Indocumentados en su propia tierra: los tres millones de brasileños ‘invisibles’
Millones de brasileños carecen de certificado de nacimiento, lo que les impide estudiar, ir al médico o tener trabajo formal.“Ni siquiera existo en el mundo”, lamenta una de ellas.
Adriana tiene 22 años, pero aún no ha nacido. No oficialmente. La joven carioca, negra, delgada, con postura de bailarina y cejas bien marcadas, nunca tuvo documento de nacimiento. Ni DNI (RG, las siglas en portugués del Registro General), ni permiso de trabajo, ni ningún otro documento. “Ni siquiera existo en el mundo”, dice en voz baja, casi inaudible. Sin haber conocido nunca a su progenitor, Adriana fue criada por Mônica, con quien su padre se fue a vivir cuando ella tenía cinco años. Después de que el hombre abandonara a la familia, fue la madrastra quien descubrió que la niña nunca había sido inscrita y comenzó una odisea que ha durado años para obtener los papeles que demuestren que Adriana, de carne y hueso, es una ciudadana brasileña. “Su vida está parada, no puede cursar estudios, no puede tener un trabajo formal, no puede hacer nada”, dice Mônica, de 46 años.
Adriana es una de las cerca de tres millones de personas en Brasil que no tienen ningún tipo de inscripción en el registro civil, por ejemplo, certificado de nacimiento, según estimaciones del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE). En una sociedad desgarrada por la desigualdad social, la ausencia de papeles que acrediten un mínimo de dignidad no aparece con frecuencia en el debate público, pero el asunto cobró relevancia cuando apareció como tema de la redacción del Examen Nacional de Educación Secundaria (Enem). Bajo la propuesta “Invisibilidad y registro civil: garantizar el acceso a la ciudadanía en Brasil”, se requirió a los examinados escribir acerca del tema.
Sin el registro civil, en Brasil no es posible matricularse en una escuela, ni acceder a las prestaciones sociales del Gobierno, ni tampoco ir a consulta médica en el sistema público de salud. Como sugiere el título de la redacción del Enem, un indocumentado no es un ciudadano, no puede aspirar a progresar en la vida.
Adriana consiguió estudiar y terminar la secundaria gracias a la insistencia de Mônica, que convenció a un colegio público “pero barato” de los suburbios donde viven para matricularla. “Y tuve la suerte de que era una niña sana, nunca necesitó ir al médico, porque si no, no sé cómo lo habríamos hecho”, dice la mujer. Este año, sin embargo, la joven tuvo que recurrir a la intervención de una trabajadora social para conseguir sus dosis de la vacuna contra covid-19. “Fuimos a varios puestos de salud y no querían vacunarla porque no tiene identificación”, dice Mônica.
Ambas hablaron con EL PAÍS en el patio del Juzgado de Infancia, Juventud y Tercera Edad de Río de Janeiro, frente a un autobús del Tribunal de Justicia de esa ciudad, donde seis funcionarios de la Defensoría del Pueblo, cuatro trabajadores sociales y tres juezas atienden a decenas de personas que acuden en busca de un documento que acredite su existencia. Adriana y Mônica, que quiere adoptarla y darle a la joven su apellido, llegaron a las seis de la mañana en su cuarta visita al lugar y volvieron a salir desanimadas. Al no tener ningún documento de los padres biológicos de la mujer, la Justicia ordenó buscar el registro civil paterno para regularizar su situación.
“A veces dan ganas de dejarlo, pero tenemos que garantizar sus derechos”, confiesa Mônica. “Me siento muy confusa a cuenta de esto, me entra un gran desánimo”, dice Adriana, siempre cabizbaja, casi siempre monosilábica. Desvía la mirada de los ojos de sus interlocutores. Tímida, incluso cuando acepta hacerse un retrato, le cuesta mirar a la cámara. Cuando sonríe por primera vez, cierra los ojos y se aleja del foco. La vergüenza es un sentimiento recurrente entre los indocumentados, dice la jueza Raquel Chrispino, que trabaja con esta población desde hace 15 años y es coordinadora del programa de Erradicación del Subregistro en el Tribunal de Justicia de Río de Janeiro. “Se sienten culpables por no tener documentos, como si fueran seres humanos de quinta categoría”.
