El Instituto que vela por el acuerdo de paz en Colombia insta a hacerla realidad en el campo
La nueva fase territorial de la implementación debe contemplar los retos de mediano y largo plazo
El acuerdo de paz de Colombia, arduamente negociado, no solo buscaba desarmar a la extinta guerrilla de las FARC, hoy convertida en un partido político con bancada en el Congreso. También aspira a transformar los territorios más golpeados por la guerra y cerrar las brechas históricas entre el campo y las ciudades. La implementación se encuentra en un punto crucial. El país debe avanzar a una nueva fase con un mayor enfoque territorial, especialmente allí donde la presencia del Estado ha sido precaria, señala el Instituto Kroc para Estudios Internacionales de Paz, encargado de hacer seguimiento a lo pactado, en lo que califica como “un gran reto necesario para la construcción de una paz estable y duradera”.
El cuarto informe del Instituto vinculado a la Universidad de Notre Dame, en Estados Unidos, abarca el periodo comprendido entre diciembre de 2018 y noviembre de 2019, a grandes rasgos el tercer año transcurrido desde la firma de los acuerdos en el Teatro Colón de Bogotá. En los dos primeros, la implementación se concentró en el desarme –“dejación de armas”, en la jerga de los acuerdos– y la creación de la arquitectura institucional necesaria. El año pasado, entró en una etapa con énfasis territorial y se pusieron en marcha las entidades que componen el Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición. El sistema –y la Jurisdicción Especial para la Paz en particular– ha sido blanco constante de ataques de los críticos de la negociación, pero ha contado con un sólido respaldo de la comunidad internacional. En ese periodo, el avance general de la implementación fue del 6%, una cifra menor que en años anteriores.
“Con los compromisos de corto plazo finalizados en su mayoría, en el 2019 la dinámica de la implementación transitó hacia disposiciones de mediano y largo plazo que se enfocan especialmente en los territorios más afectados”, advierte el documento, un análisis cuantitativo y cualitativo de los 578 compromisos contemplados en los acuerdos. “Esta nueva fase requiere de mayor coordinación interinstitucional y un intenso despliegue a nivel local. Por ello, necesita más tiempo para completarse”. Esta etapa le corresponde al Gobierno de Iván Duque, quien resultó elegido con el apoyo de los sectores que se opusieron a los diálogos de La Habana pero ha manifestado que se propone cumplir lo pactado por su antecesor, Juan Manuel Santos (2010-2018).
El riesgo de que surjan grupos armados disidentes disminuye con una implementación robusta y aumenta cuando esta es débil, advierte el Instituto Kroc como parte de sus hallazgos al comparar más de 30 experiencias de implementación y de reconstrucción tras la firma de acuerdos en otros contextos internacionales. Dado que el acuerdo colombiano contiene una proporción mucho mayor de reformas sociales frente a los asuntos de seguridad, se estima que implementarlo puede tomar más de una década, señala en otra de sus conclusiones. También apunta que el apoyo público a los acuerdos de paz tiende a incrementarse con el tiempo, y que los partidos políticos sufren costos electorales cuando se percibe una falta de compromiso con la implementación.
Desde la perspectiva cuantitativa, el 25 % de las disposiciones se ha implementado completamente, un 15 % tiene un avance intermedio, otro 36 % está en estado mínimo y el 24 % restante aún no arranca. Los avances han sido significativamente menores en dos de los puntos del acuerdo, los que se refieren a la reforma rural integral y a la solución al problema de las drogas ilícitas, señala el balance. Garantizar los derechos de las víctimas, asegurar la reincorporación a largo plazo de los excombatientes y reducir la brecha entre el campo y la ciudad deben ser algunas de las prioridades.
“La seguridad continua siendo la principal amenaza al proceso”, apunta Daniel Cano, coordinador político del Instituto Kroc, al referirse al incesante asesinato tanto de líderes sociales y defensores de derechos humanos, como de excombatientes. De acuerdo con la ONU, los 77 homicidios ocurridos en 2019 lo convirtieron en el año más mortal para los exguerrileros. Esos crímenes no se han detenido ni siquiera con la irrupción de la pandemia del coronavirus.
La Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común, el partido surgido de los acuerdos, ha denunciado con insistencia la falta de garantías para sus miembros y cifra en 200 los firmantes de la paz que han sido asesinados. “Lo que está sucediendo, ante nuestros ojos, además de la retórica estatal que niega la sistematicidad de los asesinatos, es el exterminio sistemático de un grupo nacional sin que el Estado tome medidas”, aseguraba la semana pasada su presidente, Rodrigo Londoño, Timochenko, en un encuentro virtual con la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los de Derechos Humanos, Michelle Bachelet.
El Estado tampoco ha podido contener los asesinatos de líderes sociales, 49 entre enero y abril, lo que representa un incremento de 53 por ciento en los primeros cuatro meses de 2020, según un reciente informe de la Fundación Ideas para la Paz. El periódico El Espectador se hizo eco de las primeras planas del brasileño O Globo y el estadounidense The New York Times que mostraban los extensos listados de fallecidos por coronavirus, y el domingo publicó 442 nombres de líderes sociales asesinados desde que se firmó la paz. Tuvo que desplegar cuatro páginas bajo el titular “No los olvidemos”.
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