Erdogan lucha por reactivar la economía para evitar que se erosione su apoyo
El Gobierno de Turquía intenta acuerdos con varios países para sostener su frágil divisa, golpeada por la huida de inversores y la crisis de la covid-19
Turquía da este lunes un importante paso hacia la nueva normalidad con la apertura de restaurantes, playas, establecimientos turísticos, museos... Incluso el famoso Gran Bazar de Estambul. También se levanta la prohibición de viajar a y desde las 15 provincias más pobladas, hasta ahora en cuarentena; si bien los toques de queda de fin de semana y el confinamiento de mayores de 65 años y menores de 18 aún continuarán algunas semanas. La intención es reactivar la frágil economía turca (que no ha parado durante la pandemia, pero ha funcionado a medio gas) y evitar un descalabro que pueda socavar el apoyo al Gobierno de Recep Tayyip Erdogan, que ya sufre un retroceso del respaldo en las encuestas que anima los ataques de la oposición.
“Con permiso de Dios, el esfuerzo de la nación y el apoyo del Estado, rápidamente dejaremos atrás las pérdidas de estos meses. Turquía ya da muestras de que logrará una gran posición en el sistema global”, afirmó Erdogan el jueves. Es cierto que Turquía, pese a ser el décimo país con más casos de covid-19 (más de 160.000), ha registrado menos muertos que otros países (unos 4.500) gracias, entre otras cuestiones, a un sistema sanitario renovado en las últimas décadas. “Turquía no ha perdido la salud. Eso es muy importante para volver a arrancar la economía. Tenemos una población muy joven y deseosa de volver a trabajar”, sostiene el economista Ozan Sakar.
El ministro de Finanzas y yerno de Erdogan, Berat Albayrak, espera un “crecimiento positivo” del PIB turco en 2020, pero las previsiones del Fondo Monetario Internacional (FMI) apuntan a una contracción del 5%. “Los principales afectados serán el turismo, que supone un 11% del PIB; la aviación y logística, y la exportación, porque nuestro principal cliente es la UE”, apunta Sakar. Para evitar que ese descenso de las exportaciones cree un desequilibrio en la balanza comercial, el Gobierno ha impuesto un arancel del 30% a la importación de cerca de un millar de productos —desde maquinaria a material sanitario—, si bien quedan exentos aquellos países, como los europeos, que tengan tratados de libre comercio con Turquía.
El principal indicativo de la fragilidad turca es su divisa. A inicios de mayo, la lira perdía un 18% respecto al precio del dólar a inicio de año, si bien posteriormente ha recuperado parte de su valor. El problema no es tanto el virus como la desconfianza en la gestión de Erdogan, apoyado en un círculo cada vez más pequeño de asesores e inmune a las recomendaciones externas. “La validez internacional de la lira ha quedado severamente herida”, escribe el analista Ugur Gürses.
Para evitar que esta depreciación se convirtiera en una nueva crisis cambiaria, el Banco Central de Turquía ha gastado casi la mitad de sus reservas y el Gobierno ha debido recurrir a medidas poco ortodoxas como prohibir a tres bancos internacionales (BNP, Citibank y UBS) hacer transacciones en liras durante unos días. El Gobierno justificó esta medida alegando que sufría un ataque especulativo de “poderes extranjeros”, mientras el ministro Albayrak se reunía con inversores animándoles a poner su dinero en Turquía. Pero el daño está hecho: numerosos inversores han retirado miles de millones de dólares en activos.
“El problema es creer que pueden mantener la retórica de los enemigos extranjeros para consumo interno y otra sobre las bondades de invertir en Turquía para los extranjeros. Pero todo lo que dicen en turco se traduce y eso genera desconfianza”, lamenta Osman Cevdet Akçay, execonomista jefe del banco Yapi Kredi: “Y la economía turca necesita financiación externa para crecer”.
Algunas voces consideran necesario que el Gobierno recurra a algún instrumento financiero ofrecido por el FMI, pero eso está fuera de toda discusión para Erdogan: la mayoría de los turcos guardan mal recuerdo de los anteriores programas de ajuste de esta institución. El Gobierno sí busca acuerdos de canje de monedas (swap) con las autoridades de EE UU, China, el Reino Unido y Japón, entre otros, para incrementar el volumen de divisas de su mermado Banco Central. Pero de momento solo ha logrado convencer a Qatar, que ha triplicado el volumen de una línea ya existente.
Probablemente han sido estas necesidades económicas las que han llevado a Ankara a moderar el tono de confrontación en algunos frentes diplomáticos, en un momento en que, además, Turquía está activamente inmersa en dos guerras: la de Siria y la de Libia. Por ejemplo, ha anunciado que pospone el despliegue de su sistema de defensa ruso S-400 (lo que habría activado sanciones de EE UU) y se han reanudado los vuelos de carga de la aerolínea israelí El Al —suspendidos en 2010 tras el ataque a la llamada Flotilla de la Libertad— al mismo tiempo que empresas turca se proponen como candidatas a sustituir a suministradores chinos y europeos para ciertas industrias de Israel.
