Draghi, un tecnócrata al rescate de Italia
El exjefe del BCE asume el reto de estabilizar la política transalpina en plena pandemia y con una crisis económica galopante que dura ya 20 años
Hace ya casi 10 años, Mario Draghi (Roma, 73 años) se erigió como salvador del euro: pronunció tres palabras mágicas —whatever it takes, lo que haga falta— y los especuladores huyeron como conejos. Ese parecía el punto culminante de su trayectoria hasta hace apenas unas horas: el más difícil todavía consiste en salvar a Italia, una potencia industrial en decadencia, en permanente crisis política, incapaz de hacer reformas, con una economía que no crece desde hace 20 años y endeudada hasta las cejas.
La peripecia vital de Draghi está marcada a fuego desde sus inicios. Hijo de un exempleado del banco central italiano, Draghi perdió a sus padres en la adolescencia, justo antes de aquel Mayo del 68 que marcó a su generación: “Me dejé el pelo largo, pero no muy largo, no tenía padres contra los que rebelarme”. Estudió en los jesuitas; Luca di Montezemolo, expatrón de Fiat que compartió pupitre con él, dice que ya entonces era el mejor de su clase. Se decidió por la economía y acabó doctorándose en el prestigioso MIT, en una hornada de la que salieron algunos de los mejores economistas de su generación, desde Ben Bernanke a Olivier Blanchard. Su tesis doctoral, Ensayos sobre teoría económica, data de 1976. Ahí analiza las dificultades para aplicar políticas de estabilización a corto plazo y compaginarlas con reformas a largo: poco más o menos el reto que tiene ahora entre manos.
Tras su paso por la universidad inició su fulgurante carrera como alto funcionario. Ayudó a preparar a Italia para incorporarse a la zona euro con duras políticas económicas. Pasó por el Tesoro, por el Banco de Italia y se forjó una bien merecida fama como uno de los miembros de honor de la élite del funcionariado italiano, un puñado de tecnócratas capaces de copar los puestos más relevantes en las instituciones europeas y de hacer funcionar el país a pesar de la inestabilidad perpetua de sus Gobiernos. En un momento dado decidió pasarse al otro bando: fue vicepresidente del banco de inversión estadounidense Goldman Sachs durante los años en los que el “calamar vampiro” —en feliz definición del escritor Matt Taibi— ayudó a maquillar las cuentas de Grecia. Draghi nunca ha aclarado qué hizo allí.
Pero ni su paso por Goldman ni su pasaporte italiano —que despertaba recelos en Berlín— le impidieron llegar a la presidencia del BCE en sustitución de Jean-Claude Trichet. El francés venía de meter la pata, con subidas de tipos de interés a destiempo y su negativa a activar políticas monetarias extraordinarias para tiempos extraordinarios. A Draghi no le tembló el pulso: el primer día rebajó los tipos de interés y metió un manguerazo de liquidez en la banca. Después convenció a la canciller Angela Merkel de que debía adentrarse en las procelosas aguas de la compra de deuda pública y, en fin, se sacó de la chistera aquel whatever it takes mítico que salvó al euro de la quema.
La leyenda negra de Draghi no se circunscribe a Goldman. En agosto de 2011 rubricó un ultimátum de Trichet a Berlusconi: una carta en la que el BCE, de la mano del Banco de Italia que él dirigía, obligaba a hacer duras reformas sin ninguna legitimidad democrática para ello. Más adelante, ya en Fráncfort, sometió a varios países a una enorme presión y prácticamente obligó a varios Gobiernos —el de Mariano Rajoy entre ellos— a pedir un rescate que nadie quería porque iba asociado a recortes draconianos. Con Grecia fue aún más allá y abocó al país a un corralito. “Déspota trágico”, le llamó el ministro Yanis Varoufakis, que descubrió en carne propia que cuando el BCE quiere algo sabe cómo conseguirlo.
Draghi había dejado la Gran Recesión más o menos encauzada cuando salió del BCE, en el que sumó a su brillantez técnica un talento inmenso para comunicar y un instinto político afilado: ese equipaje le va a hacer buena falta en su nueva aventura. Desde que empaquetó sus cosas en Fráncfort y volvió a Roma en octubre de 2019 se había movido entre bambalinas. Tímido y muy celoso de su privacidad —está casado y tiene dos hijos, Federica y Giacomo—, se convirtió a su pesar en el centro de los cenáculos políticos cada vez que las cosas se torcían. Especialmente después de un artículo en el que animaba a gastar e invitaba a no preocuparse por la deuda para salir de la crisis generada por la covid, una posición con la que se ganó el favor de antiguos detractores como el Movimiento 5 Estrellas, que seguían viéndolo con recelo por su paso por Goldman.
La crisis del euro le llevó a Fráncfort; la pandemia, al Palacio Chigi. Durante la covid ha estado retirado largas temporadas en su casa de la Città della Pieve, en Umbria. Desde allí llevaba ya días intercambiando llamadas con el presidente Mattarella; en los últimos meses ha mantenido contactos con otros políticos, como Giancarlo Giorgetti —inspirador del ala centrista de la Liga—, Matteo Renzi o Gianni Letta, el consultor áulico de Silvio Berlusconi. Cuentan que Renzi metió la política italiana en la coctelera para que Draghi no pudiera negarse, tras un par de semanas de drama, a asumir la jefatura del Gobierno.
En su primera comparecencia se le vio emocionado y sonriente, tan cómodo como siempre ante las cámaras. Tiene por delante unos meses muy intensos, en los que tendrá que hacer valer su gravitas. Los Gobiernos tecnocráticos suelen disfrutar de un arreón inicial positivo, pero después los partidos vuelven a mirar por sus propios intereses y las cosas suelen acabar como el rosario de la aurora. Draghi tiene una ventaja respecto al último Ejecutivo tecnócrata: Mario Monti tuvo que aplicar duros ajustes, mientras que él tiene dinero europeo a espuertas para gastar. Los fondos, eso sí, tienen truco: a cambio hay que hacer reformas, y eso ha sido imposible en Italia durante décadas. Es el desafío de Draghi. Si tiene éxito nadie podrá negarle la posibilidad de ser Presidente de la República, su gran objetivo.
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