La pandemia y la crisis económica lastran el primer año de Alberto Fernández en Argentina
La necesidad de ajustar las cuentas pone a prueba la popularidad del Gobierno peronista
El 10 de diciembre de 2019, cuando juró como presidente, el peronista Alberto Fernández esperaba sacar a Argentina de dos años de recesión e inflación récord y terminar, de una vez por todas, con el default de la deuda externa contraída por su predecesor, Mauricio Macri. Prometió además cerrar la grieta política que desde hace casi 80 años divide a peronistas y antiperonistas. Contaba para ello con el apoyo del su partido -tan diverso en ideologías como pragmático-, el aval de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner y las expectativas de una clase media deseosa de resultados tras el fracaso político del macrismo. La pandemia hizo añicos todas las previsiones, incluso las más pesimistas.
Argentina se encuentra hoy inmersa en una grave crisis, con índices de pobreza por encima del 44% (la peor cifra en 15 años) y su moneda por los suelos. Sus problemas económicos están a tono con la debacle global, pero al final del año estará un poco peor que el resto. Su PIB caerá en 2020 un 12,9%, más que cualquier otro país del G20 y por encima incluso que aquel 2002 de la crisis del corralito, cuando la actividad se hundió un 10,9%. La recuperación será también más lenta: en 2022 el PIB argentino quedará a 3,5 puntos porcentuales del nivel precrisis. A la crisis se sumó la covid-19, con casi 1,5 millones de contagios y 40.000 muertos. El 17 de octubre, día fundacional del peronismo, Fernández dijo que se consideraba “el gobernante de la pandemia”. “Nos habrá tocado sobrepasar el momento más difícil que el mundo ha experimentado. En una Argentina en crisis, esa pandemia la condenó infinitamente más”, sostuvo.
El balance general del primer año de Gobierno kirchnerista está atravesado por la complejidad del cuadro general. Muestra los claroscuros de una gestión que ha debido enfrentar una emergencia en una situación estructural muy endeble, víctima de “enfermedades previas”, como dijo la directora del FMI, Kristalina Georgieva, para referirse a Argentina. La popularidad de Fernández alcanzó cifras astronómicas en abril, cercanas al 80%, cuando el confinamiento decretado el 20 de marzo aún mantenía a raya la curva de casos de coronavirus. El cansancio de la gente y la subida de casos terminaron por minar ese porcentaje, pero aún se mantiene alto. “Fernández llega a fin de año con un nivel de aprobación en torno al 50% y de rechazo del 47%. Al cabo de un año tan difícil, eso es favorable”, dice Eduardo Fidanza, director de Poliarquía Consultores.
Con el anuncio, en agosto, de la reestructuración de 65.000 millones de dólares en bonos que se encontraban en default el Gobierno cumplió con su principal promesa de campaña. “Volcado de forma prioritaria a la cuestión sanitaria, pudimos resolver exitosamente la reestructuración de la deuda privada. Nos habían dejado una mochila de plomo, y el Gobierno logró despejar el panorama financiero, y redirigir recursos de la deuda para quienes más lo necesitaban”, dice el jefe de Ministros, Santiago Cafiero. El acuerdo con los bonistas, sin embargo, no logró detener la caída del peso ni sacar a flote la economía. La política no ha ayudado demasiado.
Fernández y las tensiones que enfrenta no pueden entenderse sin la figura de Cristina Fernández de Kirchner. La expresidenta ungió a su exjefe de ministros como candidato, con ella como compañera en la fórmula. La estrategia los llevó a la Casa Rosada, pero impuso en parte de la opinión pública la idea de que Fernández es un “títere” de la expresidenta y que “no gobierna”. “La principal dificultad de Alberto antes de asumir, y que se complejizó con la pandemia, es la identidad de su gobierno: quién era y para qué vino. En su momento era el garante de la unión del peronismo”, dice Mariano Vila, director general de Llorente & Cuenca en Argentina.
Administrar las tensiones en la coalición de Gobierno, donde confluyen corrientes peronistas de izquierda y derecha, además de organizaciones sociales más o menos radicales, obligaron a Fernández a hacer de equilibrista. En ese juego, la relación con Cristina Kirchner se sigue en la prensa local como si se tratase de un asunto del corazón. Cada gesto de la expresidenta desata todo tipo de especulaciones sobre la calidad de la unión. A finales de octubre, una carta pública en la que Kirchner tomaba distancia de la fallida nacionalización del gigante agroexportador Vicentín se interpretó como evidencia de una inminente ruptura. “Pero ambos se necesitan”, advierte Mariano Vila. “El problema es que es difícil gestionar coaliciones; no es lo mismo que tener partidos, porque en las coaliciones las tensiones están a flor de piel. Y acá se trata de personas y sus egos”, dice.
La reforma judicial
El miércoles, la vicepresidente publicó otro texto donde no nombra a Fernández y carga con dureza contra la Corte Suprema, a la que considera responsable de los males judiciales que padece. “La actuación de ese poder no hizo más que confirmar que fue desde allí desde donde se encabezó y dirigió el proceso de lawfare”, dijo, en referencia a una práctica en la que los medios de comunicación publicitan cosas que no figuran en el expediente o que no son delito para conformar a la opinión pública y presionar a los jueces. Las batallas judiciales de Kirchner terminaron por enturbiar una ambiciosa reforma judicial impulsada por el presidente Fernández, hoy demorada en Diputados.
La crisis dio alas a la oposición. Los más radicales, representados por Mauricio Macri, insisten sin matices con que Argentina va camino a ser Venezuela. Los moderados, en general con responsabilidades legislativas o ejecutivas, dicen que la calidad institucional se ha deteriorado. “La pandemia permitió al Gobierno una concentración de poder alrededor del Ejecutivo que generó discrecionalidad y debilitó a la democracia”, asegura el diputado Mario Negri, líder de la bancada opositora en el Congreso. “A cuatro meses de comenzar la pandemia”, agrega, la Casa Rosada “desordenó las prioridades, aumentó la tensión política, no convocó al diálogo y basó la transición en un programa estrictamente judicial que está vinculado al pasado de la vicepresidenta”.
Con la pandemia ya madura y a la espera de la vacuna, Fernández ha dado pasos para recuperar la iniciativa política. El más importante ha sido el jueves en el Congreso, con el debate en Diputados de una ley de aborto legal que cuenta con un amplio apoyo en sus bases más progresistas. Con menos entusiasmo avanza la agenda económica. El Gobierno espera cerrar en marzo un acuerdo por los 44.000 millones de dólares que el FMI prestó a Macri en 2018 y que hoy no puede pagar. El ajuste económico necesario para que las cuentas cuadren pondrá a prueba la astucia de Fernández para gestionar las tensiones que se esperan. “Hay que destacar la capacidad de contención de los conflictos sociales que tiene el peronismo en Argentina. Se han tomado medidas difíciles en el plano económico que en manos de otro Gobierno hubieran ocasionado una alta conflictividad”, dice Eduardo Fidanza.
Argentina espera crecer el año próximo un 5,5%; la OCDE prevé algo menos del 4%. “La economía empezó a recuperarse”, dice el ministro Cafiero, “algunos sectores ya están a niveles prepandemia e, incluso, mostrando una mejor performance que en 2019”. La Casa Rosada debe mucho al resultado de su política económica -que ha dejado en manos de Martín Guzmán, un discípulo del Nobel Joseph Stiglitz-, porque 2021 es año de elecciones Legislativas. Esos comicios dibujarán el mapa político de la pospandemia argentina.
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