Erdogan sabe que la economía es lo que más puede erosionar su base, como ya ocurrió el año pasado con la pérdida de alcaldías de su partido en medio de una recesión. En prácticamente ninguna encuesta del último mes, el partido de Erdogan (AKP), sumado a sus aliados de la ultraderecha, alcanza el 50% de los votos. Según la empresa Avrasya Arastirma, la intención de voto del líder turco en unas eventuales elecciones presidenciales es del 40%, diez puntos por debajo de lo necesario para evitar una segunda vuelta —en 2018 ganó holgadamente con más del 52%—.
En los próximos doce meses, las empresas turcas deben pagar casi 170.000 millones de dólares (unos 153.000 millones de euros) en deuda externa, uno de los mayores riesgos a los que se enfrenta la economía turca en un momento en que los habituales canales para recabar divisas (turismo, exportación, mercados) no están en su mejor momento. Sin embargo, Sakar considera que, dado que el endeudamiento público es bajo (33% del PIB), el Estado podría hacer un esfuerzo para “rescatar” empresas en riesgo.
Otra cuestión es la situación de los hogares. El 78% de los turcos ve la situación económica como su principal problema, según una encuesta de la compañía ANAR, en la que el 50% de los entrevistados aseguró que sus ingresos se han reducido y el 15% dijo haber perdido su empleo. Por ello, el Gobierno de Erdogan ha aprobado un paquete de ayudas crediticias para empresas con problemas, ha prohibido los expedientes de regulación de empleo y entrega ayudas mensuales de 1.000 liras (132 euros) a 2,3 millones de hogares. Pero hasta el Banco Mundial considera insuficientes estas medidas.
La oposición ha aprovechado la situación para cargar contra Erdogan. Y en especial su antiguo ministro de Finanzas, Ali Babacan, quien fuera el “chico de oro” de los años de boom económico pero que se desligó del partido gobernante y, el pasado marzo, fundó el suyo propio. Pese a que las encuestas no le otorgan demasiado apoyo, en las últimas semanas se ha hecho un hueco en la agenda con sus constantes críticas a la “mala gestión” económica del Gobierno hasta llegar a sacar de sus casillas al propio Erdogan: “Algunos a los que yo di trabajo cuando era primer ministro nos están atacando. Por el amor de Dios, solo eras un ministro, ¿crees que podrías haber dado un paso sin la aprobación del primer ministro? ¿A quién quieres engañar?”. El enfado tiene su base: los sondeos indican que Erdogan no llega al 50% de apoyo para ser reelegido presidente.
Una fuente bancaria europea cree que, por el momento, Turquía logrará capear el temporal financiero, dada la “flexibilidad” (y precariedad) de su sistema laboral y a que el sistema bancario está “saneado”. El país se ha acostumbrado a vivir al borde del precipicio de la crisis y a salvarse in extremis. No obstante, cualquier paso en falso puede abocar al abismo.
Santa Sofía para galvanizar al islamismo
En casi dos décadas al frente del Gobierno, Erdogan ha logrado aunar a buena parte de la derecha bajo su mando, sea religiosa o laica. Pero en momentos de crisis suele recurrir a las viejas demandas del movimiento islamista en el que se formó. Ocurrió con la liberalización del uso del velo. Y también con Santa Sofía, la basílica bizantina que fue convertida en mezquita cuando los otomanos conquistaron Constantinopla en 1453 y salomónicamente declarada museo por el fundador de la República, Mustafa Kemal Atatürk, en 1935. Los islamistas turcos reclaman su reconversión en mezquita, una demanda que, como globo sonda, reaparece periódicamente en la agenda.
Pese a las medidas de confinamiento, este 29 de mayo, aniversario de la conquista, se celebró por todo lo alto: festivales de luz y sonido sobre la campaña otomana, un concurso de arqueros, fuegos artificiales y un rezo musulmán y la lectura de la sura sobre la victoria del Corán dentro de Santa Sofía, aunque finalmente no fue el propio Erdogan el que la recitó, como se había dado a entender en un inicio. Sí intervino por videoconferencia. Eso sí, no hubo ningún cambio de estatus en el museo, una decisión que podría levantar grandes críticas internacionales: el museo es Patrimonio de la Humanidad y su transformación en mezquita implicaría tapar algunos de sus impresionantes mosaicos. El sueño de los islamistas deberá seguir esperando.
Pero no se trata tanto de cumplir estas demandas islamistas como de generar un debate polarizador, ha argüido en el pasado el periodista Rusen Çakir: “Cada vez que atacan a Erdogan desde sectores laicos [por cuestiones relacionadas con la religión], los más conservadores se dicen: 'Lo atacan por ser musulmán y religioso', y su prestigio entre ellos aumenta”.
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