Condenados a vivir en la calle en São Paulo pese al programa social contra el coronavirus
Unos 67 millones de personas cobran una renta mínima que el Gobierno de Bolsonaro instauró en abril, insuficiente para salvar de la pobreza en las grandes ciudades
Hay muchos Brasiles impactados por la renta mínima del coronavirus instaurada por el Gobierno de Jair Bolsonaro en abril. El mismo programa que no consigue garantizar en la megalópolis de São Paulo el alquiler de Jocelino da Silva Lima, un emigrante llegado del Estado de Ceará, permitió que a miles de kilómetros su paisana Patrícia Nataline de Oliveira, agricultora, instalase wifi en su vivienda, que no tiene agua corriente. Las experiencias de estos dos cearenses durante la pandemia retratan la diferencia abismal que la paga supone en el extenso y desigual territorio brasileño.
Creado para mitigar los efectos de la pandemia, el programa ya benefició de alguna manera a la mitad de las familias y llegó a 67 millones de personas. La renta promedio de los beneficiarios está incluso mejor ahora que antes de la crisis sanitaria: engordó cerca de un tercio (34%), según un estudio de la Fundación Getúlio Vargas. Sin embargo, esa mejoría no es lineal. El efecto fue mucho mayor en los empobrecidos Estados del norte y del nordeste, que en la rica São Paulo. “Lo que vemos es hasta qué punto el país es pobre y muy desigual”, analiza el investigador Lauro Gonzalez.
La paga, que ha sido durante estos meses de 600 reales (95 euros, 110 dólares), acaba de ser prorrogada hasta fin de año, pero su cuantía se reducirá a la mitad. El presidente quería alargarlo como fuera con los ojos puestos en las municipales de noviembre en vista de que su popularidad ha aumentado notablemente pese a su criticada gestión de la pandemia.
En marzo, la crisis del coronavirus se llevó el empleo de Da Silva Lima, de 47 años, que trabajaba en una empresa de servicios de limpieza en São Paulo. Sin salario, tuvo que dejar el estudio que alquilaba por 600 reales y quedarse en la calle con tres mudas de ropa en una bolsa roja. “Es una situación muy triste, duermo donde puedo. A veces, sobre cartones. Intento también conseguir cuartos en albergues. Mi vida se transformó en una búsqueda diaria por un lugar donde dormir”, cuenta mientras come el arroz con pollo que reparte a diario el Movimiento Provincial de la Población en situación de Calle.
Ni siquiera los 600 reales de la renta mínima de emergencia, que comenzó a recibir a partir de abril, fueron suficientes para que consiguiera un techo. “Cuando recibí la primera cuota, pensé en tratar alquilar nuevamente un lugar, pero el dinero se acabaría apenas con el alquiler. Habría otras cuentas y la comida. No sabemos tampoco hasta cuándo el Gobierno va a seguir pagando, ya dijeron que lo van a reducir, entonces se hace aún más difícil conseguir algo”, decía días antes de la prórroga
La renta mínima de emergencia, creada originalmente para durar tres meses (abril, mayo y junio) y prorrogada dos más (julio y agosto) ha sido ahora extendida hasta fin de año. El ministro de Economía, Paulo Guedes, defendía que pasara de 600 a 200 reales, pero Bolsonaro ha logrado los 300 que quería como mínimo.
Sin saber hasta cuándo seguirá desempleado, da Silva Lima solo utiliza el dinero en casos de emergencia, como en las noches muy frías del invierno paulistano, cuando paga una pensión de 12 reales. El cearense explica que sus tres hijos, que viven en Fortaleza, no tienen idea de que él está sin techo. “Ellos ya están casados, tienen su propia vida y ya pasarán momentos difíciles. No puedo pedirles ayuda a quienes ya están intentando sobrevivir”, dice. El mayor problema es buscar un empleo cuando no se tiene un domicilio fijo. “Hay una gran discriminación. Si yo digo que vivo en la calle, no me aceptan”, explica. “Comencé a dar la dirección de un conocido. Sin trabajo, ¿cómo voy a conseguir un lugar fijo para vivir?”, agrega.