Chrispino explica que, sin la inscripción en el registro civil, los niños y los adultos tienen dificultades para acceder a la educación y la atención sanitaria. A estos brasileños les fue imposible obtener, por ejemplo, la ayuda de emergencia ofrecida por el Gobierno durante la pandemia. “Los necesitados ni siquiera pueden conseguir los medicamentos controlados que ofrece la Seguridad Social (SUS en el acrónimo en portugués, Sistema Único de Salud), la atención sanitaria es siempre de urgencia. En todos estos años he perdido la cuenta de cuántas personas ciegas he atendido. Ancianos con cataratas que no podían operarse porque no estaban inscritos”, dice la jueza, que se ha convertido casi en una activista contra el subregistro.
Chrispino fue una de las principales fuentes de la periodista Fernanda da Escóssia, que sigue las historias de los indocumentados desde 2003 y es autora del libro Invisíveis: uma etnografia sobre brasileiros sem documentos (Invisibles: una etnografía de los brasileños indocumentados, publicado por la Fundación Getúlio Vargas), citado como uno de los textos de apoyo en la redacción del Enem. Durante tres años, visitó el autobús en el patio de la plaza Onze de Junho y contó las experiencias de personas que no pudieron operarse para tratar el cáncer o cuyas familias tienen hasta tres generaciones de individuos sin registro civil. “Muchos de ellos me dijeron que se sienten como perros, que hablan de sí mismos como no personas, porque los sin papeles están excluidos del mundo de los derechos”, dice.
Durante su investigación —el libro es una adaptación de su tesis doctoral—, Escóssia comprendió que la exclusión documental en Brasil tiene causas estructurales, que comienzan con la falta de integración de los sistemas burocráticos, como las notarías, que en Brasil elaboran los certificados de nacimiento, y las secretarías estatales de Seguridad Pública, responsables del registro. Otras causas son el abandono paterno, casi endémico en el país, el racismo y el machismo. “Conocí a una mujer que no estaba inscrita porque el padre decía que él no iba a tener una hija ‘muy negra’ y a otra cuyo padre solo inscribía a los hijos varones porque ‘las mujeres no necesitan eso’”, relata.
En los 20 años que lleva trabajando en el tema, la periodista ha visto cómo Brasil ha reducido el subregistro de los personas: del 20,3% en 2002 al 2,1% en 2019. Según estudios internacionales, esa cifra es en parte el resultado de la implantación de programas de transferencias de renta, como el auxilio social llamado Bolsa Familia, que empezaron a exigir la documentación de todos los beneficiarios. Pero más allá del problema de los que nunca han sido inscritos está el llamado “duplicado inaccesible”, cuando alguien pierde la primera copia del documento en una inundación, incendio de la casa o mudanza y tiene que enfrentarse a una barrera de obstáculos y costes monetarios para conseguir una nueva.
Es el caso de Antônio Gecínio de Lima, de 69 años, que salió de Natal, capital del Estado Río Grande del Norte, a los 16 años rumbo a Río de Janeiro “sin pañuelo y sin documento”, como cantaba Caetano Veloso en su conocida Alegria, alegria, en 1967, en plena dictadura. El viernes, sin saber si estaba inscrito en su ciudad de nacimiento, subió por primera vez al autobús para saber cómo podía jubilarse. “Nunca estudié y siempre me dediqué a trabajar, pero nunca tuve nada [formal]. Nunca me he casado, pero tengo dos hijos que no pueden llevar mi nombre en el registro porque no tengo documentos”, dice el hombre de piel bronceada, cabellera ondulada que le cae sobre los hombros y bigote gris como el pelo.
En su peregrinaje en busca de una identidad burocrática cuenta con la ayuda de su amiga Paola dos Santos: “Vive en un estado de total abandono, solo, y no puede tener ningún beneficio social”, explica. Ambos salieron de la audiencia con la jueza con la solicitud de búsqueda en el registro civil en las notarías de Natal y la región metropolitana. El primer paso es averiguar si, en algún momento, el nacimiento de Antônio habría sido inscrito entre los años 1950 y 1954.
