La función política del odio
Hay locura en el comportamiento criminal y hay locura en las explicaciones del criminal para la realización de sus crímenes
Es una desgracia que no cabe ignorar. El odio es un combustible excelente, con el que se pueden ganar incluso elecciones. Odio y miedo ante el extraño, alimentándose mutuamente, son ingredientes indispensables de la actual polarización política y de la división de nuestras sociedades. También el signo de nuestra época tecnológica, en la que los usuarios de las redes sociales convierten su capacidad para intervenir en la vida pública en difusión vírica de sus más bajas pulsiones políticas.
Angela Merkel, una vez más, ha acertado de lleno en su diagnóstico. Hay un veneno que infecta nuestras sociedades, que es el del odio y el racismo. A ellos se deben matanzas como la que perpetró el asesino de Hanau el miércoles, acompañada por una profusa y delirante explicación escrita y en video. Son locos, sí, pero su locura no es gratuita. Al contrario, es funcional. Tiene unos orígenes precisos y sirve también a unas ideas, a una causa, incluso a un proyecto político.
Hay locura en el comportamiento criminal y hay locura en las explicaciones del criminal para la realización de sus crímenes. Ambas responden a un mecanismo de construcción del odio hacia una realidad que se rechaza. La locura produce alucinaciones y con estas alucinaciones se puede sustituir o paliar la falta de explicaciones sobre unos hechos que no se comprenden o no se quieren comprender.
Dado que las explicaciones demográficas o geopolíticas sobre los movimientos migratorios no sirven para responder a las preguntas simples, se necesitan respuestas retorcidas e incluso inverosímiles, pero dotadas de apariencia explicativa, para llenar las cabezas con frecuencia huecas de una ciudadanía irritada y desorientada. Las construcciones conspirativas se arropan de falsa complejidad y de una mendaz pero sofisticada sabiduría sobre el oculto orden del mundo, pero su objetivo es alentar el odio e incluso movilizarlo en forma de acciones criminales.
Hemos olvidado a veces el rendimiento increíble que produce la violencia política. Especialmente cuando la sociedad no sabe defenderse democráticamente o permanece indiferente ante sus embates. En una sociedad inerme y desorientada, fragilizada por la desconfianza en la política y por la avería de las instituciones, nada hay con tanta capacidad de convicción como una violencia política impune. Sea el terrorismo de ETA, sea el matonismo que utilizaron los fascismos en su ascenso hace un siglo. Nos lo cuentan al detalle Fernando Aramburu en su novela Patria y Antonio Scurati en su biografía de Mussolini M. El hijo del siglo. Así sucede también con el terrorismo de extrema derecha europeo, racista, supremacista, construido sobre el miedo a la gran sustitución de la población europea por poblaciones alógenas.
No hay locura activa y peligrosa sin las ideas criminales que la promueven y a la vez sacan partido de ella. Hasta ganar escaños y pugnar incluso, como hace un siglo, por alcanzar el poder. Parecen lobos solitarios, que actúan aislados y por su cuenta. Pero no lo están, especialmente en nuestra época hiperconectada, de soledad imposible. En lo más alto del poder mundial tienen al caudillo que los guía.
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