Mientras batalla para salir del paro –que afecta a más de 12 millones de brasileños– y conseguir un techo en São Paulo –más de 24.000 no lo tenían en 2019–, despierta todos los días con la esperanza de tiempos mejores. “Creo que la pandemia es como una lluvia que va a pasar. Y pronto voy a conseguir trabajo. Hay que tener paciencia. Todo precisa volver a la normalidad, y mira que mi normalidad también era vivir pasando necesidades”.
Tener wifi por primera vez
A casi 3.000 kilómetros de la metrópolis, la vida de la agricultora Patrícia Nataline de Oliveira, de 31 años, siempre estuvo marcada por las carencias. Antes de la pandemia, ella, el marido y los dos hijos vivían con menos de 400 reales por mes, juntando las ventas de lo que sobraba de la huerta, trabajos de limpieza y los 250 reales del programa de ayudas para pobres Bolsa Familia. Viven en Aracoiaba, una ciudad del interior de Ceará de cerca de 25.000 habitantes donde una quinta parte depende de programas de transferencia de renta y cuyas principales fuentes de trabajo se reducen al pequeño comercio interno y algunas fábricas de ropa. No paga alquiler, pero tampoco tiene salidas para trabajar por cuenta propia y “hacer dinero”.
Nunca pensó que su vida pudiera cambiar tan rápido por un acto del gobierno, pero, hace cuatro meses, vive lo inimaginable. Gracias a la renta mínima de emergencia de 1.200 reales (su paga y la de su esposo), los ingresos familiares se triplicaron, a pesar de que la plantación redujo su producción por la llegada de las sequías. Un estudio del Instituto de Investigación Económica Aplicada (Ipea) muestra que el programa de renta mínima de emergencia tiene un impacto positivo mayor en los domicilios más pobres de Brasil, cuyos ingresos promedio ahora son 124% más altos que los habituales antes de la crisis. Los efectos que esta mujer siente son incluso más positivos que el promedio.
“El agricultor siempre fue olvidado y tuvo que aprender a arreglarse para vivir, ahí vino esa pandemia y crearon esta paga, que ayudó. El Gobierno ahora está cumpliendo con la obligación de mejorar nuestra vida”, analiza. De Oliveira ya se preparaba para volver al fuego a leña cuando empezó a recibir el auxilio y consiguió mantener servicio de gas, incluso con la garrafa tan cara, a 80 reales. También instaló por primera vez wifi en casa –adonde no llega ni siquiera la señal del móvil– para que ella y sus hijos continuaran con las clases de la escuela pública, ahora transmitidas por WhatsApp. “Y fruta siempre fue lo más difícil de conseguir para comer en esa época del año, porque no llueve, la tierra se seca y no sale nada de lo que plantamos, pero ahora estamos tomando mucho jugo porque conseguimos comprar frutas en el mercado”, cuenta.
La familia vive en una casa sin agua corriente. Para bañarse y limpiar la vivienda tiene que cargar baldes desde la represa de la comunidad, o bien sacar agua de la cisterna, que debería ser usada solo para beber. Sin lluvia desde junio, la cisterna de la casa está casi seca. La renta mínima también la ayuda en la compra de mascarillas y alcohol en gel para protegerse, en un lugar alejado de la ciudad que solo tiene médico en el centro sanitario una vez por mes.
Desde la ventana de su casa, “zapea” noticias por el teléfono móvil. En las últimas semanas seguía de cerca cada novedad sobre el posible fin de la ayuda. “Hay gente que dice que están dándonos dinero para que no tengamos que trabajar más y que no contribuimos con el país”, dice. Ella estaba preocupada por la indefinición de Bolsonaro. “Si vuelve a la cantidad de antes, va a ser peor de lo que era antes. Sea quien sea el presidente, nosotros necesitamos tener algo para comer”, argumenta.
De Oliveira evita atribuir la mejoría de los últimos meses al presidente, cuya popularidad ha crecido en el Nordeste, donde el Partido de los Trabajadores de Lula gana las elecciones hace muchos años y donde la renta mínima de emergencia está mejorando la vida de los más pobres y aumentando su poder de compra. Quiere acciones duraderas, al tiempo que teme un efecto colateral: quedarse de repente con un poder de compra menor al de antes de la crisis.
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