Luis Gustavo, que cree tener 37 años, vive una situación más complicada. Sabe que llegó a Río de Janeiro a los tres años, pero no está seguro de haber nacido en São Benedito, la ciudad de Ceará de donde cree que es su familia. Tras vivir en la calle durante siete meses por no poder pagar los albergues en los que solía dormir, buscó el servicio de Justicia Itinerante después de ser abordado por un policía que, al saber que no tenía documentos, le dio la dirección de la plaza Onze de Junho. “Un conocido me ha ofrecido un trabajo de reparto de agua, pero para poder trabajar necesito tener al menos un documento de identidad, ¿no?”, comenta, con cara de abatimiento, ante la asistente social que lo atiende. El Ayuntamiento de Río de Janeiro calcula que hay entre 8.000 y 10.000 personas viviendo en las calles de la ciudad. “Un gran porcentaje de ellos dice que no deja la calle porque no tiene un documento”, dice Raquel Chrispino.
Al igual que Adriana, Luis Gustavo carga con la vergüenza de quienes no se sienten personas por derecho propio. Con pantalones vaqueros, chanclas y camiseta de la selección brasileña, mira al suelo mientras habla: “No me avergüenza vivir en la calle, pero nunca he conocido a nadie aquí porque es como si no fuera un ciudadano. Si ni siquiera tengo un papel con mi nombre, no tengo nada”
Soluciones
Las cerca de 35 personas que esperaron y fueron atendidas el viernes eran todas morenas o negras (así se identificaron ante los trabajadores sociales, como es costumbre en Brasil) y, a juzgar por su ropa y sus propios relatos, todas “pobres o muy pobres”, como escribe Fernanda da Escóssia en su libro. La exclusión documental, después de todo, refleja casi todos los aspectos de la desigualdad social brasileña. También son negros Rogério de Oliveira, un electricista de 54 años, y su hijo Wiliam, de 27, que montaron un escándalo en el autobús cuando subían a su audiencia con una de las juezas. Era la primera vez que estaban allí porque Rogério descubrió que el niño nunca había sido inscrito. “Tuve una relación problemática con su madre, nos separamos, pero siempre estuve presente. Como le di mis papeles y me dijo que el niño tenía certificado [de nacimiento], pensé que todo estaba en regla”, dice el padre. Tras enterarse de que el joven “estaba metido en líos”, Rogério quiso que volviera a estudiar y a trabajar, y sólo entonces descubrió que su hijo no tenía documentos. “Nunca sospeché porque siempre lo matriculé en los colegios privados del barrio, daba el nombre y solucionado”, explica.
Según la jueza Raquel Chrispino, situaciones como la de Wiliam y los otros millones de brasileños indocumentados podrían evitarse con la integración de políticas de documentación. “Las secretarías de seguridad pública de los Estados no se comunican entre sí en esta cadena documental. Hay que integrar las bases de datos y la oferta de servicios a los ciudadanos, para combatir el ‘síndrome del mostrador’”, dice, refiriéndose al peregrinaje de muchas personas por innumerables ventanillas de servicios públicos para inscribirse en el registro civil, escuchando siempre un “no” hasta llegar al lugar adecuado.
“Nadie cree que estas personas existen, pero existen millones de ellas. De las 42.000 personas privadas de libertad en Río de Janeiro, 3.000 no tienen identidad civil en el Estado”, añade Chrispino.
Además de la integración de los sistemas de registro (que en Brasil gestionan las notarías) y de identidad (realizada por los estados a través de las secretarías de Seguridad u órganos como el Detran, el Departamento de Tráfico), Fernanda da Escóssia dice que es necesario fortalecer los comités para combatir el subregistro. “Es necesario que la estructura burocrática del Estado sea menos insensible a este problema. Las escuelas y los centros de salud, por ejemplo, podrían y deberían actuar como centros de derivación activa de estas personas al detectar la falta de documentación”, propone. Los especialistas coinciden en que, además de facilitar la vida de los brasileños al garantizarles el acceso a un derecho básico, quizás el primordial, estas medidas generarían un ahorro para el erario público. “Desgraciadamente, el Estado brasileño no ve la cuestión como una política estratégica”, lamenta Chrispino.
Mientras la situación no cambia, la jornada de Wiliam ha tenido un comienzo feliz. Salió del autobús y fue directamente a la notaría, frente al patio de la plaza, donde obtuvo por fin su certificado de nacimiento. Y es solo el principio, pues junto al papel, que llevaba como un tesoro, llevaba una lista cuidadosamente escrita a mano con la secuencia de otros siete documentos que puede obtener finalmente, desde el DNI hasta el permiso de trabajo. “¡Estoy tan feliz, qué alivio!”, dijo. Ni siquiera toda la timidez del mundo podía ocultar la mirada eufórica de quien se siente persona por primera vez.
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