Johnson prepara a los británicos para un Brexit duro a finales de año
El primer ministro británico advierte a Bruselas de que la fecha límite para negociar es el 15 de octubre
Boris Johnson ha apartado temporalmente la vista de la crisis sanitaria del coronavirus para concentrarse de nuevo en la razón de ser de su carrera política: el Brexit. En un comunicado preparado para captar la atención de los medios a última hora de este domingo, antes de que empiece una semana crucial en las negociaciones entre Londres y Bruselas, el primer ministro ha advertido a la UE —pero sobre todo, a los británicos— de que la posibilidad de una ruptura brusca de los lazos económicos, comerciales y jurídicos entre el Reino Unido y Europa a partir del 31 de diciembre comienza a perfilarse como el desenlace definitivo. “Es necesario que concluyamos un acuerdo con nuestros amigos europeos antes del Consejo Europeo del 15 de octubre”, afirma Johnson. “Si no es así, no veo la posibilidad de que haya un acuerdo de libre comercio entre nosotros, y ambos deberemos aceptarlo y pasar a otra cosa”.
Downing Street y la Comisión Europea están de acuerdo en que esa fecha, el 15 de octubre, es el plazo límite. Es el único modo de que haya tiempo para que los documentos finales se terminen de perfilar, se traduzcan a todas las lenguas oficiales de la UE, y puedan ser aprobados por los parlamentos nacionales, el Parlamento Europeo y el británico antes de fin de año. El resto del comunicado de Johnson podría sonar a un nuevo órdago de los que Londres ha intentado poner sobre la mesa durante tres años de negociaciones, especialmente en la última fase. Pero en esta ocasión, todos los actores reconocen que el Gobierno de Johnson comienza a mostrar sin ambages sus verdaderas cartas, y que ya no disimula su objetivo final de abandonar con las menores ataduras posibles su relación con la UE. “Tendremos entonces un acuerdo comercial con la UE como el que tiene Australia. Y quiero ser absolutamente claro al respecto, como he dicho desde un principio: será un buen resultado para el Reino Unido”. Una clara señal de la voluntad de Johnson de seguir adelante con este plan ha sido su fichaje del ex primer ministro australiano Tony Abbott como asesor comercial de su Gobierno. Las duras críticas, no solo de la oposición sino de muchos diputados conservadores, al pasado misógino y autoritario de Abbott no han cambiado la voluntad de Johnson de contar con este nuevo aliado.
Lo que Johnson oculta en sus palabras es que Australia no tiene ningún acuerdo comercial con la UE. Tiene algo llamado “acuerdo de reconocimiento mutuo”, que se limita a aceptar recíprocamente una serie de controles de calidad en sus intercambios para evitar costosos trámites técnicos y administrativos. Las negociaciones para alcanzar un tratado en condiciones, que es a lo que realmente aspira Canberra, llevan años estancadas por la dificultad política y práctica que conllevan. Australia debe someterse a los aranceles y cuotas de la UE que Johnson ha prometido constantemente a los británicos que no tendría el Reino Unido. Es decir, llegado el caso, las únicas reglas que regirían las relaciones a uno y otro lado del canal de la Mancha serían las de la Organización Mundial del Comercio.
El Brexit se convirtió en una realidad política el pasado 31 de enero, pero arrancó entonces un periodo de transición que dejó en suspenso la ruptura de los lazos económicos, comerciales o jurídicos. A efectos prácticos, nada iba a cambiar hasta el 31 de diciembre de 2020. Londres y Bruselas disponían prácticamente de un año para negociar un buen tratado comercial. Enseguida llegó la pandemia, y las conversaciones quedaron congeladas durante varios meses, aunque el Gobierno de Johnson no hizo el menor esfuerzo por pedir una prórroga y dejó simplemente que el calendario siguiera avanzando. No fue hasta mediados de junio cuando el primer ministro británico sumó su voz a la de los presidentes de las tres instituciones comunitarias (Ursula Von der Leyen, Charles Michel y David Sassoli) y se comprometió a dar un nuevo impulso a las conversaciones. Enseguida se demostró que los avances iban a ser escasos, si no inexistentes.
Si en un primer momento la atención se centró en alcanzar un nuevo y complicado acuerdo de pesca, y dio la impresión de que ese asunto iba a ser el principal escollo, pronto pudo percibirse que el verdadero obstáculo era otro asunto mucho menos manejable: las ayudas estatales a la industria nacional. La UE ha perseguido en todo momento el llamado level playing field, que vendría a traducirse como una nivelación de las reglas del juego. Si Londres quería acceso libre (sin aranceles ni cuotas) al mercado europeo, debía comprometerse a que sus normas en materia laboral, medioambiental, de protección a los consumidores o de impulso financiero público a la industria nacional fueran semejantes a las de la UE, para evitar una ventaja competitiva injusta. El argumento de Johnson, durante todo este tiempo, ha sido el de asegurar que el Reino Unido ya es igual de estricto, si no más, que Bruselas en todas estas materias, y que la decisión final debía residir en la buena fe y la confianza mutua.
La trampa, ha sospechado Bruselas, estaba en el cuarto punto. Si desde la era de Margaret Thatcher el Reino Unido ha sido reacio a proteger a sus empresas con dinero público (sus ayudas no llegaban ni a la mitad de la media del resto de países comunitarios), la nueva visión que Johnson y su estratega jefe, Dominic Cummings, tienen para el Reino Unido pasa por una inversión pública descomunal en la nueva revolución tecnológica. Y se niegan a tener las manos atadas con Bruselas. “Cualquier relación económica y comercial —entre economías tan próximas e interconectadas como las nuestras— debe incluir mecanismos robustos y creíbles para evitar distorsiones en el comercio y ventajas competitivas injustas. Y esto es particularmente importante en el área de las ayudas estatales, donde el potencial para provocar distorsiones competitivas con el uso de subsidios es muy importante”, dejaba claro el principal negociador europeo, el francés Michel Barnier, en su discurso del pasado 2 de septiembre en el Instituto de Asuntos Europeos e Internacionales de Dublín.
Johnson no tira la toalla definitivamente, al menos en su pronunciamiento oficial. Asegura que hay plazo para alcanzar un acuerdo, y que Londres seguirá trabajando en ello durante el mes de septiembre. Pero los hechos contradicen sus palabras. Según ha adelantado The Financial Times, Downing Street trabaja ya en una nueva ley que restaría fuerza jurídica vinculante a apartados clave del Acuerdo de Retirada firmado con Bruselas, especialmente en lo que se refiere a Irlanda del Norte y a las ayudas estatales. Y el primer ministro da ya por sentado que, en los meses venideros, Londres estará dispuesto a “dar acomodo a asuntos sensibles y prácticos como la regulación de vuelos comerciales, el transporte por camión, la cooperación científica (...) pero sin un acuerdo comercial”. Y la interpretación general coincide en que el tono y el mensaje de Downing Street suena en esta ocasión menos a simple bravuconería que a una decisión consumada que los británicos deben comenzar a digerir. Y que, por eso, suena mejor en términos de comunicación pública, un “acuerdo a la australiana” que un Brexit puro y duro.
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