Biden empieza a lidiar con la gestión de Guantánamo
La Administración demócrata aprueba liberar a tres reclusos sin cargos, la primera decisión sobre la polémica prisión
Con la victoria que lo llevó a la Casa Blanca, Joe Biden heredaba una herida sin cerrar en la justicia estadounidense y los derechos humanos, aunque prácticamente olvidada para la opinión pública. Tras casi 20 años, la afrenta de la cárcel de Guantánamo, en Cuba, ha pasado por tres administraciones distintas. Ahora la hace suya el Gobierno de Joe Biden, que ha dado su aprobación para que tres detenidos que permanecen en la base naval militar que EE UU tiene en la isla sean trasladados a países que se comprometan a imponerles medidas de seguridad. Uno de esos tres hombres es el prisionero de más edad en el penal, el paquistaní Saifullah Paracha, de 73 años, y que ha pasado 16 años bajo custodia de Estados Unidos. Los otros dos reos son Abdul Rabbani, paquistaní de 54 años, y Uthman Abdul al-Rahim Uthman, yemení de 40; ambos llevan dos décadas bajo custodia militar estadounidense. Ninguno de los tres ha sido acusado nunca de ningún crimen por la justicia estadounidense.
El penal de Guantánamo se concibió hace casi 20 años, en enero de 2002, para evitar que los llamados “combatientes enemigos”, capturados en la guerra contra el terrorismo de la Administración de George W. Bush tras el 11 de septiembre, pudieran estar sometidos a las leyes de EE UU. La Casa Blanca se valía así de una argucia legal: al situar el penal en la isla caribeña, el centro quedaba fuera de la Convención de Ginebra, que protege a los prisioneros de guerra, y no exigía aplicarles la garantía del habeas corpus —derecho a comparecer ante un juez en un tiempo determinado— a unos prisioneros que mantenía ajenos al mundo y fuera de la jurisdicción de EE UU. En el momento de mayor ocupación, Guantánamo llegó a albergar a 779 personas. Antes de abandonar la Casa Blanca, Bush transfirió a otros países a unos 550 presos. Su sucesor en el cargo, el demócrata Barack Obama, hizo lo mismo con cerca de 200.
Donald Trump prometió durante la campaña electoral de 2016 que volvería a llenar “de tipos malos” las celdas de Guantánamo. Una promesa que nunca se cumplió, sino que, al contrario, del centro salió un hombre que admitió haber pertenecido a Al Qaeda y que fue enviado a Arabia Saudí para ser rehabilitado en un centro para yihadistas. Hoy solo quedan 40 presos en lo que el presidente Obama calificó como “una mancha en el honor nacional de Estados Unidos”.
Entre esos 40 reos, más de 10 han sido acusados de crímenes de guerra por los polémicos tribunales militares establecidos en Guantánamo —que escapan a la justicia estadounidense— y otros cinco son los coordinadores de los atentados del 11-S, incluido el cerebro del ataque, Jalid Saij Mohamed, según se estableció en el informe que realizó el Congreso sobre el 11-S.
Al día siguiente de jurar el cargo, en enero de 2009, Obama prometió cerrar Guantánamo en el plazo de un año. Al final de su mandato, el demócrata aseguraba que la existencia del centro de detención en territorio cubano era contraria a los valores estadounidenses, perjudicaba la seguridad nacional y era caro. “Se trata de cerrar un capítulo de nuestra historia”, dijo Obama en 2016.
Fue pura retórica. El Capitolio declaraba muerto el propósito de Obama. El entonces líder de la mayoría en el Senado, el republicano Mitch McConnell, declaró rotundo que “bajo la ley estadounidense sería ilegal transferir prisioneros de Guantánamo a territorio nacional”, sentenció. De poco o nada sirvió que Obama recurriese a su predecesor en el cargo, George W. Bush, para apoyar su voluntad de cerrar el centro, bajo el argumento de que el hombre que diseñó la arquitectura en torno a Guantánamo (detenciones sin cargos, comisiones militares, territorio extranjero para burlar la ley de EE UU) también deseaba su clausura al finalizar su presidencia.
Obama desistió
Tras su reelección como presidente de Estados Unidos en 2012, Obama no hizo mención a Guantánamo ni en su discurso inaugural de enero ni en el del estado de la Unión en febrero, en una clara señal de rendición.
Cerrar el campo de detención parece estar destinado al fracaso. Fundamentalmente por una cuestión legal. Porque incluso aunque hubiera luz verde del Congreso para trasladar a cárceles de máxima seguridad en territorio estadounidense a los presos, cualquier juez o tribunal que se lo propusiera podría desafiar la legalidad de la detención y las confesiones hechas por los presos de Guantánamo, manchadas por la tortura. Los presos del centro han arriesgado su vida con huelgas de hambre y, en algunos casos, han llegado a ahorcarse ante la falta de expectativas de ser liberados. Hace algunos años, Carlos Warner, abogado defensor de 11 de esos reclusos, declaraba a este periódico: “La única manera de salir de Guantánamo es muerto”.
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