Anglosajones en el mismo charco
Trump y Johnson han hecho ya lo imposible para acabar la grandeza de sus países, y de paso, consigo mismos


Las dos potencias anglosajonas administradas por sanguíneos líderes populistas están presas en el mismo charco de final de ciclo. Dure este más o menos (el de Boris Johnson), se prolongue o no a un segundo mandato (el de Donald Trump), sus protagonistas han hecho ya lo imposible por acabar con la grandeza de sus países, y de paso, consigo mismos. Solo un milagro podría salvarlos.
La especial relación de EE UU y el Reino Unido ha funcionado para lo mejor, y para lo peor. En casos paradigmáticos, la sintonía ha sido milimétrica. Thatcherismo (1979 a 1990) y reaganismo (1981 a 1989) se prolongaron durante una misma década. Propugnaban al menos principios comunes, los del consenso de Washington del economista John Williamson, enseguida derivado a fundamentalismo de mercado o neoliberalismo: liberalización infinita, reducción del Estado, minimización de los servicios públicos, privatizaciones, expansión del mercado sin contrapesos...
El populismo autoritario de Trump y el de Johnson también coinciden: aquel se entroniza en enero de 2017, el de Johnson modula, prolonga y caricaturiza a la menos ruda Theresa May (julio de 2016).
Los identifica más un cúmulo de pulsiones que un programa de ideas: el presidencialismo extremo; el consiguiente desprecio a las Cámaras; el desdén al poder judicial y en el caso británico, la brutalización de la Corona; la relativización del valor del Derecho; el accidentalismo en política económica (intervencionismo extremo si favorece el interés electoral cortoplacista y ultraliberalismo en el respeto al poder del dinero); aislacionismo, unilateralismo...
La perspetiva de un Reino Unido sin pacto comercial futuro con la UE y con el Acuerdo de Retirada destrozado por la ruptura de los compromisos de Boris Johnson sobre Irlanda y con la competencia empresarial leal (ayudas de Estado) va camino de afianzarse a final de mes, si no rectifica. Y se precipitará al abismo si no hay pacto el 15 de octubre. Pocos días antes de la elección estadounidense, el 3 de noviembre.
La hipótesis de un Reino Unido huérfano de Europa y de la civilización liberal pero también de la special relationship con EE UU arrecia. No solo porque las encuestas pespuntean la derrota de Trump, el principal padrino de Johnson.
Sino porque el candidato demócrata, Joe Biden, ostenta, como John F. Kennedy, ascendencia familiar irlandesa. Y valora especialmente la permanencia de los Acuerdos de Viernes Santo y la pacificación de la isla (a lo que tanto contribuye la UE), la permeabilidad entre la República e Irlanda del Norte, y las relaciones británicas con Europa. “Biden está comprometido para evitar el retorno de una frontera dura” entre el Norte y el Sur, ha afirmado su consejero de política exterior, Anthony Blinken.
Ya su jefe de filas, Barack Obama, declaró en suelo británico poco antes (23/4/2016) del referéndum secesionista contra la Unión que no querría ver a ese país tener que ponerse “al final de la cola” de quienes aspiran a negociar un tratado comercial con Washington.
“Es un ultraje que Johnson recule en elementos” clave de un acuerdo ya vigente y favorable para los irlandeses [pues no dividía la isla], sostiene Eliot Engel, presidente demócrata de la Comisión de Exteriores de la Cámara de Representantes. “El Acuerdo de Viernes Santo y el proceso de paz deben ser protegidos si el Reino Unido tiene alguna esperanza de obtener el apoyo del Congreso a un potencial tratado de libre comercio con EE UU”, precisa. Sin Trump, pero incluso con él: la Cámara es decisiva en política exterior. Chapoteando con Irlanda, Johnson se ha metido en un charco mayor.
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