Del turismo a los militares: la vida en la frontera de Polonia con Bielorrusia
Los nuevos controles de las autoridades y el trasiego de miembros de las fuerzas de seguridad transforman el día a día en la linde con Bielorrusia
Hace tres meses, los hoteles de Bialowieza, en el noreste de Polonia y a cuatro kilómetros de la frontera con Bielorrusia, estaban llenos de turistas. Con las vacaciones escolares, era temporada alta en esta localidad, principal punto de entrada a uno de los últimos bosques primordiales del continente, que alberga la mayor población de bisontes europeos del mundo y es Patrimonio Mundial de la Unesco. Hoy, los dos complejos más grandes, Zubrowka y Bialowieski, casi parecen campamentos militares: solo alojan miembros de las fuerzas de seguridad y tienen aparcados en el exterior camiones de tropas.
Entre esas dos escenas está el 2 de septiembre, cuando Polonia decretó el estado de emergencia en una zona a lo largo de los 400 kilómetros de frontera con Bielorrusia que abarca cerca de 200 localidades, entre ellas Bialowieza. Se prohibía el acceso a todos los civiles no residentes, incluidos periodistas y observadores independientes. También difundir fotografías de la situación. “A partir de ese día, se vació”, asegura una de sus habitantes, que quiere preservar el anonimato. La gallina de los huevos de oro del turismo, principal fuente de ingresos de la localidad, dejó de ponerlos.
“Lo más probable es que hoy en día haya en Bialowieza más soldados, policías y guardias de fronteras que habitantes [unos 2.000]”, señala esta guía turística en una casa de la localidad de Hajnowka, fuera de la zona vetada a los periodistas. Para ella, lo peor no es el golpe que ha sufrido su bolsillo con el desplome del sector en el que trabaja, sino el “enorme coste emocional” que le genera la nueva situación. Por un lado, está el nuevo paisaje de helicópteros sobrevolando y armas largas en las calles. “Caminas, o vas conduciendo, por una calle y ves un grupo de soldados con todo el equipamiento y piensas: ‘Esto es nuevo para mí”, señala. Por otro, la tristeza por las historias que comparten entre vecinos sobre los refugiados o migrantes con los que se han topado, incluso dentro de la propia hipermilitarizada Bialowieza. “Un amigo se encontró a un hombre tan cansado y desesperado que simplemente estaba sentado al borde de la vía. Le decía ‘Por favor, llévame a los guardas de fronteras’, sin entender bien lo que implicaría”, dice.
Ella también coincidió con una familia migrante apenas momentos antes de que los capturasen las fuerzas de seguridad. “Tenían dos niños muy pequeños. El padre y uno de ellos iban descalzos. Les dimos agua, los patucos de nuestro bebé y un potito. Algunos de los guardas también estaban removidos. Después de ver algo así, vuelves a casa, ves a tu bebé jugando y piensas: ‘joder, hay niños en ese bosque que también deberían estar a salvo y jugando’. No lo puedes olvidar. Y ese para mí es el mayor drama”.
Cerca de la frontera, vibra el móvil. Es un mensaje de texto del Gobierno nacional dirigido a las personas que tratan de entrar ilegalmente: “La frontera polaca está cerrada. Las autoridades de Bielorrusia te mintieron. ¡Vuelve a Minsk! No cojas ninguna píldora de soldados bielorrusos”.
La franja vetada tiene unos tres kilómetros de ancho, pero no está marcada con escuadra y cartabón. Es más bien una línea zigzagueante de controles policiales en las carreteras —y para entrar y salir de las localidades— con un constante trasiego de vehículos militares. La niebla y la belleza de los árboles desnudos a ambos lados de la carretera confieren al paisaje un cierto aire de irrealidad. También la fila de coches policiales aparcados en Teremiski, uno de los tres asentamientos creados en línea para explotar la industria forestal del bosque y cuyos habitantes quedaban exentos de la servidumbre. O la escultura en una rotonda, que —como congelada en el tiempo— celebra un proyecto con las vecinas Bielorrusia y Ucrania.
Atascos por los controles (que a veces se limitan a un simple vistazo y a otras suponen varias preguntas y abrir el maletero), la imposibilidad de invitar a casa a amigos de fuera de la zona, repensar cada publicación en las redes sociales… El área vetada es la que más ha visto afectada su día a día, pero no es muy diferente en las localidades cercanas ya fuera.
El aumento en la última semana de la tensión entre Polonia y Bielorrusia con motivo de la nueva ruta migratoria abierta por el régimen de Aleksandr Lukashenko ha deshecho planes de vacaciones. Es puente (el jueves Polonia celebró su fiesta nacional), pero en el párking del único acceso al parque que permanece abierto, fuera de la zona prohibida, apenas se ven un puñado de coches, dos de ellos de policía. Solo un tenderete —con peluches de bisontes, postales e imanes para la nevera— mantiene el tipo. Cerca de la estación de tren de Orzeszkowo, una manta térmica amarilla y plateada tirada entre los matorrales recuerda que allí probablemente durmió un migrante.
Una palabra aparece pronto en las conversaciones con los locales: miedo. Por distintas razones. Marciej, de 29 años, se acaba de comprar un cuchillo. Lo hizo tras contarle un amigo que encontró uno en el bosque de Bialowieza, lugar de paso de migrantes y refugiados hacia el interior de Europa. Con el salario que obtiene como empleado de una fábrica de muebles, también le ha regalado un bote de espray de gas pimienta a una chica a la que trata de seducir. “Vive sola, sale por las noches… Tengo miedo de que algún refugiado le haga algo”, asegura frente a un supermercado en Hajnowka. “Entiendo por qué han llegado a la frontera, pero no estoy contento de que estén aquí. Me preparo para lo peor. Conozco su cultura por lo que he leído en internet y ellos dicen que es una religión de paz, pero no es así”, afirma en referencia al islam, que profesa la mayoría.
A su lado y apoyado en una bicicleta, Marcin Dabrowski, de 40 años, está más preocupado por la posibilidad de que estalle una guerra. “Lukashenko y [el presidente ruso, Vladímir] Putin están locos”, dice en referencia al apoyo del Kremlin al líder bielorruso. Enfrente, un grupo de policías fuma en la puerta del hotel Wrota Lasu, en el que ocupan casi todas las habitaciones y el significado del nombre (“La puerta del bosque”) y la decoración de bisontes resultan casi irónicos estos días. Dabrowski señala a los agentes: “Sí, hay muchos militares y policías, pero me hace sentir seguro”.
También Krzysiek, montador de aparatos mecánicos de 42 años, teme sobre todo que un incidente aislado desencadene una guerra. “En un momento equivocado, un soldado bielorruso puede disparar y que esto estalle. Mi único miedo es que estos [los bielorrusos] acaben haciendo alguna provocación”, asegura. Su suegra, en cambio, que vive sola a tres kilómetros de la frontera en una aldea en la que de noche apagan las farolas, vive asustada por la idea de que un migrante fuerce la entrada a su casa, cuenta.
Los monumentos conmemorativos que puntúan la zona recuerdan su pasado atroz. “En memoria de los habitantes de Narewka, víctimas del fascismo nazi”, reza un monolito —con las cruces ortodoxa y católica y la Estrella de David— rodeado de ramos de flores.
Cerca del pueblo de Budy, cuatro amigos beben licor en una casa de comidas decorada con motivos ciclistas (el dueño asegura que participó en un Tour de Francia en los años setenta).
—”¿Sois de Irak?”, dicen entre risas al ver entrar dos extranjeros. “No, está bien… Pero si sois rusos, mal”.
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