobuses que fletaron de inmediato. Tampoco enfiló carretera abajo con su coche. Se quedó por voluntad propia. Como él, solo unas decenas de trabajadores y vecinos permanecieron bajo el yugo de los militares ocupantes durante un mes.
Pese al férreo control al que se vieron sometidos, algunos fueron de gran ayuda al convertirse de manera improvisada en miembros del aparato de inteligencia ucranio. Pasaban toda la información que podían de movimiento de tropas, número, cómo actuaban… Durante su visita esta semana a la zona de exclusión, EL PAÍS ha conocido a algunos de ellos. No quieren dar excesivos detalles porque, reconocen, es una forma de actuar que se sigue manteniendo en otras zonas bajo ocupación del enemigo. “Cuando acabe la guerra”, señala uno con una sonrisa pícara. Como prueba de los favores prestados a la patria, alguno ya ha sido condecorado y muestra con orgullo la medalla y el documento que lo certifica. “Tratábamos de ser útiles. No soy ningún héroe”, zanja.
A quien no parece que la invasión le cambiara el ritmo de vida es a Evgenii Markevich, de 85 años, uno de los más viejos del lugar y de los escasísimos vecinos que residen en torno a la central nuclear. Apenas estuvo fuera unos meses tras el desastre de 1986 y se resistió a ser reubicado. “Los militares vivían justo al otro lado de la calle en el edificio del laboratorio. Mis perros corrieron allí, yo no sabía que había rusos y fui tras los perros. Vi a 10 personas con ametralladoras que estaban almorzando y pregunté si dispararían. Quería ver qué tipo de personas había. Había gente joven, eran amables, me dieron una ración de comida”, cuenta en su casa, delante del invernadero en el que cuida su huerta.
En la planta de Chernóbil, a 10 kilómetros de Bielorrusia y en la ruta más corta hacia Kiev, hubo tensión, pero no intensos combates, como sí a las puertas de Kiev. Habría sido temerario, opina un vecino de un pueblo aledaño. El Ejército de Ucrania no plantó cara. Esperó unas decenas de kilómetros más abajo después de volar todos los puentes para complicar el avance ruso.
Una pequeña columna de vehículos llegó a Chernóbil sobre las 11.00 del 24 de febrero, cuenta el ingeniero Skita. “Llamé de inmediato a mi madre a Járkov y me dijo que allí también estaban atacando. ¿Adónde iba a ir yo?”, añade mientras encoge los hombros. El primer susto llegó esa mañana. “Iba hacia la iglesia, que es donde mejor cobertura hay para hablar. Me pararon y me tumbaron en el suelo mientras me apuntaban a la cabeza. Se llevaron mi teléfono, pero yo había borrado toda la información”, añade este hombre, que trabaja en Chernóbil desde 1994.
Las tropas del Kremlin permanecieron un mes en la zona de exclusión de Chernóbil, un círculo de 30 kilómetros alrededor de la planta nuclear. Ignoraron durante todo ese tiempo los peligros que todavía alberga el terreno altamente envenenado, como alertó el Gobierno del presidente Volodímir Zelenski. Cavaron trincheras, movieron tierra para llenar sacos con los que instalaron barricadas y controles de carretera, montaron campamentos… “Excavar aquí es muy peligroso”, comenta el ingeniero Skita, que teme que los soldados se hayan llevado consigo la radiación.
En el edificio donde el ingeniero tiene su despacho, hay pintada una esvástica sobre una de las puertas. Skita recuerda que el presidente ruso, Vladímir Putin, justifica la invasión por la necesidad de “desnazificar” Ucrania. Algunas de las estancias siguen revueltas y con prendas militares rusas abandonadas aquí y allá. Sobre un espejo colgado en la pared hay pintada una Z, con la que los invasores rusos marcan sus vehículos y con la que suele dejar su rastro allá por donde pasan.
Skita pasó los primeros 10 días en su casa y después se trasladó a la vivienda de otro vecino. No les dejaban moverse y veían por la ventana los controles rusos. A veces escuchaban disparos. “Estando ya en casa junto a mi amigo, empezaron a hacer un censo de la población. Nos hacían salir para contarnos y nos ofrecían la posibilidad de llevarnos a Bielorrusia”, país aliado del Kremlin. “Era un consejo, no una orden. Volvieron otras dos veces más. Nos hacían preguntas raras como por qué seguíamos aquí, dónde estaba la policía, dónde estaban los nazis, si teníamos armas…”.
El bosque rojo
Uno de los asentamientos de los militares rusos se encuentra todavía hoy tal cual lo dejaron, muy cerca del conocido como bosque rojo. Se trata de uno de los lugares más contaminados del mundo y está a un par de kilómetros de la cúpula de seguridad, la mayor estructura móvil construida nunca, que cubre desde 2016 el famoso reactor 4 que saltó por los aires en 1986. Ahí están los agujeros horadados en el terreno ignorando el peligro, los sacos terreros para construir puestos de vigilancia, los tablones clavados para levantar casetas, las cajas de munición, ordenadores saqueados de oficinas… Y las minas. Los zapadores han podido solo examinar una pequeña parte del terreno ocupado. Han marcado un pasillo con palos coronados por cinta roja. El peligro de la radiación, recuerdo de la irresponsabilidad soviética, va de la mano de los explosivos dejados como recuerdo por los rusos en la actual guerra.
Yashunin Vadim Alekseevich, electricista de 27 años, se incorporaba a su turno de dos semanas justo el 24 de febrero. Se libró de vivir la ocupación en La Zona, como se conoce al perímetro de exclusión, por unas cuantas horas. Lo cuenta al pie del descomunal sarcófago en la que es su primera semana en el trabajo tras la salida de los rusos. Apenas se ve movimiento alrededor, pues las instalaciones dejaron de funcionar y las visitas turísticas están canceladas por la guerra.
Tras varias semanas, los militares “empezaron a irse. Una gran columna. Una mañana vimos que ya no había nadie en la calle, nadie en los controles de carretera. Habían abandonado algunos vehículos”, recuerda Skita, que llegó carretera abajo en dirección a Kiev, a unos 130 kilómetros de la central, hasta que se encontró el primer puente destruido. “Hasta dos días después no vimos aparecer por aquí al Ejército ucranio”, añade.
Fue el 31 de marzo cuando las autoridades ucranias anunciaron que de nuevo tenían bajo su control la planta. La prueba fue un acta en la que aparecía estampada la firma de un general ruso. El director general del Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA), Rafael Grossi, reconoció al día siguiente que el movimiento de tropas rusas había elevado los niveles de radiación, aunque seguían dentro de lo normal.
Nada de eso parece preocupar a Evgenii Markevich, el vecino de 85 años, que, a diferencia del ingeniero, parecía tener patente de corso por parte de los ocupantes. “Se podía caminar libremente, porque la ciudad estaba vacía. El único problema era la comida. Una vez, los militares me llamaron por teléfono y me trajeron algo de comer”, explica el hombre, residente en Chernóbil desde 1945. Ahora, dos meses después del repliegue de los rusos, ha vuelto a su calma habitual y el tiempo no existe para él. Su preocupación es celebrar la vida brindando con un chupito de whisky. Y entonces esboza la mayor de las sonrisas.
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